diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Lo que queda en suspenso. Lo animado
Potlatch, de Arturo Carrera, Buenos Aires, Interzona editores, 2004; 198 páginas.

“Los pueblos americanos menos avanzados practican el potlatch con ocasión de cambios en la situación de las personas –iniciaciones, matrimonios, funerales e incluso, bajo una forma menos desarrollada, nunca puede ser disociado de una fiesta, bien porque el potlatch ocasione la fiesta, bien porque tenga lugar en ocasión de ella. El potlatch excluye todo regateo y, en general, está constituido por un don cosiderable de riquezas que se oferecen ostensiblemente con el objeto de humillar, de desafiar y de obligar a un rival. El carácter de intercambio del don resulta del hecho de que el donatario, para evitar la humillación y aceptar el desafío, debe cumplir con la obligación contraída por él al aceptarlo despondiendo más tarde con un don más importante; es decir, que debe devolver con usura.”
Georges Bataille


Del lado del barroco 1. Potlatch es un libro sobre el despilfarro, sobre los modos de consumo, sobre el valor de la moneda. También es un libro sobre la poesía como aquello que está siempre en contra del consumo y como el espacio en el que el despilfarro ya no puede ser entendido en términos de mercancía. Pero además, Potlatch, el último libro de Carrera, hace posible una recolocación de su poesía en la tradición. No se trata ya de la “pura pérdida” como suele plantearse críticamente la ética y la estética del neobarroco, tal como suena en la frase de Sarduy: “El espacio barroco es el de la superabundancia y el desperdicio”. A Carrera se lo ha incluido persistentemente en esta línea y él mismo participó de esta definición al declararse parte del neo-barroso (junto a Néstor Perlongher). Sin embargo, aun sin desconocer que en el pasaje del siglo de oro al neobarroco latinoamericano ciertas marcas fueron diluyéndose, es necesario anotar que ahora en Potlatch –y antes en Arturo y yo, El vespertillo de las parcas y Tratado de sensaciones – el artificio pierde su lugar central: la proliferación, la condensación, la sustitución o la escritura a partir de gramas (que son algunos de los rasgos destacados por Sarduy en sus famosos ensayos sobre el neobarroco), no son las operaciones dominantes. En todo caso, lo que queda son huellas del neobarroco, algunas imágenes, cierta torsión antigua en la sintaxis de pocos versos (¿A qué las imponía? ¿A qué las ignoraba?/ ¿A qué pérdida irrazonable mía las perdía?/ ¿De qué misterio razonado se embrujaban?”), algunos juegos fónicos, como los que señala Paula Siganevich en relación al término “oro”, en el primer poema del libro, “El escriba relee”.* La monumentalidad discursiva del barroco está desmantelada; su opacidad sustituida por la transparencia.
La “pura pérdida”, el “derroche” al que alude el título, el potlatch, está asociado más que nada al dinero y, bajo el signo de Bataille (con el intertexto permanente de su artículo, “La noción de gasto”, al arte como gasto improductivo, e incluso, como sacrificio.

