diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La publicación de tesis doctorales es uno de los signos de la crítica literaria y cultural argentina de los últimos años. Clausura del periodo de iniciación y definición de una voz crítica, el género tesis ha permitido extensos libros articulados alrededor de un problema o de un autor a los que se trata de asediar con exhaustividad (la exhaustividad es una de las condiciones del género). Tanto la exigencia de hacer el doctorado en las universidades argentinas como la cantidad de estudiantes argentinos que emigraron a las universidades norteamericanas (donde el doctorado es el objetivo principal) hicieron que la escritura de la tesis se haya convertido en un hito necesario en la carrera de los críticos, y si bien no poseo datos exactos, estoy tentado a asegurar que más de treinta títulos publicados en los últimos cinco años son el resultado de este nuevo panorama. No es, creo, un fenómeno desdeñable.
La situación en la que se producen las tesis de la academia norteamericana son totalmente diferentes a las condiciones locales: en primer lugar, funcionan como una herramienta para buscar trabajo y están, por lo tanto, mucho más condicionadas por el mercado lo que, muchas veces, se presenta como una elección. En segundo lugar, los planteos críticos se vinculan a otro tipo de debate, mucho más orgánico e institucional, pero también más pendiente de una agenda que se diseña según el poder que acumula cada área (como sucedió, por ejemplo, con los estudios postcoloniales). Por último, mientras en las tesis argentinas el trabajo de archivo linda con la proeza (llegando a veces a funcionar como legitimación suficiente del propio trabajo crítico), en las investigaciones realizadas en las universidades norteamericanas se da por supuesto, ya que las inmensas bibliotecas son lugares abiertos, accesibles y públicos y nadie se sorprendería si alguien se apareciera con un incunable del siglo XVIII. Son varias, entonces, las dificultades que enfrenta una tesis realizada en el exterior por un emigrado argentino: cómo construir un objeto que, estando en consonancia con los debates norteamericanos, no deje de tender un puente hacia los debates argentinos; cómo conciliar las demandas del mercado laboral y la pasión crítica; de qué manera, en fin, incorporar la presión teórica en la matriz de un problema que surja no de la moda sino de la propia experiencia de lectura. Tal vez ésta sea una introducción demasiado extensa sólo para decir que Sueños de exterminio (Homosexualidad y representación en la literatura argentina) de Gabriel Giorgi logra sortear con lucidez todas esas dificultades. Al optar por estudiar la homosexualidad en la literatura, Giorgi (quien estudió en la Universidad Nacional de Córdoba y obtuvo su doctorado en New York University) interviene activamente en los estudios gay y queer y se suma a los varios autores que han estado abriendo el debate en la crítica argentina (desde los aportes académicos de Sylvia Molloy, Jorge Salessi y Daniel Balderston, a los más periodísticos de Osvaldo Bazán o a los trabajos pioneros de Néstor Perlongher y Zelmar Acevedo). Atento a los diferentes procesos sociales recientes (basta ver los pasajes que el libro dedica a la unión civil entre homosexuales en la ciudad de Buenos Aires), Sueños de exterminio no sólo se preocupa por interpretar textos sino que conecta mundos: escritura literaria, imaginario social y reivindicaciones de las minorías. Finalmente, pese a citar con insistencia a Giorgio Agamben, Eve Sedgwick y Michel Foucault, en ningún momento se tiene la sensación de que estos funcionan como salvavidas o citas de autoridad: están ahí para servir a un argumento conciso e implacable, el que sostiene que en las “narraciones de sueños de exterminio” hay un “nexo entre homosexualidad, exterminio e imaginación del fin” y en los que “la homosexualidad es forzada a ejemplificar, una y otra vez, un destino de desaparición”. Con este escueto y poderoso punto de partida, Giorgi recorre textos literarios para investigar cómo la homosexualidad encontró un “destino ontológico paradójico”, en el que aquello que la hace existir es lo que la condena a no ser. Es decir: la homosexualidad es aceptada en el relato con la condición de que sean eliminados aquellos que la practican.
