diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Beatriz Viterbo publica el primer tomo de las obras completas de Norah Lange. La selección abarca la producción de sus primeros textos, desde La calle de la tarde, de 1925, hasta Cuadernos de infancia, de 1937, siguiendo un orden estrictamente cronológico. Se trata de un volumen que contiene, además, Los días y las noches (1926), Voz de la vida (1927), El rumbo de la rosa (1930) y 45 días y 30 marineros (1933). En la hoja par que sigue a las carátulas van los datos registrados en las primeras ediciones y los detalles de tirada y textos numerados y sin destino comercial. 45 días y 30 marineros contiene, además, la reproducción de una presentación que hizo en la primera página Fermín Estrella Gutiérrez. El proyecto contempla un segundo tomo que incluye la publicación de los Discursos (editados por primera vez en 1942, ampliados luego en Estimados congéneres), Antes que mueran (1944), y las novelas Personas en la sala (1950), Los dos retratos (1956) y El cuarto de vidrio (inédita hasta ahora).
La presentación de la obra de Norah Lange sobre la estructura despojada del formulario, con una buscada parquedad casi policial, supone un esfuerzo mayor del que aparenta. Se trata de despojar el nombre de un conjunto de atribuciones que invade su escritura. Intentamos hacer que el nombre se pierda entre los títulos y las fechas que cartografían la obra. Sucede que Norah Lange es más frecuentemente vista como objeto de escritura que escritora. Molloy despliega en su excelente prólogo los diferentes sentidos en los que la visibilidad de la escritora obstruye la legibilidad de la escritura. Ante todo, Norah Lange es una mujer que escribe y que lo hace en circunstancias particulares. Precisamos con el Diccionario de autores latinoamericanos, de César Aira: “una de las cinco hijas mujeres de un ingeniero noruego… vivió en una casa del barrio de Belgrano, por entonces un suburbio alejado, donde se daban cita los jóvenes poetas vanguardistas de los años veinte… las reuniones se repitieron después, durante décadas, en la casa que compartió con su marido, Oliverio Girondo”. Luego menciona las revistas en las que participó, y recién después los libros que publicó. El padre, los poetas (hombres) ultraístas, el marido, determinan la mirada sobre esa mujer: “Ahí va Norah Lange… Es una extravagante… Mirála bien”, recuerda Molloy en el consejo que le da la madre en la única imagen que atesora de la escritora. La observación materna sobre la mujer repite una perspectiva que traza un mapa de lecturas sobre su obra. Norah Lange es un personaje en el imaginario de escritores hombres que la convierten en personaje (Solveig en el Adán Buenosayres) o en objeto de deseo y admiración (la mirada de Borges y Petit de Murat sobre la cabellera roja, el perfil agudo, los ojos de ángel marcan la cercanía imposible de la fascinación): una imagen que se vuelve texto que sobrescribe y vela su obra. El velo oculta y seduce: no deja ver, y lo que está oculto desvela. El prólogo trata de abrir la lectura a partir de una operación delicada: correr los velos con la sutileza del amante que no pueden ser el padre, ni los amigos, ni mucho menos el esposo. Sylvia Molloy propone lo irresistible, desvestir la escritura para decirle una vez que quiere “mirarla como nunca la miraron”.
Molloy quita en el prólogo la ropa de calle. Las lecturas de Nora Lange como poetisa (“una mujer que cultiva una escritura suave, femenina, sentimental, algo pasada”), como complemento de un otro masculino (“protegida de Borges, inspiradora de Marechal, musa y compañera de Girondo”) o en función de la cuestión del género (“escribe como escribe o debería escribir una mujer”) conforman una batería de clichés que Norah Lange no esquiva, sino que más bien exagera, y de esta manera también los desactiva. A través de cada una de esas reducciones se pueden leer sus libros. Los poemas de La calle de la tarde, por ejemplo, en los que se muestra como una “alumna canónica del ultraísmo” (Molloy). Poemas pequeños sobre el amor cuya búsqueda incesante de la metáfora Borges supiera celebrar en el prólogo con el arco protector de los ultraístas: “Ejercimos la imagen, la sentencia, el epíteto, rápidamente compendiosos. Y en esa iniciación advino a nuestra fraternidad Nora Lange y escuchamos sus versos, conmovedores como latidos, y vimos que su voz era semejante a un arco que lograba siempre la pieza y que la pieza era una estrella. ¡Cuánta limpia eficacia en esos versos de chica de quince años!”. Sylvia Molloy señala el aniñamiento ideológico que encierra la adjudicación de una poesía a la edad (Lange no tenía quince sino dieciocho años), pero aún creemos en otra operación de Borges: la niña es una alumna, una colegiala aplicada, inteligente, que se acerca con sus largas trenzas de fuego, que se entrevera en un inocente coqueteo con los poetas. La poetisa forma una imagen de sí que no por tradicional deja de perturbar a los contertulios, que se extiende en el paso a la prosa de los volúmenes posteriores. Así, en La calle de la tarde recorre simultáneamente dos espacios (una geografía y una preceptiva poética) con la misma falta de justificación ideológica, casi como en un paseo distraído, sin voluntad de demarcación ni de trascendencia. En sus versos se puede leer, sin embargo, un trabajo singular con la imagen que delinea uno de los sentidos de su búsqueda posterior. Se ve una imagen que se puede reconstruir como la perspectiva desde un lugar que es título de una de sus novelas: El cuarto de vidrio. La voz habla buscando apresar esa imagen a través de una transparencia que la distancia y que le permite ser oída solo en hilachas, en restos de voz que lindan con el silencio:
“Un espejo ardía.
