diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

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Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

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El viaje subterráneo de Wilcock
El templo etrusco, de J. Rodolfo Wilcock, Buenos Aires, Sudamericana, 2004, 218 páginas. Traducción de Ernesto Montequín

El Consejo Municipal de un pueblo de provincia decide construir un templo etrusco en medio de la Plaza de los Caracoles. La construcción, además de favorecer el desarrollo turístico del barrio en beneficio de los comerciantes de la plaza y los alrededores, estaría destinada a “encauzar de manera científica y moderna el tráfico de la rotonda”. El pueblo efectivamente tiene pocas atracciones disponibles para los pocos turistas de paso: una cárcel antigua y el “Pozo de las Ánimas” -también llamado “Pozo Milagroso de Lucrecia Borgia”. En realidad ni siquiera es un pozo “sino un gran agujero abierto muchos años atrás por la explosión de un negocio clandestino de venta de fuegos artificiales, un boquete rodeado por la más despojada de las barandas.” En cuanto a la cárcel, “en realidad no tenía más de treinta años y había sido enteramente construida bajo tierra, a diez metros de profundidad”. En este pueblo sin nombre todo tiende hacia abajo, eso es evidente; hay algo cuya naturaleza tiende hacia abajo, hacia el centro de la Tierra; algo a lo que es difícil contrarrestar voluntades y teorías, esfuerzos y sufrimientos: no importa qué construcción se lleve a cabo, pareciera que una fuerza negativa lleva todo hacia adentro.

El Consejo Municipal busca una mano de obra genuina, pero los etruscos no son fáciles de encontrar en estos tiempos. De modo que deciden encargar la construcción a un empleado de la empresa telefónica que se encuentra en plena tertulia polémica del Consejo reparando la línea y que aporta, como al pasar, una idea genial: confiar la construcción a tres negros desocupados. No se sabe con certeza si los etruscos eran negros, pero “después de haber pasado tantos siglos en la oscuridad de la Historia no sería raro que se hubieran vuelto negros”. Atanassim, el joven telefonista, es nombrado capataz de la obra, y lo que sigue es difícil de transcribir. Todo es revuelo, juegos, gritos, asesinatos. Y un rápido excavar hacia las profundidades de la Tierra, como se ha visto, tendencia natural por esos lares.

El proyecto de Atanassim es decididamente aleatorio, en nada parecido a las perspectivas minuciosas provistas de sombras, árboles, nubes y transeúntes: su dibujo es infantil, un cono truncado con una espiral alrededor, algo parecido a un pan de manteca o a una torta de bodas barata. Un Vesubio de juguete, un torreón que un enemigo circunstancial ni siquiera se tomaría el trabajo de conquistar, “porque todas las escaleras tanto internas como externas ya se han derrumbado por acción del tiempo y el centinela no está en condiciones de llegar a su garita si no es con la ayuda de una soga igualmente raída y peligrosa”. Lo que fallan son las distintas concepciones prácticas para la construcción de un templo etrusco: Atanassim confía en que hacen falta hombres capaces de empuñar las herramientas y de levantar cuatro paredes, “colocar una puerta y dos ventanas, cubrir todo con un techo y con la misma rapidez revocar interiores y exteriores, agregar una somera vereda alrededor, un rudimento de pináculo encima del techo, y finalmente, como si fuese la cosa más natural del mundo, darle el último toque a su obra pegando, digamos en la entrada, una cabeza de Medusa de yeso.”

Así es como según Atanassim se hace un templo, no como lo entienden sus etruscos: rompiendo bicicletas, azotando a los compañeros, inventando mentiras, despedazando caballos, automóviles, hombres y perros, arrasando jardines y decapitando vírgenes. El problema parece ser la pueril pasión que los etruscos sienten por el juego, el deseo desenfrenado de, como Sísifo, convertir toda obligación en entretenimiento. Los etruscos, a cada nueva destrucción, no dejan de mostrarse desconcertados: no saben resistirse a la tentación del Homo Ludens; nadie puede, y quien asegura algo semejante no recuerda o no conoce ese “desapego beato, ese suntuoso embeleso que borra toda duda y todo sufrimiento, toda decencia”.