Sueños de exterminio se articula, entonces, alrededor de dos cuestiones: qué papel desempeñó la homosexualidad en la imaginación literaria argentina y qué es lo que revela esta figuración de la homosexualidad en la implementación de lo que Deleuze llamó “sociedades de control”. Como Giorgi se niega a escribir, pese a que el tema lo auspicia, un libelo panfletario o un pronóstico del apocalipsis, la segunda cuestión se subordina a la primera y el estilo que prevalece es el del examen, la argumentación y la persuasión. De hecho, una de las virtudes del libro está en el corpus que recorta para probar sus hipótesis: “La invasión” y Plata quemada de Ricardo Piglia, Cuerpo a cuerpo de David Viñas, Diario de la guerra del cerdo de Bioy Casares, Tadeys y “El niño proletario” de Osvaldo Lamborghini, la obra de Néstor Perlongher y Vivir afuera de Rodolfo Fogwill. Dejando de lado los casos más previsibles de Perlongher y Lamborghini, Giorgi sale a buscar esos sueños de exterminio allí donde uno no esperaría encontrarlos: a veces con manifestaciones literales (Piglia o Viñas), a veces en alegorías desplazadas (Bioy Casares).
Los actores genuinos de estos sueños son los cuerpos. Cuerpo frontera en Piglia, residual en Viñas, “cuerpo que se hace” en Lamborghini, cuerpo final en Perlongher, errante en Fogwill o paradigmático en la máquina biopolítica: hay infinitos cuerpos en el libro, que no cesan de acumular atributos o afectos a lo largo del texto. La capacidad transformadora de los cuerpos no es, sin embargo, absoluta. De allí que Giorgi disienta con Giddens y su concepto de “sexualidad plástica” que sostiene que la distinción radical entre político y natural funda un nuevo orden en el que la sexualidad aparece emancipada de toda idea de naturaleza. En oposición a este concepto de Giddens, Giorgi nos entrega un cuerpo que sin ser completamente cultural (plástico) tampoco es completamente natural (biológico). Así, el hecho de que el cuerpo del homosexual sea improductivo es uno de los núcleos (naturales) del relato (cultural) de exterminio y ambos se dan forma recíprocamente. Pero en ese límite nunca evidente es donde se reinscriben como normas culturales ciertos rasgos biológicos que se naturalizan, sobre todo el de la no reproducción que, para Giorgi, configura el núcleo del escándalo del cuerpo homosexual. Por eso el discurso biólogico del higienismo es tan central para que el Estado pueda determinar los atributos de los cuerpos, y por eso también el “sueño de exterminio” es, en realidad, una pesadilla que viene del siglo XIX y que se reinventa, como modo de experimentar las relaciones entre escritura y Estado, en las obras literarias del siglo que acaba de pasar.
Por su poder de interpelación, el lugar de estos cuerpos no es exclusivamente el escenario de la representación. Los relatos sobre homosexualidad son performativos: no describen un cuerpo residual o errante sino que lo relatan, y al relatarlo, lo inventan. Antes que representados, son el lugar en que una obra funciona: el nexo entre escritura, imaginación y poder. Sirven como diagnóstico del poder (la situación de exclusión o la dominación de unos cuerpos sobre otros) pero también lo producen (por todo esto, resulta extraño el uso del concepto de “representación” en el subtítulo del libro). Con un corpus que no está dado previamente sino que se construye a partir de la hipótesis de los sueños de exterminio, Giorgi muestra cómo descripción y performatividad son parte de un mismo y único fenómeno: el de una literatura que da forma a los imaginarios sociales.
