diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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De entre todas las cosas que se pueden hacer con el lenguaje (pedir, explicar, dar instrucciones, diseñar mapas, levantar preguntas, gritos, dudas, registrar el habla, contar un cuento, relacionar cosas que están lejos, hacer hablar a esas mismas cosas, hacer que el lenguaje sea una cosa más), Garamona elige construir imágenes, una detrás de otra. Los poemas de Esculturas topiarias están hechos de imágenes de líneas abiertas que se desvanecen para transformarse en otra cosa. En el libro hay una figura, la de las esculturas que menciona el título, que sirve para dar forma a esta idea. Se trata de la poda artística de árboles, exactamente eso que hace Edward Scissorhands en la película de Burton: un corte, por el que la naturaleza de repente se nos vuelve rarísima. Porque una escultura topiaria es esa forma, impuesta sobre lo que está vivo, que hace de un árbol un objeto extremadamente artificioso y –como señala la cita de Pablo Suárez al comienzo de este libro– un poco aberrante, en la medida en que lo transforma en una tumba.
Sin embargo, los poemas de Garamona acá funcionan como ese tipo de esculturas sólo con la condición de que esos árboles una vez podados, en la oscuridad de un jardín donde casi ningún ojo puede verlos, cobren vida. Porque lo fantástico es una presencia en el libro, y porque el ojo que allí lo ve es el de uno que está a caballo entre la infancia y otra cosa (a caballo digo, y suena mal, pero en el lenguaje de Garamona estar a caballo sería ni más ni menos que estar a caballo: estar subido a un caballito pintado, de madera seguramente, de esas calesitas viejas). En el poema de las esculturas topiarias, sin embargo, está ese principio de transformación por el que las formas estáticas pueden cobrar vida –movimiento–, dado por la construcción caleidoscópica de las frases. De repente la figura cambia, cuando se llama a las esculturas, en un verso, “juguetes dispersos por el pasto”. De las esculturas a los juguetes, ¿cómo visualizar el movimiento que transforma una imagen en otra?
Porque en la lectura, los poemas de Esculturas topiarias pasan como cuando se vuelven las páginas de un libro de dibujos, y la mesa del ilustrador incluso está presente. Por eso hay lápices en el paisaje, en ese poema que termina “Junto al cuerpo de ese conejo que había sido encantador,/ el amanecer despuntaba de nuevo como un lápiz” ("Un conejo muerto"), como si no estuviéramos viendo otra cosa que un dibujo recién hecho sobre la mesa de trabajo de alguien que dejó un lápiz olvidado al lado de la hoja. Y por eso se pinta, en otro poema, a un joven que extiende las manos “para surcar la superficie de un lago/ con la imagen de su corazón y sus pulmones”, una imagen que se abandona justo antes de que esas manos rompan la superficie y cambien la figura. Pero no importa: lo móvil y lo inacabado son las claves del libro. Cuando el que habla se pregunta cómo contar una experiencia en particular, la respuesta que se da a sí mismo es “Con acumulaciones de colores estallados,/ ramas de pinos que parecían brazos/ señalando la aventura que pudo cifrarse/ en los detalles” ("Carreras de trineo"). Es decir: la experiencia se cuenta con manchas, amontonamientos de colores que desbordan el cuadro, y al mismo tiempo, dos o tres detalles nítidos –acá, las marcas de unas cuchillas de trineo sobre las piedras.
