diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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De Quincey, la voladura del cielo
La farsa de los cielos, de Thomas De Quincey, Buenos Aires, Paradiso, 2005. Traducción y prólogo: Jerónimo Ledesma; 172 páginas.

La farsa de los cielos recoge textos publicados por Thomas De Quincey entre 1823 y 1951 en London Magazine, Instructor, Blackwood’s Magazine y otras revistas británicas. Son notas y artículos no editados en español hasta ahora.

El prólogo nos invita a examinar el carácter teatral de estos ensayos, en los que el escritor inglés despliega un variado juego de máscaras y voces. Como ha ocurrido con otros textos memorables (pensemos en la Historia Universal de la Infamia, de Borges), éstos tuvieron origen, en primera instancia, en las coacciones y módicas recompensas del mercado literario en el ámbito de la prensa periódica. A pesar de ello, la destreza del escritor acota el imperio del patronazgo y disminuye la previsible alienación de una escritura surgida en ese contexto. Una gracia ligera y autorreflexiva traza modulaciones irónicas y acentos críticos o, cuanto menos, disonantes.
“Sortilegio y astrología” nos presenta a un articulista en el apurado trance de satisfacer a ciertas damas que requieren material para una revista de Glasgow. Tratando de resolver el asunto de manera práctica con el reciclaje de algún escrito previo, el solicitado revuelve un extravagante depósito de papeles en busca de algo para la ocasión. Fracasado el intento, comienza a escribir rápidamente para proveer a sus tiránicas clientas. La ausencia de condiciones ideales (“Positivamente, siempre que debo pensar, requiero tiempo a discreción”) explican en parte el resultado, el locuaz ensayo sobre astrología que viene luego (“¿Ves? Te dije lo que pasaría”). Con esta divertida acrobacia De Quincey sobreimprime en la ficción las marcas del repentismo. Dando cuenta de las tensiones que operan sobre él, inventa un modo de lidiar con ellas, desviarse del recorrido y salir victorioso.
El título de la selección, La farsa de los cielos, organiza el conjunto como mascarada, como colección de artificios. En ellos De Quincey compone personajes para diverger de sí mismo y multiplicarse en variados egos. Un moralista filosófico. Un verificador de disparates. Un francófobo. Un ensayista osado que discute a Kant, a Milton, a Johnson. Un misógino. Un disertante sobre asuntos celestes, extremo en su razón y su manía. A pesar de todo, entre caretas y disfraces, de uno a otro texto vuelven parecidas ocurrencias. La multiplicidad es paradójica: “Cada papel escrito por mí, a mí, para mí, de o sobre mí y, también, contra mí, puede ser hallado, luego de una búsqueda imposible, en este amplio repertorio”.
En su aparente regularidad (un discurso sobre la edad de la tierra, una impugnación de los astrólogos) algo anómalo emerge siempre en los textos, que se vuelven de ese modo, inevitablemente, borgianos. En “Sobre el suicidio” un ensayista rebate lecturas erradas del teológico Biathanatos de John Donne y plantea qué condiciones permiten, desde su punto de vista, considerar con justicia la culpabilidad o inocencia de los suicidas. La racionalidad de la estructura argumentativa parece férrea y persistente. De pronto, luego de varias cláusulas que avanzan hacia su objetivo, algo inesperado rechina. Proviene de páginas periodísticas, cuyos contornos amarillos se recortan contra la gravedad del asunto. Es la noticia sobre un cordero que, desprovisto de pistolas o armas punzantes con qué llevar a cabo la trágica decisión (suicidarse), en un ‘acto precipitado’ se arrojó al vacío. La despareja intromisión afecta el carácter del escrito, contaminado de pronto por la presencia de algo menor, irrisorio, ridículo. Lo elevado cae. Asombrosamente, en una reedición el texto fue incluido entre los “Ensayos teológicos y conjeturales” de De Quincey, según nos informa una nota del traductor. La ley que rige la textualidad es incierta. El contrato de lectura abunda en zonas borrosas, imperceptibles para un consumidor de alimentos rápidos (no parece del todo azaroso, entonces, que el ensayo se inicie con la frase: “Es una prueba notable de la inexactitud con que lee la mayoría de los hombres...”). Una y otra vez el desconcierto emerge a medida que transitamos los textos, ¿qué nos proponen? ¿cómo (debemos) leerlos?