Pero Atanassim siente que no debe retroceder, porque ese es el destino inevitable de todo creador: edificar su obra en condiciones tan adversas que ningún otro que no se encontrara poseído por el fuego de la inspiración habría podido tolerarlas. Wilcock sentencia: “Toda obra de arte, toda afirmación del espíritu no sólo implica un poderoso misterio inicial, o sea el hecho de que un intelecto meramente humano y terrenal haya podido concebirlas, sino que también encierra un enigma, acaso más desconcertante e irreductible aún, de cómo las fuerzas y las facultades necesariamente limitadas de un hombre han conseguido llevarlas a término.” Sólo Atanassim sabría cuántas dificultades habría debido vencer para construir ese templo admirable; sin esa base de sangre, sudor y lágrimas ninguna obra dura, nada es imperecedero: “Lo que se ha construido sin esfuerzo, sin esfuerzo se destruye.”

Atanassim cree con fervor en el poder del pensamiento. “Después de todo -dice Wilcock- el mundo de los hombres es un mundo pensado, no una acumulación de hechos materiales sin orden ni sentido.” La Historia -lo poco que sabemos de ella- lo demuestra: el pensamiento impone siempre un orden a los hechos, los crea de la nada para luego someterlos. A veces parece que los acontecimientos recobran su antiguo predominio y se precipitan sobre los hombres “como una horda de bárbaros al galope”, destruyendo a su paso el resultado de siglos de perseverancia humana. Pero es una ilusión: los bárbaros -nos dice Wilcock- también son hombres, su carrera es un acto de voluntad, “y el poder de un pensamiento suficientemente fuerte [...] muchas veces basta para detener y alejar a ejércitos enteros de invasores.”

Los etruscos, aunque se vistan de Homo Sapiens, no son más que niños. Cuando no queda más que un cráter desierto, sin saludar, se marchan, llevándose consigo las enseñanzas que la madre de su capataz les impartió antes de morir, una verdadera tabla de las leyes wilcockiana.

El templo etrusco es una “novela menor”, en el sentido que pueden considerarse menores El castillo de Kafka o Dios sabe de Joseph Heller. Wilcock era un ambidiestro narrativo, se movía con aceitada agilidad en todos los géneros, era un virtuoso en todos los estilos. Ahora bien, por eso mismo no existe un estilo wilcockiano: lo que existe es una lengua wilcockiana.

No pretendo insinuar que debemos honrar a un olvidado de aquella forma de juego desenterrada de vez en cuando para nosotros por el propio Wilcock; siempre contó con amigos que no se cansaron de señalarlo; pero no se leía, o casi no se lo leía. De él podría decirse lo que Heissenbüttel decía de Arno Schmidt: “Un escritor popular, pero impedido”. Y eso que sería posible consumirlo en la cocina, en mi opinión, como los Viajes de Gulliver. No conozco otro escritor que haya observado mejor la lluvia, llevado con tal frecuencia la contra al viento y dado a las nubes apellidos tan literarios. Mil y más instantáneas, tanto en tierras planas como en el pozo más oscuro. Al producirse cierta humedad atmosférica particularmente apropiada para él, deja la técnica de las instantáneas y pinta una acuarela: Podría hacerse una lista interminable de citas sin la menor dificultad y encargar una docena de trabajos de seminario, o más: Juan Rodolfo Wilcock y el clima; los albañiles en la obra de Juan Rodolfo Wilcock; las esperas en Wilcock; la verdad, el pensamiento, el corazón en la obra de Wilcock: “Incapaz de acometer la penosa tarea se sentó sobre un montón de tierra mojada y retorciéndose las muñecas por el remordimiento se echó a llorar, como si debajo de la grasa hubiese tenido un corazón, y ese corazón se hubiese hecho añicos.”

El espacio que me fue concedido para alabar y encomiar se agota. ¿Deberé hacer constar rápidamente todavía alguna relación entre Wilcock y Cavazzoni, entre Wilcock y Maslíah? ¿O satisfacer la necesidad más apremiante de nuestros tiempos y reducir a este autor a un denominador común? No, mejor leamos El templo etrusco, donde encontraremos, incrustado en las últimas páginas, el credo de Wilcock: “La belleza y el bien no existen por sí solos, sino que son los hombres los que deciden en cada época y lugar qué es lo bello y qué es lo bueno, y no nos cabe a nosotros refutarlos: si quieres llamar noche al día deberás emigrar a una región donde llaman noche al día.”

 

(Actualización abril - mayo - junio - julio 2005/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646