diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El Matasellos es la primera novela del Heriberto Yépez (Tijuana, México, 1974). Aquellos que conozcan al autor por sus poemas, sus ensayos y su intervención como “contrabandista cultural” en la frontera entre México y Estados Unidos, encontrarán que este libro mantiene cierta relación con sus libros anteriores a partir de una poética disolvente. Fragmento, desmantelamiento y desjerarquización.
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En la historia, cuatro filatelistas -los ancianos Norman, Francisco, el ex administrador y Aburto- mexicanos o norteamericanos, mueren envenenados en la oficina del correo postal durante una de sus reuniones. En vez de progresar a partir de este suceso y fijarse en el género policial, la novela se ensancha, especula, entreteje otros fenómenos colaterales y se enreda en ellos, para volver una y otra vez a un comienzo, siempre diferente.
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En manos de Yépez, la novela nunca será novela. Experimenta a sabiendas de que perderá calidad, estructura y argumentación lógica. Este fracaso sobrenada todo el texto. No se trata, en este caso, de la fuerza de la novedad, sino más bien un acto de disuasión —una flecha al corazón y al intelecto del lector. No habrá novela, dice Yépez a su interlocutor; “la novela como tal ya no puede ser escrita, y sólo ha quedado a manera de perspectiva-de-la-pérdida”.
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Hay un narrador dominante, antojadizo, que establece -entre ruido y fricción- planos desiguales; el grupo de ancianos que colecciona estampillas, la historia de la filatelia, su destino como producto de la modernidad, la relación entre los filatelistas y las variaciones hipotéticas sobre las causas de la muerte del grupo. A su vez, los pies de página que dialogan, cuestionan y desarticulan esa voz dominante.
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Una voz que hacia el final, se abre (y disuelve) en una carcajada. La inteligencia de Yépez al servicio de la hilaritas (José Kozer).
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El Matasellos funciona como una (contra)novela. Se niega al tiempo que se afirma; se desarrolla para argumentar su propia muerte; es destruida ante nuestros ojos al tiempo que el autor parece edificarla. La novela de una novela que no se realiza, que no puede realizarse.
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“La novela es un opio que ha perdido sus masas. La novela es una religión extinta. La novela es la ceguera. (…) La novela es un proceso que lo que más anhela es cerrarse de una vez por todas, pero no puede, porque lo abierto no es una cualidad sino una condena.”
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Los cuatro personajes son todos los personajes. Se ramifican, nacen otros, son personalidades de los dos novelistas menores que narran junto a la voz dominante, se reducen a dos: “son el repliegue y su escisión ocurrida ante la inminencia de la muerte de ambos, una pareja. Ella se llama Luna; él, Decaído”.
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Si este libro se tratase de una alegoría, los viejos filatelistas serían “las figuras de los filósofos o los sujetos que controlan el lenguaje moribundo”. A la vez, alegoría del hombre moderno, o posmoderno, de la vida del filatelista, de la extinción de una práctica —tinta sobre papel—, de los novelistas menores que socavan la voz dominante y que dejarán, una vez muertos, testimonio fragmentado de la historia, o una alegoría de la mezcla de todas las figuras posibles que aparecen en la (contra)novela, y que posibilitarían alcanzar una forma de personaje novelesco: el hiperpersonaje, es decir “la reducción”.
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Fragmentación que desjerarquiza los supuestos de coherencia textual y le da al segmento narrativo una densidad significativa mayor. El estallido que hace de una novela una (contra)novela resulta una expansión más allá de los límites del texto, del material impreso.
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Una lectura, por tanto, capaz de asumir y absorber lo fragmentario, la energía significante en su estado puro; una lectura capaz de convivir con la inestabilidad y presenciar la catástrofe.
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En México, la novela fragmentada se origina en las experimentaciones narrativas de la vanguardia; en textos de Gilberto Owen, Xavier Villaurrutia o Jaime Torres Bodet, más adelante en Arreola.
Es posible establecer correspondencias entre El Matasellos, Perros héroes (Alfaguara, 2004) de Mario Bellatin —a quien Yépez, de algún modo, homenajea y parodia— y Lo anterior, de Cristina Rivera Garza (Tusquets, 2004). Las tres novelas postulan una narración bocetada, con múltiples entradas y salidas, cortes, grietas, fragmentos, en contraste con novelas más convencionales que se respaldan en la fuerza del testimonio o el saqueo en clave mercadotécnica de la historia nacional.
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Yépez dixit. La novela como estructura ya está acabada. Unos han concluido que sigue su muerte. Soy de otra opinión, quizá influida por Bajtin o quizá por la música electrónica. Creo que cuando algo se acaba, comienza su carnavalización, su remezcla y su loop de muertes. Como mexicano viviendo en la frontera con las próximas ruinas del imperio norteamericano, escribo narrativa tomando la tradición occidental de la novela —incluida su ala experimental y posmoderna— como un cuerpo extraño, sobre el cual opero.
La “novela” es para mí un género eurocéntrico con el cual no me identifico, que sólo me interesa como algo que he llamado una estrategia apócrifa. El Matasellos, ¿es una novela sobre la novela? Más bien creo que es una ex novela sobre la post-novela. No es una novela, es uno de sus accidentes post mortem o pre resurrección.
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“Matasellos. Matarse, ellos. Matar o ser ellos. Ser ellos. Cerillos. Los sellos y cerillos son consanguíneos. Matasellos. Un sello siempre piensa en el fuego. Su inmolación.”
(Actualización abril - mayo - junio - julio 2005/ BazarAmericano)