diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Algo caracteriza a primera vista a los personajes de Gustavo Ferreyra: el modo de transitar ámbitos opresivos, la manera de moverse en una zona inestable, en una especie de trasfondo alucinatorio en el que lo real se regenera y refleja actos distorsionados. Siempre antes de que el derecho funcione como letra, los personajes de Ferreyra parecen internarse en la entraña del espejo y emerger dislocados por haber identificado en sí, como una consecuencia lógica, la amenaza exterior. Recelosos, ávidos, paranoicos, obsesivos, buscan torcer el destino de un mundo regido por leyes irracionales y secretas. Mientras se desdoblan para despistar o despistarse, retroceden en su lugar, como los locos, y se transforman en héroes a los que parece sobrarles piel. Son fortalezas subjetivas que oscilan al borde de tentaciones criminales y perversiones cuyo grado varía según las cualidades de su soledad.
Ese campo inestable en el que se mueve el hombre de Ferreyra, esa zona restallada en el escrito gracias al uso del indirecto libre, a la vez que parece amparar seres errantes incluso en su dominio –o errantes precisamente a causa de él–, desenfoca cuánto hecho u objeto se le atraviesa. Atrapados en un conjunto de sospechas, fantasías y pánico que funciona como único lazo humano, todos han sido despojados socialmente. Participar de la economía capitalista parece exigir ese despojamiento, y ahí se funda esa otra moral, la del derecho, que en el mundo de Ferreyra asfixia a cada personaje cada vez que está en juego la necesidad de decidir y de actuar. En este mundo, cuyo vacío coincide con la zona plena del nuestro, el humano conserva apenas la noción de propiedad donde existía la idea de libertad, y desoculta así, en definitiva, en su condición de proto-animal, el axioma del hombre contemporáneo: devenir apolítico en la democracia. Devenir objeto de sí y desatender las pasiones.
En Vértice Gustavo Ferreyra propone tres historias, tres planos que circulan paralelos y se cortan al azar en un punto que es la transposición del infinito. En este caso lo infinito se condensa cuando en el tiempo y en el espacio los personajes coinciden en una esquina de Buenos Aires. Los tres protagonistas son monstruos in vitro. Esta vez la ciudad, un espacio atomizado de manera obsesiva al punto de que cuerpo y mentalidad se vuelven lugares microscópicos de transacción, es el laboratorio de Ferreyra. Los ambientes cerrados que animaban la acción de sus novelas anteriores ahora aparecen invertidos para facilitar esa exhumación del ser contemporáneo que opera, por debajo del texto, como una tesis política. Tal tesis vendría a echar por la borda el presupuesto de que la sociedad de consumo conserva un límite ético en sus contenidos. En Vértice el contenido es el sujeto como objeto: la alineación como proceso. El capitalismo en este vértice no es un proceso histórico sino patológico; no opera como un motor de deseos; por el contrario, es un soporte totalitario que, a punto de ceder ante el peso de la masa anónima, absorbe energías y voluntades contradictorias y tiende hacia la entropía. Un inconfundible temblor azota a los protagonistas cada vez que calculan las posibilidades de su deseo y temen fallar: se enfrentan a la dimensión del otro y descubren, encima, la presencia caótica de una máscara. Todos padecen esa aceleración de la inteligencia propia del paranoico y buscan –o creen encontrar en estados alucinados– el intersticio por el que asoma, delatando la máscara, la verdadera cara. Una cara que, en vez de rasgos, parece portar una inscripción cuyas letras alteran, sin modificar la ley, las garantías del estado. Dentro de cada clase social, nos demuestra Ferreyra, existe el abismo de la otra clase, y ésta lo pone en falta, rompe una legalidad y la prueba de esa violencia imperceptible se traduce en la presencia intrusa de una enfermedad. Se trata de una enfermedad que en los personajes está en el cuerpo o es pura mentalidad, y que es efecto del malestar social por excelencia: cierta paranoia cuya metáfora vernácula es la de la “inseguridad”. La clase media venida a menos parece ser el fruto envenenado que cae tarde del árbol social, y en el ejercicio de la paranoia, en la dilación de la caída y la conciencia de su condición –más cercanos a la pobreza que al bienestar económico–, parecen ocultarse a sí mismos que justamente aquello que no poseen los emparenta con lo visible de las clases bajas. En el otro siempre parece estar a punto de manifestarse aquello que cada sujeto humillado oculta, aquello que los vuelve predicados del mundo.
