diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Confesar la memoria
Vida perdida. Memorias I y Las ínsulas extrañas. Memorias II, de Ernesto Cardenal, México, Fondo de Cultura Económica, 2003; 447 y 487 páginas respectivamente.

1. En la década del 80, con la apertura democrática en Argentina, en las librerías de usados aparecieron grandes pilas de libros de Cardenal editados por la ya inexistente Carlos Lolhé durante los 70. Junto a una recopilación de sus primeros textos, junto a El estrecho dudoso, Homenaje a los indios americanos, Vida en el amor (un texto de reflexiones sobre la vida contemplativa), Oráculo sobre Managua o Canto Nacional, pudo hallarse también la antología que el mismo Cardenal había hecho de la nueva poesía nicaragüense. En esta última aparecerán varios de los nombres que Cardenal incluye en sus memorias, Alfonso Cortés, José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra, Joaquín Pasos, Carlos Martínez Rivas o Leonel Rugama. Se pudo reconstruir, entonces, la trayectoria del poeta-sacerdote y a la vez incluir sus poemas en un contexto, dado que su poesía forma parte de la antología. Las contratapas de los libros, las solapas, relataban casi siempre los mismos datos de la biografía de Cardenal, su ingreso a la orden de los monjes trapenses, su entrada al sacerdocio en México y la fundación posterior, en Solentiname, de una comunidad cristiana laica.
Para los que leían a Cardenal, su nombramiento como Ministro de Cultura en el gobierno de la revolución sandinista no fue sorprendente. Sin embargo, luego de su renuncia fue poco y nada lo que se supo aquí de la vida y la escritura del poeta nicaragüense.

2.. Las memorias de Ernesto Cardenal, de las que Fondo de Cultura Económica ha editado hasta el momento dos tomos,* Vida perdida y Las ínsulas extrañas, permiten leer a Cardenal desde un lugar biográfico minucioso. Los títulos de cada libro se desprenden de los epígrafes y articulan aquello que se rememora en cada caso. Así, la idea de “vida perdida” (“El que pierda su vida por mí, la salvará” Lc. 9.24) permite encadenar sus años de juventud, sus amores –como un tiempo perdido en el que no lograba encontrar a Dios– con su vida religiosa, que se define en el año 1956 con el ingreso al monasterio trapense de Kentucky (Estados Unidos) y con su pasaje posterior por el monasterio benedictino de Cuernavaca (México). El relato de las memorias guarda, por lo general, una línea cronológica alterada por raccontos, por advertencias de lo que sucederá más adelante, o por el cierre circular del primer tomo, que comienza con su vida mundana en Managua y en México, a donde va a cursar sus estudios universitarios y destaca sus enamoramientos y termina con la memoria de Carmen, aquella mujer que conoció a los 18 años. El segundo libro, toma su título de un poema de San Juan de la Cruz (“Mi Amado, las montañas,/ los valles solitarios nemorosos,/ las ínsulas extrañas,/ los ríos sonorosos,/ el silbo de los aires amorosos.”) y se abre con el relato de su ingreso al Seminario de la Ceja, Colombia, donde se ordenará como sacerdote. Esta apertura es importante porque arma una continuidad entre su vida religiosa dentro de las órdenes y fuera de ellas, a partir de la fundación de la comunidad laica cristiana en Solentiname (la isla nicaragüense), cuyo relato ocupará gran parte de este tomo. De este modo, las montañas del poema de San Juan de la Cruz, serán los Andes y también –de algún modo- los volcanes de las islas que rodean Solentiname; pero además, el lago será una presencia insoslayable en Solentiname (la “ínsula extraña” por excelencia) y los valles y las montañas eran la vista privilegiada desde el monasterio de México. La mística de San Juan de la Cruz parece, así, traducida al paisaje real latinoamericano.
Hay una forma más abarcadora aún de ligar todas las instancias de su vida, cuando Cardenal dice, en el inicio del segundo libro, “Qué otra cosa he sabido yo sino el amor, aquél amor correspondido, y aquél primer amor, el gran amor de Carmen, que me arrancó Dios (....). El amor que ha hecho de mi vida una vida perdida. Perdida en el monasterio trapense, perdida en Cuernavaca, perdida ahora en el seminario, y perdida ya sin remedio para el resto de mi vida.”. El hilo que une a todas es, como en el versículo bíblico que sirve de epígrafe, el amor a Dios.
En estas memorias, Cardenal arma un trayecto lineal que condice con la imagen pública de las décadas del 60, 70 y 80 en Argentina (el poeta-sacerdote-revolucionario) pero a la vez, rearma los componentes de esta figura poniendo en un primer lugar –como única experiencia aglutinante– la vida religiosa. Porque la vida religiosa decide cuándo ejerce su rol de poeta y cuándo no (en la trapa estaba prohibido escribir, sólo se permitían anotaciones en un cuaderno) y, también, cuándo y cómo se da su intervención política. Cardenal hace alusión muchas veces al anti-somocismo que lo caracterizó desde su juventud, pero sus acciones políticas posteriores están en relación permanente con las posiciones de algunos maestros religiosos, como Thomas Merton, su consejero en Gethsemani, en un extremo del arco, o el padre De la Jara y el Comandante Marcos, ya en Nicaragua. Y unen, aunque de manera distinta, religión y política. Merton es el primero que critica duramente, en las memorias de Cardenal, la ortodoxia y la falta de adaptación a los tiempos que corren del monasterio trapense. Recién en el capítulo posterior a éste, Cardenal se transforma en crítico, en un pasaje abrupto de la obediencia y la felicidad a la transgresión. De la Jara, “un sacerdote español, párroco de un barrio pobre donde tenía un movimiento que se llamaba la Familia de Dios, una especie de comunidad de matrimonios” es, claramente, uno de los espejos en el que se mirará la comunidad de Solentiname, pensada por Cardenal, en principio, como comunidad contemplativa de monjes, con un grado de aislamiento que repetía el del monasterio de los trapenses (aunque no bajo las mismas reglas). El Comandante Marcos (Eduardo Contreras) será, de todos los líderes sandinistas, el más respetado por Cardenal, dado que “hablaba de un cambio en el sandinismo: como de una mayor apertura, una superación de cierto sectarismo anterior, una búsqueda de alianzas con otros sectores con miras a un gobierno de unidad nacional, y la importancia de la incorporación de los cristianos a la revolución”.
La continuidad que maneja Cardenal puede leerse también bajo la figura del círculo: de los días de tertulias y fiestas de su juventud, a la soledad de la clausura en Gethsemani y, luego, a la transformación de Solentiname en “lugar de hospedaje o donde se hospeda a muchos” (la traducción de su verdadero nombre en nahuatl, Celentiname). O bien, a sus viajes en defensa del sandinismo antes de que la revolución se haga efectiva.

