diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
Hebe Uhart es ya una presencia en las nuevas editoriales argentinas de autor, aquellas que se construyen desde hace unos años como espacios que arman una línea de lectura. En el año 2003 apareció en Adriana Hidalgo Del cielo a casa (reseñada en bazaramericano por Osvaldo Aguirre) y a fines del 2004 Interzona editó Camilo asciende y otros relatos, una recopilación de textos de distintos libros, que agrega un nuevo cuento, “Cartas de un colono” y abre con un lúcido prólogo de Elvio E. Gandolfo.
El libro vuelve a traer a escena la singularidad de la escritura de Hebe Uhart, su aspecto de distinción, su persistente modo de desentonar en la narrativa argentina contemporánea. Sus textos no se parecen demasiado a los de nadie. Entonces, el efecto primero y repetido del lector es el de estar afuera. Pero esta incomodidad se transforma, rápidamente en otra cosa, en un mundo donde todo sucede sin dramatismos, o mejor, lo dramático se produce a partir de una especie de distracción o de un vacío. En “¿Cómo vuelvo?” una maestra que vivió toda su vida con el marido, en un pueblo de “cuatro cuadras con casas”, va de viaje con sus alumnos a Embalse y allí, sin saber cómo, termina acostándose con el profesor de gimnasia. No se trata de una relación amorosa o del comienzo de otra historia, porque en la narrativa de Uhart todo termina como empezó, casi casualmente y sin explicaciones. En “Leonor”, sucede algo similar. La madre va a visitar a Hugo, su hijo, a Buenos Aires y se queda, literalmente, viviendo en la pieza de alquiler. Un día va a bailar y conoce a un rubio que pasará a ser su pareja. Luego el rubio desaparece. Y ya. Pequeñas historias sin heroísmos. De eso se trata la narrativa de Uhart. Pero además, lo que se destaca es un modo de narrar distinto al tradicional y –como efecto de lectura- alejado de las experimentaciones vanguardistas. La narrativa de Uhart elude las explicaciones, da saltos en abismo sobre el argumento. Sobre las primeras podría leerse la tensión máxima en “El predicador y la isoca” (un texto perteneciente a El budín esponjoso de 1977); allí el predicador explica en tono académico y usando el latín la diferencia entre natura naturans y natura naturata en Leibniz y la isoca hace que escucha e interrumpe repetidamente el monólogo del maestro, anunciando que va a ver si llueve o si ya no llueve, para luego desaparecer. Alguien habla de cuestiones filosóficas en un tono de púlpito, didáctico y un insecto –la Regina Isocarum, como la llama sobre el final el predicador- no le presta atención, hastiada de la pesadumbre de las explicaciones. Así, en “El predicador y la isoca” se lleva hasta un punto de inflexión máximo –convertido en destrucción humorística de las fábulas- un principio de la narrativa de Uhart. Este desapego del componente explicativo como centro de la narración está en contacto directo con los vacíos de la acción, con lo que no se cuenta. En “Las abejas son muy rendidoras” el título reaparece recién al final de la historia de un niño que a medida que crece cambia de trabajos, luego se hace cura y termina empleado en un colegio. Esto es lo que cuenta el relato. Sin embargo, cuando termina el cuento, el título, aquello que supuestamente marca lo que va a suceder de alguna manera, aparece como opción no desarrollada, como deseo, borrando la importancia de todo lo anterior: “Y tengo paciencia, y estoy de buen humor, porque pienso que en cuanto pueda, me voy a ir al campo a criar abejas. Las abejas, ¿sabe lo rendidoras que son?”.
Y son los personajes también los que parten de esta “falta”; los personajes y los narradores. Es la nena la que no entiende nada de esa visita inesperada de un pariente de afuera en “Mi tío de Lima” y las acciones fuera de lo habitual que esa visita genera, el orden en la casa, la puesta de la mejor vajilla y la mantelería, para recibir al que luego se sabrá que es José, el hijo de Juanito y no el hijo de Cayetano y viene a comunicar el estado de una familia lejana a partir de una serie de muertes anunciadas en cadena. Lo que la nena llega a saber es poco, el relato tendrá que ver con cuestiones aleatorias, con miradas punzantes sobre lo que la visita del otro, como ruptura de lo habitual, produce. Porque es lo habitual, lo cotidiano, aquello que no suele ingresar a la literatura lo que aparece en la narrativa de Uhart. En “Querida mamá” se ve con toda claridad. Una mujer le escribe una carta a su madre, a la que no ve hace mucho tiempo, y el modo de escritura de la carta da la pauta del modo de narrar de Uhart. Se pasa de una cosa a la otra, todas precedidas por una especie de distracción. Su trabajo corrigiendo pruebas de los alumnos o el departamento donde vive ahora se mezclan con una alusión a la vida en los años de la dictadura; el nombre de su gato o cómo vendió o regaló ciertos objetos con la mención fundamental sobre cómo se le pierden las cosas y qué encuentra cuando las está buscando: “Ahora cuando no quiero una cosa, no la tiro, se me pierde, aunque después me vuelve a interesar de nuevo y sé que en algún momento va a volver.”
Desde estos olvidos, desde estos vacíos, se escriben los cuentos de Uhart. Los vacíos también están en la falta de respuesta (como en “Cartas de un colono”) y en lo que no comprenden los personajes que suelen estar perdidos en un mundo mínimo. En la novela, Camilo asciende (publicada por primera vez en 1987) adquieren mayor desarrollo los modos de la carencia. A Teresa le falta interés por la mayor parte de las conversaciones y no sabe leer, María nunca tuvo la muñeca que quiso ni el vestido apropiado, Atilio sólo se entiende con la naturaleza, caza bichos, mira sapos y mariposas, la nena nunca tiene bombacha y es Camilo, el hermano mayor, el que tendrá algo, en ese periplo que se repite en la narrativa de Uhart, el del ascenso social, el del viaje a la ciudad, que siempre implica dejar a alguien en el camino casi naturalmente. Alguien se queda porque no está dispuesto al movimiento que se impone desde afuera. Y suele ser el hombre, el jefe de la familia sustituido en algún punto por el hijo “emprendedor”.
Pero casi siempre es el vacío como distracción el motor que mueve a los personajes –también el azar, en sus parecidos- y será, siempre, el modo en que se narra. Como un picnoléptico que cada tanto entra en estados de ausencia: ahí, algo se pierde, pero a la vez se gana en el movimiento del texto porque la ausencia queda como marca y también da cuenta de un desinterés meditado por los protocolos clásicos, por hacerse cargo de contar una historia con desarrollos complejos y explicaciones que la sustenten. Uhart elige este borde y allí escribe esa literatura rara y fascinante. Los lectores también ingresamos por este límite y nos quedamos –al fin, sin exigir otra cosa- con esos cuasi relatos que nos llevan de un lado al otro como lleva las plantas la mujer del primer cuento, “Guiando la hiedra”. Optamos, además, por el que no sabe expresarse, por el que queda suspendido mirando una figura de la iglesia, o un gorro, o un reloj de cadena sin entender demasiado y no por los buenos decires (siempre parodiados) como los del los curas o las maestras, o el tío Pipotto en Camilo asciende. Porque con Hebe Uhart, uno aprende a leer de otra manera. Y uno está, sin lugar a dudas, entre los que se quedan.
(Actualización abril - mayo - junio - julio 2005/ BazarAmericano)