Tu alma consumiendo
fuego de rosas
aprisionó el silencio.
Mi sentimiento
Desgarrado como un crepúsculo
buscó el tuyo
para sangrar juntos
donde soñamos
siempre
¡tan lejos!”
(La calle de la tarde)
Esa mirada triste y sobreprotegida es uno de los lugares comunes que se extiende a sus posteriores libros de poesía (Los días y las noches, 1926; El rumbo de la rosa, 1930) y más aún en el desplazamiento a la prosa. Voz de la vida (1928) es un volumen formado por breves epístolas que muestran, en una sola dirección, las dimensiones infinitas de la espera del amado. Si bien, como señala Molloy en el prólogo, este libro y el que le sigue son severamente criticados menos por sus cualidades literarias que por su ruptura con el decoro social, podemos ver una segunda proyección de aquel imaginario masculino sobre la mujer que escribe. En Voz de la vida se lee una voz femenina que escribe tras un vidrio que es al mismo tiempo ventana y espejo. Ventana tras la cual el horizonte se prolonga a la espera de un fantasma, pero a la vez que forma parte del imaginario masculino de una Penélope que espera infinitamente, resguardada en el hogar, tejiendo palabras que desafíen el olvido, a ese amado que demora su regreso. Espejo que devuelve la figura de la mujer que sigue buscando encontrarse en esa distancia infinita al escribir. Ventana y espejo que, además, en un giro sutilmente desafiante de la pasiva espera genérica, son abandonados cuando Mila, la protagonista, emprende el viaje para buscar a su amado.
Hay un libro más en este recorrido por la obra que dibuja una imagen ajustada a un imaginario masculino (a esta altura de la reseña, se ve cada vez más conservador) que es la novela semi-autobiográfica 45 días y 30 marineros (1933). Allí narra un viaje en un barco de carga, una suerte de ficcionalización de un viaje a Oslo que realizó la escritora en un carguero noruego. No es la novela más celebrada de Norah Lange, y su lectura parece siempre justificarse en función de la obra que estaba construyendo. A las críticas por el decoro se suman, por ejemplo, la evaluación negativa de Oliverio Girondo y la propia afirmación de la escritora de que eso era una “suerte de ejercicio literario”. Un trabajo menor. Aira la lee en contraposición de atmósferas con los Cuadernos de infancia: una es sombría, siniestra, una travesía en estado de alcoholización casi permanente, tempranamente existencialista; el otro es un bello y luminoso libro de memorias infantiles. Molloy propone leerlo como “la elaboración de la experiencia ultraísta, suerte de picaresca femenina que atestigua las maniobras y los ardides a los que recurre el único personaje femenino para manejar a un grupo cerrado de hombres ‘un poco excesivos[s] de ternura’”. Proponemos un giro más: la alumna que jugaba con eficacia las metáforas ultraístas, la mujer que espera y busca, la que mira demasiado adentro y demasiado lejos, torsiona aún más ese imaginario en un viaje que cierra los parámetros en los que una mujer se podía construir como escritora. Fermín Estrella Gutiérrez se inquieta y escribe en la contraportada una lectura de todo lo anterior a esta novela, un reclamo por traer de nuevo a esta mujer al lugar que el hombre percibe como seguros. Lee sus versos, su doble linaje escandinavo y criollo, su hospitalaria poesía. Norah Lange se quita, en esta novela, el último velo que formaba su condición de poetisa, mujer y joven. 45 días y 30 marineros se suele leer como antecedente del libro que se señala como el salto de calidad en su obra. Podemos pensar en el paso del umbral del “cómo debe escribir una mujer” a esa escritura que se ahonda en su propia búsqueda. El volumen de Viterbo se cierra, acertadamente, con Cuadernos de infancia. La obra de Lange se puede leer con este libro como el núcleo que da sentido a las búsquedas previas (los otros libros que se publican en el primer tomo) y las realizaciones posteriores (las novelas anunciadas para el segundo tomo).