Cara y ceca 1. La moneda, el billete deja de ser lo que es en la infancia. La infancia es pre-capitalista, ya que el dinero permite adquirir objetos –figuritas, golosinas, juguetes, revistas– pero estas series no responden (en la infancia de Potlatch) al modo de circulación de los bienes en el capitalismo. El niño conoce y desvía el valor del dinero, juega con las instancias mágicas que lo proveen: en la segunda “Data” el Ratón Pérez trae billetes con el olor del perfume de la abuela, pero también aparece la escena en que los niños alejan el diente de la almohada porque asusta la presencia del roedor debajo del propio cuerpo. En este intersticio, entre la creencia y la desconfianza, se edifica una relación con la moneda que no es literal. Detrás de la moneda, está el fantasma de la madre (“Pequeño fariseo: ¿ibas al templo a mirar el altar?/ ¿O a ofrecerte como don –un niño loco de amor/ en busca de la cara madre?”), y también la relación equívoca con el padre: “y yo le exigía dormido esos diez pesos, y mi viejo los encontró y los puso, los puso, ¿entendés lo que te estoy diciendo?”; detrás del dinero están las dádivas de la figuración (la de la misa), los mundos imaginarios de Papá Noel y los Reyes Magos y los juegos perversos de los niños; detrás del dinero está el origen del libro: “Y sucedió lo irremediable:/ al querer juntar con gesto ciego/ la moneda más brillante,/ el sádico padrino te pisó la mano y al sentirla/ debajo de su diestro zapato/ apretó más, y más hasta reventarte el dedo/ que sangró sobre el frío embaldosado:// origen del libro Potlatch,/ historial de su diáfana locura.” Este es, si se quiere, el plus del dinero, aquello que permite que la moneda sea un modo de leer las sensaciones ("¿.... billetes numerados/ con `números’ y con `sensaciones´?”). Por eso, en Potlatch hay una instancia utilitaria de la moneda (siempre recubierta por el saber a medias del niño) y una instancia casi estética que sale, incluso, de la infancia. Por un lado, los nombres de las monedas son encantatorios, sus nombres históricos –florín, cequí, denario, dólar– e incluso la moneda tiene nombres de fantasía –“el barquito”, “un cabildo”, “un caballito”, “el palmar” –. Por el otro, sus formas: las ranuras de las monedas, la idea de que no hay una moneda igual a otra, los calcos de sus caras y cecas con lápiz en los bordes de los diarios, el sonido (la forma que se convierte en sonido: “Había unas con el borde así TUC-TUC-TUC,/ no me acuerdo...como facetado”), los colores de las filigranas del billete. Las sensaciones se recuperan, en parte, a través de los sentidos.El dinero huele, tiene brillos, tiene peso y tiene gusto cuando se traga; el dinero se transforma en algo que lo excede y lo sustrae de sus funciones habituales, como en “Segunda moneda” cuando el niño se traga una de ellas y luego dice: “Mientras yo pensaba:/ son monedas,/ tengo en el culo un monedero/ lleno de monedas. Podré tomar/ mil helados, tener cientos de soldaditos,/ una chanchita de carrera como la de Fangio.”

Cara y ceca 2. Los textos que llevan el título “Data” son una muestra más de este movimiento entre lo utilitario y el “puro gasto”. El primero comienza, realmente, como acumulación de voces económicas neutras y de datos descriptivos, abstractos: “...sé que la filigrana es el único método contra los falsificadores. El sistema Ingres permite que por digitalización de la imagen se graben directamente las matrices y contramatrices entre las que se dispone una telilla metálica que generará el papel filigranado. Éste a su vez es fabricado con un material hipernuevo llamado Bivis –por la presencia de dos vises corrotativos en su parte activa que produce un papel fiduciario de poco gramaje”. El cierre, sin embrago, es una pregunta que se desplegará luego en el resto del libro y que trazará una elipsis especial en las prosas que llevan por título “Data”: “Las filigranas, que cada vez tienen más colores, son como hilos en una cesta. Si te ponés a pensar en esos hilitos ¿adónde te llevan? ¿Miraste con atención un billete o lo pasás con asco?” En el principio de este final está la imagen (que funciona como un corrimiento y como inicio de la construcción de un lugar que define el libro de Carrera, la cualidad de su poética); la filigrana –esos hilos de colore – se desplegará luego en sentido contrario al de la información pura, ya que los “hilos de oro y plata”, serán las escenas de infancia, el mundo de los ratones y los dientes, el de los Reyes Magos en las “Data” que siguen. La moneda (aun en la voz del adulto que recuerda) pierde su valor de cambio porque lo que está limado todo el tiempo en el libro, es la idea de adquisición de bienes como mero consumo. Más bien el consumo infantil tiene que ver con el potlatch como ofrenda, como ofrenda incluso desmesurada, que supone un dar por parte del otro, como en “Reyes”, en donde lo que llega es el enigma susurrado al oído: ¿sólo el nombre del regalo, o más bien este nombre y las formas imaginarias que el que dona tiene para el niño? y donde, a su vez, la niña ofrendaría algo: ¿pasto?.
Así, en los textos que se titulan “Data” y que ponen en juego la oralidad y la narrativa, hay un movimiento de la información al recuerdo de esa información, a su transformación en escena del juego, del intercambio simbólico.