De ese modo la realidad sometida a continuas mutaciones y proyecciones paranoicas se dispone en secuencias que Gustavo Ferreyra, con un estilo denso y personalísimo pero no por eso excéntrico, va unificando, a través del indirecto libre, como si maniobrara extensos hilos que comunican, de un extremo a otro, paraísos íntimos e infiernos sociales como el de la última crisis argentina.
La central de las tres historias transcurre en el vértice social, la esquina de Cabildo y Ugarte, durante mil novecientos noventa y nueve. El narrador se sirve de esa intersección y la transforma en punto de fuga para erigir una perspectiva social totalizadora. Ahí, un chico de la calle, otro punto de fuga –pero en la escala social–, se instala y pide monedas. Apenas existen para él caras y objetos nombrables. Ha huido de una villa, y desde que ocupó el vértice todo en su vida avanza hacia el presente. Sus pocas relaciones, truncadas por esa temporalidad sin tiempo que lo hunde aún más en su no lugar, son maquinales y prefiguran peligros que aparecen representados en ciertos valores de la clase media. El mayor de estos riesgos no es el de intemperie si no el que proviene de los sistemas sociales de seguridad: el médico y el policial.
En la misma esquina, un kiosquero confecciona planes para eliminar al chico. Siente que el radio de su propiedad ha sido vulnerado, y que en esa exhibición diaria de mendicidad reside la causa última de su fracaso comercial. Pero lo cierto es que ese descastado urbano le sirve como terrible espejo interior; el kiosquero es un exponente de la clase media derrumbada durante la última crisis, y su condición de supervivencia, la superposición del valor de la persona con lo que de ella es visible, queda amenazada por una presencia intrusa, maligna, un motor inmóvil que lo corroe por dentro, desde el corazón de su condición. En definitiva, su apuesta, su malicia imperceptible, consiste en desalojar de sí al muchacho eliminándolo de la realidad inmediata. Desalojar de sí eso que nunca debe verse a fin de conservar un status. Tal es la lógica paranoica que Ferreyra ultima sin moralizar.
La segunda historia es la de un estudiante, Pablo, y en torno a un hipotético itinerario en auto que se extiende de la universidad a su casa, se desarrollan anécdotas y sucesivos flash-back cuya fuerza se engarza con la que ejerce Buenos Aires en el presente del relato. En el pasado de Pablo está diseminado el origen de su mal, y la muerte de su padre, que lo fractura continuamente mientras conduce, no hace más que revelarle, en ese desesperado trayecto que el narrador interrumpe en Cabildo y Ugarte, los trozos de un mundo íntimo unificado por señales de engaño –en su novia– y de imperdonable malicia en su padre muerto.
La tercera historia se desarrolla en primera persona, a la manera de un monólogo confesional, y se alterna con las dos anteriores. El personaje narrador, un director de escuela primaria, glosa su vida, convencido de que el futuro lo ha traído al presente, y que cuando cambie el siglo el futuro habrá configurado un nuevo orden social. El monólogo en cuestión gira en torno a su cáncer, a la inesperada cura, y en torno a lo que aconteció antes, o durante, cuando como director de una escuela fantaseaba romances con pequeñas alumnas. Tras la cura el sentido de su vida parece haberse confinado en el recurso especulativo y en la memoria. El monólogo, si bien no consigue cubrir ese vacío empírico y reparar la amnesia a través de la escritura, al menos alcanza a bocetar, al igual que cualquier relato fronterizo con el diario íntimo, el primer paso hacia el olvido. En la continua elongación del recuerdo y en la imagen omnisciente de su madre –con la cual convive–, el director de escuela se descubre como uno de esos hombres que enarbola su encanto en el Mal, y confiesa haber escrito una novela “incestuosa” que el futuro se llevó. Sin embargo las aristas del monstruo despuntan de a poco. Recién aparece entero, pero a la manera de una figuración cubista, cuando en su auto cruza Cabildo y Ugarte y la simultaneidad de planos congela la experiencia del relato.
Como muy pocos libros actuales, Vértice explora y postula la materia de una ciudad dispersa y crispada en las mentes, y cumple quizás una ambición genérica de la literatura: transportar el mosaico de percepciones y experiencias humanas a un mundo percibido por el lector como totalidad social. Ferreyra nos demuestra que esa totalidad posee una forma significativa y que además es transmisible. En cada pieza o plano de esa forma –son tres los protagonistas, pero podrían ser millones y la totalidad no variaría– está entera e inscripta, a la manera de una parábola kafkiana, la sentencia social.
(Actualización abril - mayo - junio - julio 2005/ BazarAmericano)