Cuadernos de infancia, señala Molloy en el prólogo, es un relato autobiográfico que a la vez se pliega sobre un género preestablecido y disiente con él. Cuadernos se elabora más como un álbum de fotos que como un diario. No hay en el relato una sucesión temporal, casi no se ve un contexto histórico (una sola referencia a la primera guerra mundial), no hay una progresión explicativa y lógica de lo que la escritora llega a ser. Hay más bien un conjunto de recortes excéntrico, dinámico, en el que la imagen aparece leve, tensionada por los matices que forman un horizonte entre la aspiración a la felicidad y la amenaza de la desdicha. No otra cosa son los miedos y las culpas, ni de otro lugar se hace aparecer la memoria cuando la vida parece agostarse: eso diría este libro cuya belleza eclipsa de alguna manera toda su producción anterior. Sylvia Molloy lee en los Cuadernos la condensación de su hipótesis de lectura para la obra de Lange: aquí afina su capacidad creativa del mirar, el ejercicio sutil del voyeur que a la vez desea e inventa. Las novelas que siguen multiplican este escrutar con la mirada deseante hasta que aparezca la verdad de lo mirado, hasta que se abra ese núcleo oculto que subyuga al observador. En el relato autobiográfico se multiplican las miradas y los modos de mirar en escenas mínimas, pulidas, despojadas. Recordamos dos, casi al azar. En una, la protagonista es sometida a la humillación de ser vestida con traje de varón mientras sus hermanas se probaban hermosos vestidos, para completar la perspectiva familiar de que con el pelo corto se veía como un varoncito. La segunda es más elocuente en la cita:
“Al clavar los ojos en las personas que venían a vernos –el cura párroco, el médico del pueblo, el obispo de X, todos los visitantes que debían ser huéspedes de nuestra casa – me imaginaba su perfil por dentro. Era como si me introdujera en la persona, físicamente, pero sólo en la cara. Delante de un jorobado o de un manco, nunca sentí esos deseos de reconstruir su figura con mi propio cuerpo. ¡Pero el perfil…! Esos perfiles quietos que, de repente, tienen una curva para todas las lágrimas; esos perfiles que siempre se atisban detrás de un vidrio empañado, o esas caras que parecen hechas especialmente para atraer a las moscas. ¿Por qué será que las moscas siempre se posan sobre alguien no muy querido…?¿O es que no se advierten en los que están más cerca?” (Cuadernos de infancia)
La multiplicación de las miradas en torno de una niña que mira vertebran esta escritura asimilada por Molloy a cierta forma del noveau roman que se ve más claramente en las novelas anunciadas para el segundo tomo. Cuadernos busca retrospectivamente el origen de esta mirada múltiple como la de una niña que al mirar el espejo mágico se pone en relación con el mundo y con el fondo de sus propios ojos. Mira, es mirada cuando mira, y escribe esa experiencia con el horizonte de aquel ultraísmo que a esta altura parece lejano, puliendo la escritura del diario con la voluntad que alentaba la búsqueda de sus primeros versos. Mira el espejo que le devuelve una imagen despojada de determinaciones ajenas, una forma de la verdad que haga de la manifestación de sí la condición de inicio de su obra. Después de tanto dicho sobre Norah Lange, busca en los Cuadernos el sustento, la manifestación de ese yo que le permita pronunciar su nombre propio a través de la escritura.
Iniciamos la lectura con la determinación de centrarnos en los textos de Norah Lange, prescindiendo lo más posible de esa proyección que forma la imagen fantasmática de la escritora y cubre su escritura. Decidimos una lectura imprudente, obviamos la contextualización (seguramente hubiéramos tenido que relegarla al lugar de relativo poco valor en el campo literario) y no intentamos una síntesis exhaustiva de cada libro. La decisión de Viterbo de publicar este conjunto en el primer volumen de la Obras completas se nos revela, de todos modos, como algo más que la mera reunión y preservación de documentos literarios que están en riesgo de perderse. Pudimos leer el tomo I como un continuum, en el que cada texto es la huella de una escritura que se busca, que busca inscribirse con nombre propio en un recorrido hecho de pasos breves y tanteos. Pudorosamente, Norah Lange prueba, en estos primeros intentos, despojarse de algunos velos con que se viste la escritura de una mujer en las décadas del 20. Con sensualidad, Norah Lange evita la ruptura, no se arranca esos ligeros velos violentamente, de una sola vez: los acepta, los luce y corre alguno, de a poco, cada tanto. Es probable que no se trate de una escritora insuperable, aunque perturba, y se vuelve levemente inolvidable. Como los ojos brillantes de una mujer que nos mira en la penumbra inquietante de una ventana a trasluz.
(Actualización diciembre 2005 - enero febrero marzo 2006/ BazarAmericano)