Ahora bien, ¿de dónde vienen estos sueños de exterminio, dónde se originan y quién se propone llevarlos a cabo? Esta pregunta, tal vez afortunadamente, no encuentra en el libro una respuesta fácil o de compromiso. Giorgi tiene la inteligencia suficiente como para no desembocar en una localización fija que venga a resolver de antemano cualquier indagación. Sylvia Molloy, en la contraportada que escribió para el libro, subraya esta inestabilidad al decir que la homosexualidad “se desliza en los discursos de la salud, de la ley, de la ciudadanía, o aparece asociada arbitrariamente con otras figuraciones abyectas a fin de volverla más pasible de discriminación, de condena”. Por momentos su lugar parece ser el Estado, a veces la “sociedad de control” pero también los textos literarios y la imaginaciones colectivas. Cuando la exposición se vuelve más maniquea, Giorgi tiende a ver la homosexualidad como una resistencia que se encuentra con el pueblo como residuo (eso sucede en la lectura, de todos modos muy aguda, del relato de Piglia). Pero cuando Giorgi se deshace de los tópicos apocalípticos o de los panópticos que lo explican todo, cuando su discurso se niega al “anacronismo que denegaría el fait accompli de la asimilación social y de la incorporación de la homosexualidad a los códigos sociales y culturales”, cuando, en fin, sostiene con Perlongher que en Argentina “agredir putos es un deporte popular”, el homosexual se presenta como una marginalidad que salvaguarda del populismo, y los sueños de exterminio se tornan ubicuos y se ramifican. Pero estas ramificaciones no son amorfas y permiten recorrer una línea de poder que va construyendo un patrimonio público (nótense las características patriarcales de la fórmula). Y aunque eventualmente la misma víctima pueda acudir a ese patrimonio, al punto de que pueden ser encarnados por el propio homosexual (fascinación “frente a la magia de una autoridad irrevocable y deseada”), en la historia argentina fue el Estado quien lo encarnó más de una vez, sobre todo a través de una de sus instituciones: el ejército. Así, en los análisis de los textos de Piglia y Viñas, Giorgi desmonta el funcionamiento de un mecanismo de control que tuvo su representación escrituraria más emblemática en el sello que se colocaba “en tinta roja” en los DNI: ADF (“ano dilatado por fricción”) o OAD (“orificio anal dilatado”) en lo que Giorgi llama “una poética del diámetro”. En los otros capítulos, Giorgi se ocupa de la belicosidad (no necesariamente ligada a los gays) que encierran todos estos enfrentamientos, exclusiones y exterminios en los textos de Bioy, Perlongher y Lamborghini. Finalmente, en el ensayo sobre Fogwill es donde el programa crítico del libro se evidencia más claramente: ya no se trata de los cuerpos que se transforman en los textos sino de pensar su “constitución política”. En Fogwill hay, claro, atribuciones del cuerpo pero la marca más importante es la que hace que éste se enfrente a la “exterioridad”, al “vivir afuera”. Acá, el cuerpo que va a morir inesperadamente se ríe, goza, no porque va a morir (nada de Bataille) sino porque descubrió de ese modo cómo interpelar a un poder que cree que los cuerpos son de una manera o de otra, que son fijos y determinados. Con Vivir afuera asistimos, por todo esto, al final del siglo XIX, es decir, al final de una determinada concepción de los cuerpos que subsistió en el siglo siguiente como base de esos sueños de exterminio.
Apasionante y bien escrito, este primer libro de Giorgi suscita en el lector la composición imaginaria de una segunda parte: cómo no recordar los cuentos de Lugones sobre Sodoma, El matadero de Esteban Echeverría, Las ratas de José Bianco o los relatos de Mujica Láinez… Quizás algún día el mismo Gabriel Giorgi nos entregue nuevas prolongaciones de estos ensayos. Mientras tanto, leer esta segunda parte como si estuviera escrita con tinta invisible en las entrelíneas del libro no es uno de los menores placeres que nos depara Sueños de exterminio.
(Actualización abril - mayo - junio - julio 2005/ BazarAmericano)