diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Odiar la patria y aborrecer la madre
 El desbarrancadero, de Fernando Vallejo, Buenos Aires, Alfaguara, 2003.

Cuenta Fernando Vallejo en El mensajero que en un paseo por el malecón, en La Habana, Porfirio Barba Jacob (que había sido Miguel Ángel Osorio cuando vivía en Colombia y en el preciso momento de esta anécdota era todavía el poeta y periodista Ricardo Arenales y vivía en México) sostuvo ante su paisano Juan Bautista Jaramillo Meza las más escandalosas tesis filosóficas y morales: "Amigo mío, para ser hombre, pero en toda su plenitud, son necesarias dos cosas imperativas: odiar la patria y aborrecer la madre".
Se sabe, una de las posibles lecturas de todo estudio de un escritor sobre otro es aquella que fija, a partir de esa lectura, una poética, una ética, o en caso de que decidamos ser suspicaces, una estrategia para su propia obra. No sólo en este peculiar consejo que Vallejo registra en la biografía que escribía en paralelo con sus primeras novelas se pueden rastrear los pasos en que se perderá su fábula futura (la del Fernando Vallejo o el Fernando a secas que, disfrazado con su nombre propio, protagonizan todas sus historias y repiten muchos de sus avatares biográficos). También El mensajero puede leerse como la búsqueda en lo menospreciado de la tradición nacional de un modelo de vida que haga continuidad con una escritura, el boceto de un collage, de la propia vida sobre la vida del que se va a contar. Como Vargas Vila (a quien Vallejo dice admirar por haberse alejado de Colombia durante 30 años y por escribir en salmodia, no para acompañar inciensos sino para excitar al lector), como el mismo Vallejo, Barba Jacob es un desterrado que vive en México.
El futuro, dice Vallejo con lógica implacable, está en el pasado: "Así procedo yo, construyendo sobre lo ya escrito, sobre lo ya vivido. El hombre no es más que una mísera trama de recuerdos, que son los que guían sus pasos. Y perdón por el abuso de hablar en nombre de ustedes pues donde dije con suficiencia ‘el hombre’ he debido decir humildemente ‘yo’. Mi futuro está en manos de mi pasado, que lo dicta, y del azar, que es ciego.” Así, como hará más tarde con la suya, dictada por el pasado y a merced del azar, Vallejo cuenta la vida de Barba Jacob en una cronología arremolinada, desmadrada. Quizá por eso haya agrupado sus primeras novelas autobiográficas en El río del tiempo. Recuperando los ríos que convergen en su infancia (el pavoroso Cauca que arrastra hasta a los caimanes y desemboca en el Magdalena hacia el mar) la memoria da saltos y va del presente de la escritura al pasado remoto, al instante eterno del recuerdo, a la nada futura del olvido o de la narración. Es el regreso de Barba Jacob a Antioquia después de 20 años el momento que elige Vallejo para comenzar su historia. Regreso que dura 3 años y 60 páginas en ese libro que tiene 518 en las que la voz del biógrafo y las citas de la obra de Jacob se suceden sin solución de continuidad. La obra no argumenta la biografía sino que continúa el relato de la vida, lo guía o lo desvía en cada ocasión. Este primer regreso vuelve a ser contado en la página 249, al cabo de los 20 años: "Ricardo Arenales, ahora Porfirio Barba Jacob, volvía al punto de partida, al puerto de las opciones. Pero las opciones estaban liquidadas". En la página 60, cuando el poeta deja Antioquia por segunda vez, Vallejo escribe: "Si la vida de los hombres se dividiera en capítulos como las biografías, uno en la de Porfirio Barba Jacob podría titularse ‘Parábola del Retorno’ y abarcaría tres años; otro, ‘Parábola de los Viajeros’, y abarcaría veinte". Pero la biografía de Barba Jacob no se divide en capítulos, y sin embargo están las dos parábolas (los dos poemas, las dos enseñanzas) intercaladas en la vida del poeta errante.
