diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
En la Argentina, el raquítico mercado del libro literario está dominado por una fracción de la vasta colectividad de los editores, contratapistas, entrevistadores, traficantes de influencias culturales y comentaristas de libros que cree saber qué es escribir bien (o en algunos casos, puede suponerse, lo finge). Cuando alguno de ellos nota que el catálogo disponible repite ya con exceso las mismas firmas –lo que sucede con frecuencia- le da por hacer justicia y descubre o redescubre geniales plumas olvidadas. Hace semanas condecoraron con ese galardón a una escritora de cuya prolífica obra solo pudieron antologar -para tentarnos, se supone, con la muestra gratis- una frase en que el verbo “hacer” se repite en el curso de las nueve primeras palabras. Unos cinco años atrás terminaron de reeditar y consagrar a un señor uno de cuyos dos libros más celebrados utiliza tres adverbios terminados en “mente” en las primeras ocho líneas. Que la literatura argentina sea corta y más bien mala no parece razón ni pretexto suficiente. Por fortuna las excepciones no faltan: Miles de años confirma que Juan José Becerra es una, y de las más notables. Becerra conoce el idioma y escribe en él con la competencia infrecuente de un clásico, con el oído coloquial de un cómico de la lengua y con la destreza musical de un poeta. Es, sin dudas, uno de los mejores prosistas de la narrativa argentina actual. En esta novela, con mayor intensidad que en las dos anteriores, el trabajo del ritmo de la prosa construye un efecto narcótico de alcance físico, como el que solemos atribuir al texto poético. Resulta apropiado a la forma de la voz narrativa, así, que Castellanos sea el nombre del protagonista: en las frases que mejor suenan, es decir en las que dan el tema, en el sentido musical del término, a cada párrafo, el lector que quiera sustraer el cuerpo al arrastre hedonista del ejecutante podrá reconocer el predominio sostenido de algunas medidas prestigiosas y probadas del verso español (el dodecasílabo, el endecasílabo y el heptasílabo sobre todo). También en esta novela, Becerra corta de modo sistemático esa escritura admirable, trabajada y a la vez hospitalaria, con el procedimiento que inventó en sus relatos anteriores, una forma verbal del humor por la inadecuación de la procacidad coloquial que ya describimos a propósito de Atlántida en esta misma sección de www.bazaramericano.com.
Miles de años parece perseguir y cerrar el agotamiento de las posibilidades de un ciclo que Becerra inició en 1994 con Santo, su primera novela, y continuó con Atlántida (2001). Esta, como las dos anteriores, narra la escueta historia de un varón argentino abandonado. Castellanos sufre la ausencia de Julia, su mujer, que se ha ido a Londres por un tiempo. Un narrador de ingenio agudo y cinismo ocurrente va describiendo las experiencias sucedáneas y los simulacros de presencia a que se entrega Castellanos, con la mecánica del coleccionista pero sin su convicción, para suprimir la pérdida: algunas noticias entre insólitas y grotescas, folletos turísticos, un anillo, un plano enorme de Londres, una visita a la cena de degustación de la “Fiesta Nacional de los Salames” o a una muestra de reliquias de una estrella de Hollywood de los años cincuenta; un curso Pitman de detective privado que precederá a su propio viaje a Londres para espiar a Julia y tentar –como una parodia remota del deambular místico de Oliveira en el París de Rayuela- un fracasado encuentro casual por sus calles; el rito sexual en Mar del Plata con unas mellizas capaces de destrezas amatorias más o menos extravagantes; el registro en un cuaderno escolar de “lo que duran las cosas en el mundo” (la tortuga de Galápagos, la secuoya de California, un arbusto varias veces milenario del desierto de Mojave); la fotografía de una cena con Julia con cuya contemplación Castellanos sabe que se engaña porque el paso del tiempo y la pérdida son indefectibles. Así, con los usos del “tiempo libre” de Castellanos, el relato va rodeando, desde la curiosidad hasta la obsesión, el tema del título de la novela: la