Cara y ceca 3. Si una cara del potlatch es el despilfarro, la otra es el ahorro, que tiene en el libro dos instancias como aquél: la de la niñez y la de la edad adulta. En la adultez se da el fracaso en términos económicos y políticos (mediante la referencia a la crisis argentina del 2001). La mirada es la del desencanto; uno de los poemas del libro funciona, especialmente, como contracara de la idea de ahorro, “Cuarta moneda” : “derroche,// todo lo que te dimos lo perdiste aunque/ en la respiración llega el oro de nuestro sigilo,/ los granos asirios de la primera cebada cambiados/ en otras monedas rústicas,/ la extrañeza de tu solitaria escritura impetuosa”. La pérdida de lo heredado –parodiada en “Usurero infructuoso”, en un diálogo desopilante entre Átropos, Láquesis y Cloto– significa, sin embargo una ganancia, la escritura y también el recuerdo de la infancia. En la niñez, el ahorro está asociado en Potlatch al aprendizaje de la lectura y al período del peronismo, de tal modo que las palabras, en “El escriba relee”, se arman a partir de sílabas que, a modo de pequeñas monedas, permiten la adquisición de un sentido.

Del lado del barroco 2. El significante “oro” es central en la poesía barroca; en principio habría que decir que esta escritura se ubica en el Siglo de Oro y desde allí el término parece rodar hasta encontrar uno de los sitiales de mayor importancia en la poesía de Lezama Lima. Para Lezama Lima el oro es siempre parte de la metáfora, casi nunca alude a su referente. Así estará asociado con frecuencia a la luminosidad artificial y artística (“teñida por el oro de la mañana” u “oro en el reflejo de oro contra el domo”). Tal vez haya una conexión entre este oro y los de Darío, los de las series exóticas de Prosas profanas: “oro, seda, mármol...” En los poemas de Potlatch el significante “oro” también recubre zonas metafóricas parecidas; sin embargo, el oro está asociado al enigma (“el oro del sentido”), y sobre todo (como una de sus formas) a la poesía: “Al concluir el día,/ ¿cuántas monedas transformó la ilusión?/ ¿Pasó la maravilla? ¿Cuánto oro/ limó el grillo en el fuego de su aliento?” (“Habría unos ojos”). La imagen del grillo de la poesía está tomada, y aparece más adelante, de una tradición muy diversa de la barroca, la poesía sencillista de Baldomero Fernández Moreno, que abre con un epígrafe el poema “El grillo”: “Al lado de cada grillo que canta/ se va formando un montoncito de oro, cernido, delicadísimo”. Desde este lugar, el del sencillismo, se podría pensar que lo que lima el grillo de Carrera es el oro del barroco áureo y, tal vez, que esa limadura, esos fragmentos brillantes, se transforman en otro aura, la del sauce de Juanele, entendida como “irradiación luminosa”, que es una de sus acepciones en el diccionario.