Esas dos llegadas y dos partidas se recuperan en la estructura de El desbarrancadero. Aquí, Vallejo vuelve otra vez a Medellín desde Méjico, después de un año, para acompañar la agonía de Darío, su hermano (Fernando es el mayor y Darío el segundo de una retahíla de hijos que en las novelas oscila entre 8 y 25). Pero fundamentalmente, dos veces se repite este último regreso, cuando “las opciones ya estaban liquidadas”. Vallejo paga el taxi, golpea la puerta, abre ‘el Güevón’, el menor, el semiengendro que no lo saluda, ve a la parca otra vez en la escalera, le ordena que le cuide las valijas y cierre la puerta, le pregunta por Darío y sale al jardín, a encontrar al hermano agonizando entre una sábana y una hamaca: "—¡Darío, niño, pero si estás en la tienda del cheik! Lo apreté fuertísimo contra el corazón y sentía que volvíamos a ser niños y que acampábamos en el patio en una tienda de exploradores armada con palos de escoba, cobijas, colchas y sábanas, convencidos de que caía la noche en África." Así, en la ruina del presente, retornan los sueños del pasado.

Gran odiador de embarazadas, furibundo enemigo de su madre ("La loca" de El Desbarrancadero), de Octavio Paz, de Mahoma y del Papa, y del realismo omnisciente que pretenda escribir en tercera persona o meterse en cabeza ajena, "a lo Balzac o Zola"; maestro del insulto y de la injuria en su faz literaria, el Fernando Vallejo escritor nació en Medellín, Colombia, en 1942. Su primera vocación fue la música y su primer aprendizaje el del piano. Su segunda vocación fue el cine y muy joven se fue a estudiar al Centro Experimental de Roma (más o menos por la época en que fue Manuel Puig). De regreso, Vallejo filmó dos cortos: Un hombre y un pueblo (1968) y Una vía hacia el desarrollo (1969); y más tarde tres largometrajes: Crónica roja (1979), En la tormenta (1980) y Barrio de campeones (1981). Sus películas, filmadas en México, donde vive desde 1971, fueron consideradas en Colombia una apología de la violencia, y censuradas.Decepcionado del cine, instrumento en el que dice no creer más, Vallejo, ya maduro, se puso a escribir. Escribió ocho novelas, un ensayo y dos biografías (ver, al final, los libros publicados por Vallejo).
La virgen de los sicarios (1994) fue primero un éxito de ventas en Colombia y después llevada al cine con éxito por Barbet Schroeder (2001) con guión del autor. Hasta ese momento Vallejo había sido un escritor de culto, pero de pocos lectores en su país –en Argentina, prácticamente desconocido–. En 1998, sin embargo, había inaugurado en Colombia el Primer Congreso de Escritores, con un discurso antológico (podría decir Conferencia, pero lo suyo tiene más de discurso por el discurrir desordenado; es como él dijo de las conferencias de Arenales, “una de las mescolanzas suyas en las que habla de todo”). Los males de Colombia se resumen en uno, dice: la infamia. Y la infamia se divide en dos cursos: liberales y conservadores en sus acuerdos y disputas por repartirse los cargos de gobierno, y se localizan en el Congreso, dice, pero no éste sino el de la Nación. Cuando en agosto de 2003 le fue otorgado el premio Rómulo Gallegos por El desbarrancadero, el autor declaró en todos los medios que la suma que se le otorgaba (100.000 euros) sería donada a una sociedad protectora de perros abandonados en Venezuela. Si bien leídos desde el horizonte de su género uno y otro discurso sorprenden, leídos en continuidad con la obra de Vallejo son de una tozudez ferina.