obstinación inútil de la memoria por vencer el paso del tiempo y perpetuar la forma de una dicha, perdida de modo irremediable porque, como sabe el político arrogante con quien se asocia Castellanos, “las cosas solo tienen forma si terminan [...], de modo que no hay formas del presente”. Pero Miles de años es más que el relato preciso y experto de las ilusiones que la melancolía, por su intimidad fatal con la muerte, sabe lamentar por falsas mientras sigue entregándose a ellas del modo más intenso. Miles de años es, a la vez, una novela acerca de la política. Mejor, una novela en que solo los extremos más degradados de la política –reducida al poder del dinero para anticipar la muerte ajena o mentir la duración- conservan la capacidad de capturar el resto de deseo irreductible y denso pero ya no más que sentimental del héroe por “ganar tiempo”, por “matar el tiempo” y volver “allí donde las cosas todavía eran nuevas”. En la novela, dos sucesos históricos en apariencia ajenos al conflicto de la trama sin embargo la puntúan y la ubican en el tiempo de los acontecimientos públicos: buena parte de lo narrado trascurre entre el “Horror [del 11 de setiembre de 2001] en Nueva York” y “la revuelta organizada por anónimos en fuga, financiados en secreto a través de gastos reservados de la SIDE”, en diciembre de ese mismo año en Buenos Aires, cuando las “turbas desbocadas” de las que Castellanos no cree que “estén haciendo historia” se desataron para derrocar al “presidente idiota”. Y si el paso de esos eventos por el relato parece tanto o más banal que la muerte de un perro lanzado vivo a la jaula de los leones del zoo por un amante despechado, sobre el cierre de la novela Castellanos decide que únicamente podrá retener una máscara de experiencia o de realidad por esa misma vía: la falsificación de un tiempo recobrado para siempre, financiada por el dinero ilegal de la política. Por supuesto, el capitalista de ese negocio de turismo arqueológico que planificará Castellanos para perpetuar en secreto su pasado más querido –aquella noche de la foto con Julia- está en el ápice de la tipología argentina del corrupto: un senador que, antes de calzarse un chaleco de Perón que ahora, se jacta, es suyo por “el milagro del dinero”, sabe sentenciar, con la soberbia brutal de un dios de la acción, que nada sucede si no es rápidamente, y que el dinero es “lo único que transforma el tiempo”. El fraude, así, es la lógica de hierro que el tiempo –el de la condición natural del humano tanto como el de la Historia- le impone a Castellanos como la única estratagema segura de subsistencia tolerable. Miles de años parece, así, un título ineludible si hubiera que examinar la nueva narrativa argentina para saber hasta qué punto ya ha sido capaz de interrogar el fondo de la experiencia histórica reciente sin aproximarse en lo más mínimo a la celebración activista del ideólogo-en-las-calles (esa nueva tipología de intelectual que nos dejaron los días de las cacerolas) ni al actualismo identificatorio incapaz de rehuir las tentaciones del sufragio televisivo. De manera rotunda, la imaginación de Becerra prefiere los peligros ideológicos tanto como los efectos críticos de un arte del relato ajeno a esas virtudes gregarias y a sus impulsos edificantes. Y confirma así, de paso, que la literatura puede seguir siendo una de las contadísimas prácticas de negación severa de lo social y a la vez de sospecha mordaz sobre su propia ilusión de trascendencia.
Quienes suponen que los escritores deberán serlo de muchos libros, podrán esperar que ese instrumento cautivante que Becerra ha templado hasta esta novela, se aplique y se arriesgue en el futuro sobre territorios ya ajenos a esos varones solos y atormentados por amores únicos y por un narrador que los vapulea con simpática impiedad. Una expectativa que puede deberse a una moral profesionalista, o intelectual (lo que “haría falta” en la literatura argentina), o mercantil, pero que se justifica también por la compulsión de un lector que, como cuadra al sadismo del papel que representa, quiere más.
(Actualización abril - mayo - junio - julio 2005/ BazarAmericano)