diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Murciélago y bulldog
Muchos poemas, de Roberta Iannamico, Ediciones Voy a salir y si me hiere un rayo, Buenos Aires, 2009.


Con la publicación de Muchos poemas aparecen dos animales nuevos, por lo menos, en el repertorio animal de Roberta Iannamico (Bahía Blanca, 1972): un bulldog y un murciélago. Ya en El zorro gris, el zorro blanco, el zorro colorado había zorros fantásticos de todos colores, una vaca parecida a una provincia que masticaba el sol con una teta que se encendía de noche, como una lámpara, y un caballo con un ojo azul y otro marrón. En esos ojos se podían mirar el mar y la tierra, según las preferencias del observador (“El baldío es abierto como un mar”), y esto es importantísmo porque en esos animales que eran criaturas tramadas por la imaginación, podían verse otras cosas aparte de ellos mismos. En El collar de fideos (2001) hay todavía un perro, el Bandido, que de pronto es percibido como otro al pasar por un lugar siniestro donde hay árboles tensos “como brujas” (“Frente al castillo”), pero la operación es distinta. El “como” es nuevo en relación al libro anterior, y marca la diferencia entre las cosas y lo que la percepción viene a superponer sobre ellas. Los adjetivos son los que se encargan de agregar esa nueva capa al sustantivo, como los “árboles tensos” o el “bosque brumoso” de ese poema. En este caso, el objeto nuevo que surge de un adjetivo y un sustantivo que se encuentran es nada menos que el mundo en la mirada de alguien.

Por lo demás, los animales de El collar de fideos son dos pumas que se describen a partir de su color por estar en un lugar en el que todo, como ellos, es amarillo (“Dos pumas”), y un perro blanco que brilla bajo nubes de tormenta. El ojo, atento a lo que está afuera, capta esas extrañas conjunciones por las cuales en un instante el paisaje y las criaturas se parecen. También hay un pájaro que canta a la puerta de una casa y la que está escuchando, oído que se relaciona con la naturaleza como cosa de todos los días, no sabe, dice, si abrirle o no (“Un pájaro llama a mi puerta”). Lo que tienen en común la vaca, el caballo, el puma, el perro y el pájaro es que ninguno podría darnos miedo. El universo que surge de los libros anteriores de Roberta Iannamico es mayormente hospitaliario y amable. Puede tomar la forma de un patio de juegos o de un pueblo de provincia pero rara vez es amenazante. Y si lo es, se debe al trabajo de la imaginación, que superpone climas ominosos como si de repente, en el medio de un paseo, se confundieran el espacio del mundo real y el de los cuentos.

En Muchos poemas, en cambio, hay dos bulldogs: uno que ladra detrás de unas rejas, lleno de odio (“Callejón”) y otro que funciona como ilustración de la palabra “agresividad”. “Agresividad”, dice el poema, “como la de un bulldog blanco/ atado/ pegando saltos hasta ahorcarse/ para salir a morder” (“Perros”). No se sabe a qué o a quién se atribuye esa agresividad, pero en otro poema que se llama “Sacada” la poeta dice: “Recién era yo/ como los perros cuando se ladran/ se gruñen/ se muestran los dientes”. Esas imágenes de violencia representadas por los animales se revierten entonces en la figura del sujeto que enuncia los poemas y que ahí alude a “mi palabra hiriente”. Esta violencia, esta capacidad de herir, son algo nuevo que irrumpe con fuerza en el mundo de Iannamico, con una potencia que desgarra ese repertorio donde entraban palabras como “pájaro”, “siesta” y “amor”, los nombres de flores y las cosas domésticas, pero nunca “bulldog”, “hiriente” o “agresividad”. Hay entonces una ampliación del repertorio verbal, de las imágenes y de las zonas de experiencia a las que éstas dan forma, y sorpresivamente, el “yo” que habla en esta serie de poemas también dice “Hoy cuido el fuego/ actividad por la que puteo/ pero que también/ me tiene enamorada” (“Invierno”).

La nena-madre-mujer que se miraba al espejo, se pegaba pétalos en las mejillas y caminaba por el campo maravillada, ahora maldice y se reconoce agresiva, sacada, fastidiada por una tarea, a veces seria. Y también se descubre pensando en la muerte. Pero el movimiento que va de los libros anteriores a Muchos poemas no es el de un cambio de tono radical, porque como siempre, en la poética de Iannamico todo se encuentra mezclado, revuelto. La niebla puede parecer tanto el velo de las novias como el de los muertos (“Niebla”), y entre los ruidos de la noche se le suma, al canto de un pájaro, el aleteo de un murciélago (“Noche”). La casa es un refugio cálido cuando llueve en un día de verano (“Lluvia”) pero también el lugar donde los platos esperan sobre la mesada cuando se preferiría mirar por la ventana (“Dejada”), y la sangre roja, tibia, es líquido que sostiene la vida en un poema que recorre el cuerpo como si lo descubriera por primera vez (“Anatomía”) pero adopta un sentido más perturbador en ese otro poema que se pregunta “¿Por qué a veces me dan tristeza/ pena/ los seres humanos?” y que termina con esos mismos cuerpos sobrecargados de pensamientos que los recorren como sangre púrpura (“Humanidad”). Es que si antes lo más representativo de la poesía de Iannamico consistía en momentos de soledad y de una percepción atenta de la naturaleza, ahora también se piensa en los otros (la palabra “humano” es recurrente en este libro), con piedad pero también para decir, como pide el título de un poema, “Déjenme sola”.

Esta capacidad de dar cuenta del carácter complejo de las cosas se debe en parte a una cuestión de arquitectura, porque en muchos casos hay dos o más poemas que trabajan sobre el mismo motivo registrando pequeñas variaciones, y porque el efecto que produce en este libro la cantidad -se trata nada menos que de 116 poemas- no es el de recorrer postales detenidas y fijadas en el tiempo sino que por momentos se parece más a dar vuelta las hojas de un diario. El mundo de Muchos poemas es por eso un mundo en movimiento, donde las cosas pueden tener tanto un signo como el opuesto y donde pasan, con una variedad que se precisa en el apunte de los cambios mínimos, las estaciones, los estados de ánimo y los objetos. Entonces, una metáfora de la vegetación: si los poemas de Roberta Iannamico fueran hojas de un árbol, serían las de uno de esos que echan hojas hacia afuera, que a medida que se desarrollan amplían el diámetro de su copa, y no de los que crecen apuntando al cielo. Quiero decir, no un álamo sino un tilo, un paraíso.

Y aunque a veces se mire al cielo, el trabajo de Iannamico con el lenguaje no tiende a transmutar las cosas en reflexiones abstractas. No hay una filosofía sino más bien un amor que consiste en nombrar como pegándose al objeto, con un contacto limpio. Ese trabajo está cifrado en sintagmas como “yuyos al natural” (“Dejada”) o “cielo/ celeste perfecto” (“Nubes”). Se trata de hacer palpable, mediante las palabras, la desnudez de ese mundo cercano y tan perfecto en su simplicidad como un cuerpo desnudo (“Cuerpo humano”) para que los poemas sean como ese árbol que “creció sobre una piedra/ se adhirió a ella/ tomó su forma exacta/ la raíz no podía penetrar/ como en la tierra/ era un árbol que vivía de la lluvia/ o del aire/ o del amor a su piedra” (“Piedras”), incluso cuando se presenten la muerte, la violencia, o esos perros desesperados por salir a morder.

(Actualización abril-mayo 2010/ BazarAmericano)





9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646