3. Además de los capítulos dedicados a rememorar la infancia –una infancia de tías, santos y santas, parientes peculiares, vecinos locos, como el gran poeta nicaragüense Alfonso Cortés, atado con cadenas en el patio de la casa que había sido de Rubén Darío; fiestas religiosas y lecturas encantatorias de los versos de Darío–, son destacables las tramos intercalados en los que Cardenal comenta el origen de sus versos. Se sabe que él fundó, junto con su tío José Coronel Urtecho, el exteriorismo: una línea de poesía escrita a partir de las cosas “exteriores”, que podía admitir otros discursos –e incluso marcas o nombres propios–, con un lenguaje llano o coloquial. Se sabe, también, que la influencia más grande para estos poetas fue la de la poesía norteamericana modernista, y sobre todo la de Ezra Pound.
Sin embargo, a partir de los modos en que se produjeron los textos pareciera que los epigramas y algunos poemas anteriores (no me refiero al libro Carmen y otros poemas, que él nunca quiso publicar) son el resultado de una experiencia subjetiva (interior) que él adapta a un formato previo, el de los poetas latinos, Catulo y Marcial, que también tradujo. En el segundo capítulo de las memorias, Cardenal recupera sus primeros amores; la ingenuidad del relato es realmente impactante, ya que la mayor parte de las veces se trata de una mujer a la que él había visto algunas veces, o con la que tiene una relación bastante breve –algunas caricias, besos y caminatas por la orilla del lago–. La ingenuidad radica en el planteo de las separaciones, a partir de una frase que se repite sistemáticamente, aunque con variantes, “Y le pedí de corazón a Dios que si me quería para Él hiciera que aquello terminara”. Y así, efectivamente, finalizan todas las relaciones, por un hecho casual, tomado como voluntad divina. Esta tensión permanente entre su vocación religiosa y su “vocación conyugal” no aparece en los poemas de amor. La distancia entre la ingenuidad del relato (que repite paso a paso lo que recuerda, prácticamente sin interpretarlo) y el tono sarcástico e irónico de los epigramas es lo que llama la atención. Digo esto porque en los poemas que parecen escritos según la técnica “exteriorista”, muchas veces el relato de las memorias va a dar, como en espejo, en el poema. Cardenal cuenta que cuando llegó a Gethsemani era época de cigarras y que cantaban a la noche y escribe (previa consulta sobre el tema en la biblioteca del noviciado) su famoso poema “En pascua resucitan las cigarras”. Otra vez, cuando llega la primavera a Kentucky, y dice en las memorias que “de las cuatro estaciones (...) era la única que se parecía a Nicaragua”, escribe: “Ha venido la primavera con su olor a Nicaragua:/ un olor a tierra recién llovida, y un olor a calor,/ a flores, a raíces desenterradas, y a hojas mojadas”. Lo que relata y los poemas se parecen de una manera sorprendente. Y los lectores podemos asistir, una y otra vez, al relato de un proceso, explicado hasta en sus mínimos detalles, como cuando cuenta cómo escribió el primer poema que lo hizo famoso (aquél que luego los líderes sandinistas le dirán que conocen), Hora 0, o cuando marca las ideas previas y los modos del montaje que dieron como fruto su libro Oráculo sobre Managua, en el que la figura de Leonel Rugama es tan relevante. Pareciera que en ningún caso Cardenal ocultase nada.

