diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La poesía de Néstor Groppa (Laborde, Córdoba, 1928) incluye un trabajo de más de cincuenta años de escritura, pero su valoración es un hecho reciente. Esta antología, que incluye treinta y nueve textos, fue realizada por el propio autor, docente y periodista radicado en Jujuy. Entre otras actividades destacadas en el ámbito cultural, Groppa integró el grupo editor de la revista Tarja (1955) y fundó la Editorial Universitaria de esa provincia.
Desde Taller de muestras (1954), su primer libro, hasta Anuarios V (2003), el último, se aprecia un trabajo sostenido sobre el lenguaje, que se nutre de la palabra oral, con la particularidad de transmitirla como suena, y de fuentes escritas de diversa procedencia (textos filosóficos e históricos, teorías científicas, crónicas periodísticas). Sin embargo, Antología poética supone una revisión y quizás un recorte de ese corpus. En primer lugar, Groppa publica sólo tres poemas de sus dos primeros libros, textos acotados en sus búsquedas formales y que se relacionan más con una autobiografía que con la definición de la propia poética (se trata de dos poemas de juventud, escritos en Buenos Aires, y de una evocación de su pueblo natal). Luego, deja completamente de lado sus cuatro libros siguientes, con lo que la antología comienza, en realidad, con poemas de Todo lo demás es cielo (1974).
En los textos seleccionados de ese libro se aprecia el sentido de la composición de Groppa, donde se asocian recursos por lo común contrapuestos en poesía: la absorción de mecanismos de la prosa, que desemboca eventualmente en el relato (“Los nombres del tiempo”), y el juego con el espacio de la página. En este sentido se destaca “Orfandad”, donde la reiteración y distribución de los versos sugiere en el plano formal aquello que desborda a las palabras: una tristeza que no encuentra objeto y se extiende sin límite. Sin embargo, el descentramiento del verso y la exploración del blanco de la página son ajenos a cualquier experimento vanguardista; parecen surgir, más bien, en el marco de una indagación personal que resulta en diversas consecuencias. Así, Groppa disuelve los límites convencionales del poema (por ejemplo incluyendo versos al pie, como notas de otros versos), los límites asignados a su discurso en relación a otros discursos y, sobre todo, los de poesía y narración. Una crónica periodística, no ya una frase, puede ser el epígrafe de un poema (“María del Nombre Dulce Zerpa”); una copla se incorpora a otro poema, pero lo que se cita no es la canción, estrictamente, sino la vacilación textual que produce la interpretación, o la memoria.
La concepción del poema como relato se observa sobre todo en los textos que presentan personajes y, más que personajes, determinadas voces, aquello que Jorge Luis Borges observó con tanta justeza en la poesía de José Hernández y en la gauchesca: el hombre que se muestra al contar. Son “las hablantinas marchantas/ del mercado y las regalerías” las que avanzan sobre la escritura. El oído sutil de Groppa para captar esas variantes de lenguaje se advierte de modo notable en textos como “De la hija del músico amenizante”, que significa también la recuperación de un pequeño mundo (“Mi padre componía para bailes/ de gente pobre, vinos largos y cerveza ya sin espuma”), o “La muerte de Rosita Melo”, reelaboración de la supuesta confesión de un homicida, que pertenece al mismo ámbito, el de la vida y las diversiones (que terminan en dramas sangrientos) de los chacareros humildes.
“Con una presencia insospechada nos sobreviven los mundos infinitamente pequeños e infinitamente grandes. Todo es sencillo en la interminable armonía que nos asombra y comprende”, dijo Groppa en noviembre pasado, al presentarse antes de una lectura en el Festival de Poesía de Rosario. Esa mirada explica la atención que se presenta a lo que desde el sentido común resultaría trivial. La contemplación del cielo nocturno supone una experiencia de conocimiento porque “al mirar la noche vemos las publicaciones/ de la nada// que muy pocos leen”. Una reflexión sobre las nubes conduce al siguiente descubrimiento: “La nube va por el mundo/ Que también es algo de su historia, desapercibida./ La historia de los olvidos de este mundo”. En “Los anteojos perdidos”, Groppa opera una sustitución reveladora: los anteojos “hablan”, son la mediación y la visión misma y por eso “ya nadie podrá cantar tras ellos/ lo perdurable que enhebran los días”. Aquí se encuentra una definición del objeto que Groppa le asigna a la poesía. Los anteojos extraviados, así, “serán idioma que se irá apagando”. La lluvia, por otra parte, un suceso que basta para sentirse dichoso, conduce a una nueva perspectiva sobre la propia práctica: cada poema nuevo es el primer poema que se escribe en el sentido que reasume la búsqueda de los poemas anteriores y sobre todo su imposible (“el verso que nunca/ escribieron/ ni escribiré; el que todo poeta sabe más allá de sus posibles” pero no puede escribir, a riesgo de quedar atrapado en el silencio).
La eficacia de Groppa consiste muchas veces en soldar esa captación de lo mínimo y carente, en apariencia, de historia, con ciertos modos de percepción científica de las cosas y sobre todo con el espacio del universo y la memoria de la especie: “Todo es antiguo./ Tal esta María Fredesbinda Condorí/ empanadera, con su canasto tapado con trapo/ blanquísimo (...) De amanecer en amanecer, se volvió antiguo el mundo”, versos que recuerdan a la florista que William Carlos Williams vio como “la mensajera de otro mundo”. A la vez, en “La fragancia de un pomo de témpera”, indagación del pasado con nítidas resonancias proustianas, un simple aroma es capaz de desplegar años de existencia. Cada hombre, dice Groppa, lleva en su cuerpo la impronta del primer hombre. Y cada día evoca el primer día: “El amanecer/ era un viaje;/ estar contemplando renacer el mundo/ que transcurría, quedándose”. La potencia de esa creación perdida en el tiempo se proyecta en ciertas presencias intuidas, o alucinadas en el espacio cotidiano. El vuelo de las mariposas, por caso, es la manifestación de otro orden: “el que las soltaba era un ángel”. Una imagen que retorna en “La mesa de las almas”, también con ese sentido de “mensajera de otro mundo”.
La creación poética remite aquí a la creación universal. Y a la inversa. Así se desprende de “Los comienzos luego del caos”, un inclasificable texto que enlaza nociones del caos y de la creación rastreadas en antiguos textos de filosofía griega y religiones orientales y de la astronomía moderna para cerrar con una asimilación entre los dominios de la ciencia y de la escritura. Pero no es que Groppa retome el lugar común del poema como cifra del universo. En sus textos lo infinitamente pequeño, el poema, y lo infinitamente grande, el universo, están en pie de igualdad, funcionan de modo similar: el azar de una estrella o una palabra puede trastornar el conjunto, y la nueva concepción del caos que surge de los últimos descubrimientos astronómicos no es menos vertiginosa que la próxima página en blanco. La poesía de Néstor Groppa crea su propio universo.
(Actualización diciembre 2004 - enero febrero marzo 2005/ BazarAmericano)