Hay, entonces, imágenes estáticas que de repente cambian, y lo que pasa cuando a un dibujo le sucede con bastante velocidad otro dibujo, y otro y otro más, es que se produce un milagro para el ojo, que sin embargo es simple, y que tiene que ver con la transformación y el movimiento. Porque esas formas cobran vida (como los árboles fantásticos de los que hablé), mutan en formas nuevas: eso que se llama cortos animados. Y si no vean esto: “En los mares sin playas unas piernas/ se cubren con la arena que descarga una barcaza./ El esqueleto de un pescado/ tenía grabadas las marcas/ de los dientes de una chica/ que se sentó sobre una piedra para comer. Desde ahí el camino terminaba/ sobre un muelle de madera/ donde nadie pescaba nada” ("Una pésima novela de verano"). Hay solamente agua –mares sin playas– y de repente hay un pedazo de playa, sí, en la arena que cubre esas piernas, y como ahora hay arena hay un camino, y una piedra, y una chica, y un muelle que desaparece al final del poema porque no hay nadie y de repente, tampoco hay nada. Desde el puro mar azul sin playa del comienzo de este fragmento, a ese final con nada, los colores aparecieron y se borraron, se bosquejaron figuras que pasaron fugazmente sin haber terminado de formarse, y en el medio quedaron, como único detalle nítido, las marcas: dientes de una chica sobre un esqueleto de pescado.
Marcas, entonces, dentro de algo más grande que está cambiando todo el tiempo. Las marcas son un poco dolorosas en el libro de Francisco Garamona: la muerte anda rondando ahí. En “Esculturas topiarias”, el poema que da título al libro, la marca es la del pedal de una bicicleta que se imprime sobre la pantorrilla de un ciclista, según dice un cartel que está puesto sobre una escultura que representa, precisamente, una bicicleta de competición a medio terminar. Además, el ciclista está muerto. Alguien se pregunta en el poema, “¿Y esas esculturas pueden resistir el abandono?”. En la doble vertiente de vitalidad y pérdida de la transformación, esa de los dibujos que mutan en otra cosa todo el tiempo, nace la melancolía. Porque de la mano de lo que se mueve y cambia viene, como se sabe, el paso del tiempo.
Pero todavía hay una acotación para hacer a la manera de describir estos poemas que es fundamental. Si son dibujos, y si son dibujos en movimiento, también tienen la particularidad de que están hechos de lenguaje, y eso lo cambia todo. Garamona hace del uso del lenguaje y sus muchos sentidos una posibilidad de juego. Usar un objeto como juguete, jugar con él, es precisamente someterlo a nuevos usos no previstos, y es de este modo como divertirse con el lenguaje se vuelve productivo. Para decirlo con un ejemplo, en un poema un pájaro saluda: “¡Hola! dijo el pájaro carpintero/ que trabajó para vos una semana”. Ese pájaro, porque se llama carpintero, trabaja y habla, y esa es un poco la forma en que la dimensión del lenguaje habilita el movimiento de la fantasía. Se parte del lenguaje, y los dibujos surgen de la sensibilidad por ese medio, que lleva en sí las posibilidades y las marcas de la transformación.
Con sus dibujos móviles hechos de palabras, Garamona construye un mundo melancólico y por momentos terrible, en el que se trata de aprender a convivir con lo inacabado, que como dije, es liberador en la medida en que es maleable pero también está permanentemente al borde de la destrucción. Los poemas son pequeños objetos frágiles, a punto de disolverse en la nada, en los que se destacan dos o tres detalles, sustraídos a lo que se está yendo todo el tiempo. Por eso, Garamona hace un libro que tiene la condición extraña de ser una especie de museo cargado de objetos –los dientes de esa chica en el esqueleto de pescado, los rostros de animales sobre vasijas esmaltadas, un gato embalsamado, “una porcelana, la imagen de un perro pegado/ en la tapa de un piano con rebordes de felpa”. Pero es un museo de lo que cambia, porque las cosas que intenta guardar estallan en colores, se disuelven y se escapan, y porque, como en Brecht, parece haber una marcada preferencia por las cosas que están rotas (el pasado está ahí), siempre que haya una mano que aplique amorosamente un poco de dorado en las grietas, como se lee al final de un poema, “para indicar la transformación a la que/ estaba sometido ese mundo personal” ( "A un artista rural").
(Actualización agosto-septiembre 2010/ BazarAmericano)