Gonzalo Aguilar, en una reseña publicada en Clarín con motivo del lanzamiento España de "La rambla paralela", dice que Vallejo podría definirse como un conservador, a partir del uso de ciertos tópicos: "el hombre como lobo del hombre y la nostalgia por el pasado, el odio al pueblo y a la democracia, la obsesión por el orden y el miedo al cambio, las alarmas ante la degradación del idioma y el crecimiento demográfico". Sin embargo –Aguilar también lo señala– esos rasgos se contraponen con otros que son esenciales: la furia iconoclasta y anticlerical, la afirmación del deseo. Por otro lado, nada más lejano de Vallejo que la idea de la novela tal como un escritor conservador habría podido pensarla. En su caso, la oralidad hace estallar la novela en una escritura dislocada para entonar este “canto a mí mismo” homosexual que, en la voz del narrador, monótona, repetitiva y a la vez hipnótica se parece a una diatriba furibunda o a la filípica en lo que ésta tiene de iracundia y sanción, o a la cantilena circular y adormecedora de un obsesivo –"si ahora se lo nombro yo, doctor, es arrastrado por el ‘elan’ del verbo. Yo aquí tendido en su diván hablando y usted oyendo, cobrándome con taxímetro. Yo soy el que hablo y usted el que cobra: me cobra por oírme curar solo."–, o a la salmodia en lo que ésta tiene de monocorde. Tanto cuando presupone a su lector o a su interlocutor conservador o liberal, Vallejo escribe siempre provocándolo. En ese sentido, y también porque la diatriba está en él siempre al borde de la muerte, derramándose melancólicamente en la digresión, como si buscara pulsar la nota nostálgica para mejor acceder a la nota voraz, Vallejo es un escritor agonal. La palabra, entendida como deseo, como sobrevida y como venganza final es en su caso instrumento magistral: "¿Se diría el último resplandor de la llama? Sí, pero lo diría usted porque yo no hablo con lugares comunes tan pendejos", o "Y aquí me tienen, viendo a ver cómo le atino a la combinación mágica de palabras que produzca el cortocircuito final, el fin del mundo. Punto y aparte, señorita".
Quizá porque se ajustan más a motivos serios (el sufrimiento ajeno y la injusticia siempre tienen la oportunidad de justificar la gratuidad irresponsable que es la literatura) sean La virgen de los sicarios o El desbarrancadero los más conocidos entre todos sus libros. Las dos al amparo de la problemática de la violencia en Colombia, la primera trae el tema de los sicarios (mucho más atractivo al parecer que el de los gamines que ya abundaban en su obra anterior). El escritor, que ya había matado en nombre propio en las novelas del río del tiempo a un muchacho y a una portera francesa, y había terminado más de un relato provocando devastación e incendios, aquí mata en la calle, por interpósita persona de las “bellezas”, jóvenes sicarios que lo acompañan por turno, (varones menores de 20 años, condición sine qua non para su definición de belleza), a cuanto transeúnte le parezca molesto (un mimo, un punk, un chico, un policía, una vieja, un taxista y algunos más). Cuando en una entrevista Alejandro Ortuño le hace la pregunta infaltable: si la misantropía de su personaje traduce la suya propia, Vallejo responde: "Cuando uno empieza a pasarse al papel, se empieza a traicionar. La palabra es superior a la imagen, pero es también inmensamente limitada para captar lo complejo que es uno y lo compleja que es la realidad. Uno no escribe lo que quiere, sino lo que puede. Por razones literarias, yo construí un personaje lleno de manías, de mañas, de animadversiones, de fobias y de amores, sacándolo en parte de mí mismo. Pero no, no soy yo. De mí tiene más bien poco." Él mismo dice de Barba Jacob que era sospechado, incluso por Tallet en Cuba, debido a su poema "Acuarimántima", de haber matado a más de uno en la frontera. Los crímenes de Acuarimántima, aclara Vallejo, no suceden en la vida, sino en la literatura. El asesinato, sin embargo, sigue siendo una posibilidad interesante del arte. Y decirse criminal sigue siendo una posibilidad de encantar a los tímidos o de épater le bourgeois. Pero el burgués y el tímido suelen vengarse convirtiendo al maldito en monstruo de mercado. Ya Jorge Orlando Melo señaló el parentesco de la obra de Vallejo con “Una modesta propuesta para impedir que los niños de Irlanda sean una carga para sus padres y su país y sean de utilidad para todos”. Dudo que la suya pueda llegar a confundirse con literatura para la juventud, aunque, como la de Swift, leída en función de su componente satírico y su extremismo moral/inmoral, el efecto de la obra de Vallejo corre el riesgo de neutralizarse en el escándalo o en la carcajada.