Sin duda la eficacia de los ensayos no depende de la cohesión de sus componentes. Comienzos en falso, aspectos laterales que se expanden, verbalizaciones que desbordan el orden lógico, declives de la causalidad en favor de desplazamientos metonímicos, cadenas asociativas sin plan previo aparente. La sintaxis narrativa y argumental bordea el extravío y a veces se entrega a él. A propósito, consideremos otra de las notas. “Caminante Stewart” es la biografía de un genio elocuente y casi loco. Ha creado una obra extravagante con ideas que prescinden de toda verificación. Su locura es prestigiosa, sublime. Su dicción, extraña, contaminada de tinturas mixtas que vuelven extranjero su lenguaje. Según el biógrafo, que lo ha conocido de joven y lo admira, la excepcionalidad sustrae a Stewart del juicio que merecerían los comunes desvíos de un ser más vulgar. Su carácter autónomo (artístico, podemos pensar) lo hace inimputable: “éstas y otras opiniones suyas se expresaban en un lenguaje que, interpretado literalmente, parecería con frecuencia absurdo o demencial”. El caminante puede ser, entonces, una figuración del arte literario. Pero otra vez una pequeña grieta hace ceder la solemnidad del asunto propagando el exceso: se trata, en este caso, del ego desproporcionado de Stewart que pondera sin mesura su propia genialidad e imagina un futuro humano signado a partir de entonces por su obra.
Otra de las notas, “El sistema de los cielos”, pone en escena una locuacidad proliferante, digna de un conferencista animado que discursea el auditorio de un teatro. La nebulosa de Orión le sugiere una microteoría de la lectura, a partir de apariciones percibidas en el fuego, en las nubes y en arbitrarias combinaciones de estrellas. La posibilidad de descifrar o preservar los misterios se vuelve por momentos el eje de la reflexión. Un nuevo y poderoso telescopio ha despertado su fascinación, pero el interés por la novedad científica coexiste con temores y anhelos contrarios vinculados con la sensibilidad y mirada visionaria de los poetas. El interés profano por la astronomía deriva entonces en visiones oníricas de un infinito poblado de ángeles y elementos sagrados. La encrucijada de sistemas de referencia se hace extrema: de Milton al telescopio de Glasgow, de los cometas a los arcángeles.
El prólogo y las notas de la edición, preparados por el traductor, descubren aspectos escasamente frecuentados y acompañan por un terreno poco conocido (el humor inglés, satírico, ocasional, erudito es un menú algo extraño). Una suscinta y atractiva biografía del autor enfoca aspectos relevantes: la formación de De Quincey en el seno de una familia religiosa, sus lecturas y amistades intelectuales (Kant, Coleridge, Wordsworth). Se ve también la contracara del romántico idealista: un escritor apremiado por la economía del deber en sus variadas dimensiones. Un De Quincey que escribe a destajo, huye de sus acreedores y se las arregla para sobrevivir y alimentar a sus hijos. Un trabajador forzado en el circuito de la mercancía, con su angustiosa y apresurada glotonería de textos, cómicos consumos para proveer al digest pero no sólo a él. Se advierte entonces cómo la “voladura del cielo" (para tomar una expresión de W. Benjamin adecuada al título de esta compilación) no hace sino erigir otra religión en su reemplazo. El capitalismo, con sus suplicios y su régimen de libertad condicional, que hostiga recordando a todos (inclusive a los románticos) su miserable endeudamiento y los intereses que paso a paso lo acrecientan. La selección y su prólogo inducen a explorar estas cuestiones.

 

(Actualización diciembre 2005 - enero febrero marzo 2006/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646