4. La biografía no conocida de Cardenal cruza lo religioso y lo político. Siempre se habló del poeta nicaragüense como un monje trapense y un sacerdote, pero las memorias reponen un recorrido que ya para el momento de la difusión de su poesía en Argentina, estaba subsumido en la relación con Thomas Merton o en la idea de comunidad de Solentiname o, en términos más teóricos, en la teología de la liberación. Hay ciertos tramos, entonces, que estaban desdibujados o, directamente, vacíos de relato. Uno es el contacto de Cardenal con el psicoanálisis, en el monasterio de Cuernavaca, cuando el prior dom Gregorio Lemercier instaura como obligatoria la terapia para los ingresantes y los monjes, primero en la línea de Eric Fromm y luego también en la de Freud (experiencia en la que participó una psicoanalista argentina, Frida Zmud, aunque Cardenal no lo mencione). Otro, más importante en la biografía de Cardenal, es su formación en el monaterio de Gethsemani. Los años en la trapa son, en las memorias, casi el relato del día a día y allí puede recuperarse la ortodoxia de una orden que se inicia en el siglo VI con San Benito, tiene una escisión en el siglo XI (los cistercienses) y otra en el siglo XVII (la de los trapenses). Las reglas del monasterio arman distintas escenas, la de la autoflagelación, la de los castigos por nimiedades (como cuando lo acusan a Cardenal de vaciar su taza de café en el cesto equivocado, de los dos que hay a la salida del salón de desayuno); la del silencio obligatorio (sólo podían comunicarse por señas); la de las divisiones estamentarias entre seglares y monjes, fuertemente marcadas en la orden; las larguísimas sesiones de coro que tanto molestaban a Cardenal, porque nunca supo cantar; la antiquísima vestimenta, con unos extraños calzones largos de tela que no podían sacarse ni siquiera en verano para dormir; la escacez de los baños (una vez por semana) y del lavado de la ropa (una vez cada quince días, o cada “varios meses” para el “hábito de trabajo”). Cardenal relata esta vida en un tono casi neutro, que sólo se pierde en la reproducción de sus charlas con Thomas Merton, que es el que critica el sistema y denuncia los juegos de poder internos.
En el orden político, las memorias proporcionan, más allá del sabido apoyo de Cardenal al frente sandinista, sus titubeos iniciales , su desconfianza cuando conoce a Tomás Borge y a Amador Fonseca, su participación con acciones claras en una de las líneas no tradicionales del sandinismo, la que se llamó luego “tercerismo” y aglutinaba a figuras como Sergio Ramírez, Daniel Ortega, Germán Pomares –la línea a la que adhirió la comunidad de Solentiname–. La figura pública monolítica de Cardenal también presenta, en estas memorias, aristas en lo político.

5. Cuando Cardenal habla, en los primeros capítulos de sus memorias, del nacimiento de sus inclinaciones religiosas, cita profusamente las Confesiones de San Agustín. Se podría pensar que este modo del recuerdo (como “confesión”) impregna todo aquello que es rememorado: no sólo las elecciones religiosas, sino también lo político, e incluso las preocupaciones económicas de Solentiname (que estuvo varias veces al borde de la quiebra). De ahí que la memoria no aparente tener mediaciones, no llegue a ser una biografía construida a partir de ciertas zonas. El gesto que precede el relato es, en cada caso, el de la recuperación sincera de todos los aspectos de su vida. Y eso es lo que por momentos, aparece como ingenuidad. De hecho, el verbo confesar en latín (confiteor), tiene las acepciones de manifestar, reconocer e incluso la de declarar, pero también una menos conocida, “decir ingenuamente”.

Nota
* Hay un tercer tomo de las Memorias, anunciado por Fondo de Cultura Económica, cuyo título es La revolución perdida.

 

 

(Actualización abril - mayo - junio - julio 2004/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646