El desbarrancadero parece ganar crédito junto con la serie de libros que tienen como motivo central la muerte por sida, entre ellos: Salón de belleza, de Mario Bellatin; Crónica de sidario, de Pedro Lemebel; Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas (con la excepción de que en este nadie muere, podría sumarse a la serie Un año sin amor. Diario del sida, de Pablo Pérez). Quizá todos estos libros sean verdaderos y seguramente necesarios y, en mayor o menor medida, literariamente admirables. Sin duda por el tema que tratan son libros "actuales", esa es su ventaja y también su mayor riesgo. No sé si soy clara: Vallejo escribió libros de felicidad epifánica sobre su vida en Medellín, donde moría la abuela Raquelita, (claro que de vieja y con la única peculiaridad de haber leído a su nieto Heidegger a la fuerza y en voz alta y de no haber conocido el cine), por ejemplo; o de plenitud orgiástica en que salía con este hermano Darío (el que aquí muere enfermo) a la caza de bellezas para horror y burla de la pacatería de sus paisanos; o libros que cerraban su primera juventud cuando él mismo era internado en un psiquiátrico y sometido a choques de insulina, camisas de fuerza y baños de agua fría; escribió libros donde el escritor niño a la caza de globos de fin de año se ve a sí mismo desdoblado en un viejo que escribe novelas en un interior iluminado junto a Bruja, la enorme perra danesa. Escribió la vida de esos niños y de esos jóvenes antes de llegar a estos viejos desolados y enfermos en libros que ya evidenciaban que su maestría está en el uso de la lengua y en la sintaxis, del relato y de la frase, que, acompañando la añoranza se tensaban con la decepción; libros en los que la digresión se abandonaba a la ocurrencia, y la rememoración y el retorno iban creando una prosa y una voz como pocas. Inconfundible y asombrosa en su capacidad de borrar la escritura, de crear una ilusión de voz, de contacto inmediato, de oralidad.
Pasados 20 años de su publicación inicial, más de cuatro del éxito comercial del autor, ni las novelas de El río del tiempo ni las biografías parecen merecer una distribución global. No digo que no estén en librerías de Argentina. No están, siquiera, en el catálogo on line de la librería Gandhi en Méjico, donde vive el escritor. Para volver comercialmente visible a este autor intratable, hicieron falta, parece, la seriedad de la violencia colombiana y el sida y la eutanasia, justificado en los márgenes de ese contexto temático. Además de cuidar al hermano enfermo, en El desbarrancadero, Vallejo recuerda cómo, para aliviarlo de un dolor inútil, mató un año atrás a su padre que se aferraba a la esperanza, con el mismo veneno con que mataron a un perro por caridad. Irónicamente en la inversión de la frase hecha, "murió como un perro", este hecho se torna epifanía en esta moral para un hijo solo: "Entonces comprendí para qué, sin él saberlo, me había impuesto la vida, para qué había nacido y vivido yo: para ayudarlo a morir. Mi vida entera se agotaba en eso".Odiar la patria y aborrecer la madre. Diez años después de aquella biografía inicial la consigna ya se ha vuelto panfleto en el comienzo de la segunda biografía del escritor, la de Asunción Silva: "Colombia no tiene perdón ni tiene redención. Esto es un desastre sin remedio. El 24 de mayo de 1896, a las cuatro o cinco o seis de la madrugada (pero la hora exacta no la sabe ni mi Dios), José Asunción Silva el poeta, nuestro poeta, el más grande, se quitó la vida de un tiro en el corazón. Se lo pegó con un revólver Smith & Wesson, dicen que viejo. Dicen, dicen, dicen, ¡tantas cosas dicen! Y que los primeros amigos en llegar a la casa, enterados de la noticia, se encontraron a doña Vicenta, la mamá, desayunando tranquilamente en el comedor, y que les dijo: ‘Vean ustedes la situación en que nos ha dejado ese zoquete’. ¡Zoquete! En la palabra está la verdad de la frase. Ya nadie la usa. Hace años y años que la discontinuaron ...” (Chapolas