diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Lucas y Daiana son dos adolescentes marginales. Su padre fue exonerado de la policía por abuso de arma, eufemismo que intenta borrar un crimen. En sus actos reproducen la violencia en que han sido formados. A diferencia de Lucas, que actúa apenas por encima del instinto, Daiana es capaz de pensar. Pero el pensamiento, en Daiana, es un simple disparador de acciones ciegas. “Si los dejás hablar, te pueden”, dice. Al fin y al cabo, es una chica capaz de matar por la plata que necesita para comprarse un par de zapatos. No sólo carece de lenguaje sino que ve en el lenguaje el arma de los otros. El lenguaje y la violencia describen así campos antagónicos en “Cría de asesinos”, el relato que cierra y da título al libro.
Según se encargó de aclarar el propio Andrés Rivera, su intención era publicar ese relato e “Iniciaciones”, que abre el libro. Dos relatos bastante largos pero no lo suficiente, al parecer, para justificar la impresión de un volumen. En consecuencia agregó una serie de cuentos con el título de “Turno”: historias protagonizadas por mujeres, de un erotismo sombrío, donde la sexualidad aparece como humillación y sometimiento del otro, ejercicio de poder sobre el cuerpo de otro. “Puntual pero fulgurante”, el más breve, es el que mejor formula esa obsesión: un hombre pasa doce años preso por un crimen que cometió en obediencia a una mujer; esa mujer es su tía y su amante; él está dispuesto a volver a matar.
El tema de la dominación de las mujeres puede ser leído, con mayor o menor relieve, a través del libro. Sin embargo, ese es el emergente del verdadero núcleo de la escritura de Rivera, aquello que configura su modo de narrar y explica las reiteraciones, la economía de palabras, el silencio: la violencia como un vínculo, la violencia de los vínculos físicos (más que sexuales, dada la frialdad de Rivera), la ausencia de lenguaje. “Iniciaciones” se despliega a partir del instante en que su protagonista, el abogado Gustavo Cárdenas, recuerda su relación con una mujer mayor, en la época de la dictadura militar. Una especie de ninfómana y un inocente, figuras que se complementan como el amo y el esclavo y también como los actores de un incesto. Hombre sin escrúpulos, hijo de la clase media que pretendió no saber nada del horror circundante, Cárdenas exhibe cierto savoir faire: obtiene provecho de lo que escucha y, sobre todo, no cree en la ley. En su práctica, la ley es simplemente un instrumento del que se obtiene beneficio. Corre, en los recuerdos que desata una voz que habla desde el pasado, el año 1976, el principio de una etapa histórica signada por la falta de ley.
Aquella mujer lleva un apellido cargado de historia, fundacional, que existe “desde que el país es lo que es” y se proyecta incluso más allá, a España, hasta la batalla de Lepanto. Pertenece a “un linaje fundado con tripas y apuestas de vida y de muerte”. Sin embargo, esa violencia de la historia nacional es distinta, parece sugerir Rivera, a la violencia del presente. Hay continuidades obvias: a través del padre que representa a la ley y la viola sin escrúpulo, Lucas y Daiana son productos del terrorismo de Estado. Pero es significativo que el padre no se reconozca en sus criaturas: no ve nada en los ojos de sus hijos y aunque lo formule de manera perversa, ya que en realidad busca en ellos el temor, la sumisión, “el orgasmo que la penuria ajena le concedía”, en definitiva sugiere que falta lo que podría considerarse humano y esa es una mirada que sus hijos no pueden hacer. Lucas y Daiana viven de acto en acto; el otro, para ellos, es Arturo Reedson, “el hombre viejo”, personaje que remite a otros relatos de Rivera (aparece de modo sesgado en “El precio”, uno de los cuentos de “Turno”) y aparece aquí en el umbral de la muerte pero todavía con preguntas, viéndose a sí mismo en un limonero que resiste al granizo.
El protagonista de “No hay más que esto” también pertenece a una dinastía de gerentes del Banco de la Nación, vinculada con próceres de la historia escolar, como Bartolomé Mitre y Julio A. Roca. De modo más bien mecánico, cada eslabón es puesto en correlación con una etapa decisiva: el abuelo, con los descendientes de la generación del 80; el padre, con la Revolución Libertadora; el nieto, con la democracia. El orden entra en crisis cuando el protagonista se encuentra con una mujer: “Yo era gerente del Banco de la Nación de Loay. Hasta que Gertrudis me dijo vos vas a ser mi marido, y ninguna otra cosa”. Es decir, el paso del poder a la sumisión, la inversión de la jerarquía. El personaje renuncia a su cargo, pero cierra el círculo en el otro plano: “vas a ser mi mujer y nada más que eso”, le dice a su mujer.
Al hablar del momento en que escribió el relato “Cita” (publicado en Para ellos el paraíso, 2002), Andrés Rivera recordó: “Nadie sabía que se gestaban, vaya uno a saber dónde, palabras como corralito, y que palabras como izquierda, derecha, política, comenzaban a ser despojadas de sus rituales vestiduras. Tal vez, esté naciendo una forma de escritura y todavía no lo sepamos”. Una lengua desprovista de memoria y hasta de palabras. En Cría de asesinos se escucha esa lengua, hecha de gritos, exclamaciones, ruidos animales: la lengua que dice la violencia.
(Actualización abril - mayo - junio - julio 2005/ BazarAmericano)