diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Osvaldo Aguirre

Viaje alucinante
Centralasia, de Roberto Echavarren. Tsé-Tsé, Buenos Aires, 2005, 95 páginas.

Centralasia es un sitio que no está localizado en los mapas. El resabio arcaico del nombre, las resonancias de los antiguos relatos de viaje que en él se afirman, lo trasladan a la vez fuera del tiempo. Evoca, como punto de partida, un espacio que de alguna manera resulta conocido, pero que también es radicalmente ajeno. Un espacio que aquí descubre la escritura a medida que se despliega, en un extenso y único poema.
Echavarren relata entonces una travesía al margen del tiempo y del espacio conocidos. Se marcha a caballo, entre el Tibet y China, por sitios de difícil paso, acechados por lobos, en las alturas, en valles, a través de ríos caudalosos. Hay representaciones teatrales, rituales religiosos, cultos de “formas terroríficas”, ceremonias de una vida cotidiana marcada por la barbarie. Se trata fundamentalmente de un pueblo ágrafo, o que al menos no conserva lo que escribe, que simboliza su historia y sus valores a través de la danza y el canto, y que por ejemplo puede sentirse deslumbrado por un trozo de vidrio o una estilográfica. Centralasia parece designar una frontera difusa, donde los soldados chinos son una amenaza constante pero que permanece en suspenso, presente y al mismo tiempo sustraída (“debían de estar observándonos/ a través de sus gemelos/ con las armas preparadas”), pero menos reales que ciertas criaturas fantásticas que aquí andan entre los hombres. En el registro, o más bien la creación, de ese lugar fabuloso, el narrador anota en detalle lo que surge a su paso, interpreta situaciones extrañas, habla con el tono de quien transmite una experiencia. Pero la profusión de voces raras –neologismos, arcaísmos y bellas expresiones desusadas- contiene el fluir narrativo, lo desvía y demora, como si también de esa manera se apuntara a probar lo incierto del recorrido. Y la “explicación” de tipo antropológico, las alusiones a los relatos de viaje y aun de aventuras son más bien las máscaras que asume el discurso poético. No en el sentido de montar un simulacro: en todo caso, es un artificio a la vista, que el poema mismo expone. En ese juego de ocultar y mostrar, de mostrar con el signo de lo oculto, en esa escena (o performance, como propone Adrián Cangi en el postfacio) del cuerpo que se atavía y señala, cuanto más ornado con mayor fuerza, el momento de su despojamiento, y el deseo de ese despojamiento, aparece algo central en la experiencia del poema.
“El viajero –se dice, a poco de comenzar- puede soñar y desear/ si sale de lo rutinario,/ vallas de culturas y el engranaje de ruedas;/ el destino nos tiene pegados al rincón donde nacimos./ Pero ese tal ha de saber más que soñar”. Ese saber, sin embargo, ha de ser tal que no anule el deseo. Ha de ser guiado por el deseo. Para comprender esa construcción quizá convenga reparar en un fetiche de Echavarren: el pelo, la manera del peinado, emblemas del deseo y de la relación amorosa. El placer de observar el modo en que se lleva una cabellera es sólo comparable al momento en que ese armado se deshace, y en su caída condensa el despojamiento y la entrega del cuerpo. El poema se abre con una escena íntima, a partir de un gesto que remite a la figura del andrógino: “Se quitó la peluca, y entonces vi/ el cráneo plano, rapado/ (....) el cuerpo/ macerado con crema, y listo para ser usado/ en un ritmo cálido de samba”. Al cruzarse con desconocidos, con un jinete que llega herido, lo primero que se observa es cómo llevan el pelo. Lo admirable del acompañante en el camino es que “a diferencia de los monjes que tienden a un saber unilateral/ poseía una ciencia coronada por el renegrido cabello/ que le daba vuelta alrededor de la cabeza”. Cualquier acto, se dice, proviene del deseo; “el conocimiento nos daría el no desear (...) se pararía la rueda”.
Precisamente rueda es una de las expresiones más significativas en este poema. Es utilizada como metonimia de la civilización (“la rueda no ha entrado/ no hay miedo a vehículos”) y en consecuencia alude a un sitio inexplorado. Pero sobre todo se apela a ella como imagen del tiempo. La “rueda de la existencia” está simbolizada por un dibujo en el que se ve a un pájaro en las fauces de un monstruo: alusión a la finitud y a lo ilusorio, un motivo constante en Centralasia. Vida y muerte giran en la rueda, y en el mismo movimiento se confunden hombres y demonios. El encuentro con un soldado agonizante, uno de los muchos pasajes deslumbrantes del poema, trama ese motivo: el que muere es más fuerte, porque ha perdido el miedo que sienten los vivos; el infierno tiene lugar en la vida, la muerte supone una liberación; si la vida es ilusoria, su momento más trascendente es el de la muerte, porque es entonces cuando cae el velo. Y si el cadáver del soldado es reducido a polvo en un ritual minucioso es quizá para que su recuerdo se presente con mayor facilidad, dadas ciertas condiciones como el vértigo o cierto estado próximo a la alucinación (“tenía fiebre alta, los ojos encarnizados”) que permite poco después el paso de un fantasma, un “muerto en vida” que interpela al narrador.
Lo exótico hace presente, de otro modo, lo conocido. La indumentaria de los jinetes, sus pertrechos para montar, evocan por contraste la simplicidad de los gauchos. Estar en ese mundo perdido revela el pequeño mundo propio como algo “recluido y recóndito”. Claro que de pronto no hay comparación posible: lo raro se vuelve sencillo y surge la conciencia de vivir un momento “cuyo parangón podía hallarse/ en tiempos remotos”. Pero lo excepcional es por definición lo que está fuera del tiempo, lo que rompe con la sucesión lineal del tiempo. Y precisamente “en la inestabilidad de todo/ el tiempo que se rompe se vuelve mi maestro”. Entonces se vislumbra una localización precisa: Centralasia es un punto que fulgura en el mapa de la mejor poesía.

 

(Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2005/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646