Del lado de Juan L. Ortiz. En su ensayo Nacen los otros, Carrera dice que lo que le interesa en los poetas es la posibilidad de leer biografemas (el término es de Barthes), algo de la vida del poeta que está presente en la escritura. La moneda, en Potlatch es una forma del biografema, pero –a diferencia de las escenas de infancia en Arturo y yo, o El vespertillo de las parcas – la moneda sale de la instancia personal y pasa a una extraña zona de lo colectivo.
También en Nacen los otros, Carrera desplaza un término científico para caracterizar la poesía de Juanele: “Un sistema de ‘acopios’ flotantes es la escritura de Juanele. Un sistema al que yo sin querer le di un nombre: animaciones suspendidas. (...) Así se llama el estado en que viven unos pececitos cuando baja el Río, el Nilo. Atrapados en el limo, inician una vida de diferente respiración; quedan suspendidos –(...) a expensas de una ración infinitamente pequeña de oxígeno– hasta la nueva crecida del río.” Más que proliferaciones, más que derivas, los poemas de Potlatch parecen ser animaciones supendidas. En este sentido, podría pensarse un trayecto desde el libro de Carrera que llevaba este sintagma como título –publicado en 198– hasta Arturo y yo, El vespertillo..., y Potlatch. De la teoría pura (la del primero) a la práctica de un modo de decir en la poesía. La animación suspendida es como una pequeña cápsula, una imagen –en movimiento o detenida– que condensa sensaciones: “Son voces, sí, ¿por qué no? ¿qué importa el yo?/ Son voces, vocecitas,/ como escarcha que pisábamos a la mañana/ sobre el adoquín y el pasto blancos, íbamos/ mirando para abajo,/ para oír crujir mejor el hielo y/ para que se levantaran como brisa/ otras voces, sí,/ otras vocecitas...” El pasaje que va del presente verbal al pasado es relevante en este caso, porque la animación suspendida es lo que se puede traer al presente, lo que está allí –visible, audible–- para ser recuperado; no es una instancia melancólica o elegíaca del pasado, sino lo que está allí (aunque en otro estado). Por eso la infancia es la animación suspendida por excelencia. Todo lo que está fuera de ella parece entrar bajo la forma de la escena infantil, que es la escena de las sensaciones, de los olores, los murmullos y los brillos propios de la pátina que cubre lo evocado (aunque no sea necesariamente feliz). Así, el dinero entra en el estado de animación suspendida en Potlatch, incluso las prácticas asociadas a la moneda lo hacen. La escena del niño poniendo una ofrenda pesada en la iglesia, la del que junta monedas en las bodas, o las más perversas como cuando un chico hace que otro se trague una moneda en “Siesta”, tienen la calidad de un destello, de una “irradiación luminosa”. También el discurso escolar del peronismo ingresa en la zona de las animaciones suspendidas, por más que esté diferenciado en el texto con negritas o comillas. Hay un poema del libro que alude directamente a esta forma, “Río de la Plata”: “Ahora está lleno de cuerpos de hermosos jóvenes/ que pagaron con su vida inocente el precio/ de otro macabro potlatch.// Oh, único Eco: ¿Me oís? Te estoy llamando./ Ya no hay plata ni sueñera ni barro: es/ sangre que en su coagulación eterna imita/ el prestigio de otro río: el Nilo, el limo/ donde viven como ideas, cuerpos intactos/ en animación suspendida...”. Allí están los cadáveres de los desaparecidos; ahí –en esa forma del decir y de la imagen– está la infancia, debajo de una pequeña superficie de agua, resistiendo. Allí, incluso, uno podría pensar las tradiciones, que aparecen como pequeñas animaciones suspendidas, encapsuladas en el poema. La tradición del neobarroco en unos versos de “Verano”: “En el centro de la palmera roen oro;/ y las ásperas palmas balancean/ unas vainas doradas con semillas que estallan”; la mallarmeana en una imagen de “Potlatch”, el poema que cierra el libro: “Aquel faunito de von Stuck, apartado,/ que caminaba vacilante en la nieve/ sangrando, por caer,/ ahora parece renacer a las risas/ en el poema de la extinción.”; la del sencillismo en el epígrafe reescrito de Baldomero Fernández Moreno; las de Juanele. Entre unas y otras, se escribe la poesía de Carrera que ya no es un neobarroco, ni un vanguardista u otra cosa. Su identidad es su poesía, una de las más consolidadas y más importantes de la literatura contemporánea, no sólo argentina.

* Paula Siganevich, “Los misteriosos destellos de lo real: El potlatch argentino según Arturo Carrrera”, en www.interzonaeditora.com.

   

 

(Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2004/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646