negras). Así empieza la segunda biografía. La verdad de la frase, dice Vallejo, está en una palabra en desuso. Y la madre, doña Vicenta, como la patria, vuelven a tener la responsabilidad en el naufragio del hijo. Aquí ya Vallejo, el biógrafo, es casi inescindible del Vallejo personaje que despotrica en sus novelas. Vallejo, escrito, ya consagrado, se consagra a su voz. Y esa voz de escritor, que reniega de la de su madre, se reconoce en la peculiar ascendencia que se entreteje en dos vidas, la del escritor maldito y la del escritor quebrado.En cuanto a la vida que Vallejo se construye en su literatura, no está fundada en fracasos sino en rechazos: el rechazo de la carrera de concertista, tras la primera presentación exitosa, el rechazo de la carrera de cineasta, el rechazo de la de escritor que viene anunciando a partir de El desbarrancadero. De la música al cine a la literatura a la biología parece ser el recorrido de negaciones que elige este escritor para afirmarse. Entre ellos, el primero, rechazo de la madre y de la patria, tras la consigna de Barba Jacob. Esas parecen ser las condiciones para poder inventarse una patria en la infancia e inventarle a la lengua materna una lengua nueva a caballo entre lo actual, lo anquilosado, lo olvidado, lo caído en desuso, lo nuevo, lo agramatical, el insulto y el recuerdo. Leída desde esta perspectiva, la biografía de Barba Jacob deja de resonar en la obra de Vallejo como un eco anticipado para volverse programa y se puede pensar que toda la obra de Vallejo (que incluye también esa biografía inicial) es la excusa para reponer una falta o inventar una tradición: los 50 pliegos perdidos de Niñez, en los que Barba Jacob había escrito su infancia en Medellín y las cartas en que el poeta solicita pidiendo datos olvidos para poder escribirlos son de algún modo el esqueleto de los primeros libros de Vallejo.
Los hechos de la infancia –que ya estaban presentes en sus libros anteriores– se rescriben y se rememoran el El Desbarrancadero: la inefable abuela Raquelita, la tacañería del abuelo Rendón, los arrebatos de furia de Mayiya, las bellezas compartidas, la vida de limpiadores de inodoros en el Admiral Jet de Nueva York... aquí se vuelven recuerdos a la vez propios y ajenos; no recuerdos compartidos sino recuerdos paradójicamente ajenos a ninguna propiedad. Tendidos entre los dos hermanos, los recuerdos, la materia de la que el narrador está hecho, necesitan, para que éste sobreviva, que sobrevivan los dos. Fatalmente, entonces, serán los recuerdos de un muerto. Vallejo cuenta en El mensajero que alguien le dijo que Barba Jacob decía que “si de improviso se produjese el naufragio de la literatura hispanoamericana él sólo procuraría salvar el segundo “Nocturno” de Silva. Y se explica: es el poema de tema infantil, conmovedor, en que la abuela arrulla al niño con unos versos que están entre los más bellos del idioma: "Aserrín, aserrán, los maderos de San Juan piden queso, piden pan...". Esa es una de las canciones que en la infancia sin duda escuchamos todos. El tin tin del aserrín, como otra anónima refalosa, canta la violencia en un canto a la vez tierno y divertido ("piden pan, no les dan piden queso les dan hueso y les cortan el pescuezo" o "piden vino sí les dan, se marean y se van"). Al fondo del pasado para encontrar el porvenir. De poeta en poeta, remontando cantos, remontando abuelas, remontando infancias, y lenguas de jerga, remontando vocablos en desuso y otros rechazados, Vallejo sale al encuentro en esas lenguas, tan íntimas y a un tiempo ajenas como el "aserrín aserrán". Ahí está todo su valor de verdad. No en la reproducción más o menos realista de la vida en Medellín o donde fuera, ni en el ajuste más o menos exacto de los hechos que narra con los de su vida personal, sino en la búsqueda persistente de una lengua que, a contrapelo del fárrago de protestas del gramático furibundo, "atropellando el idioma", nazca de la oralidad, una sintaxis oral para el relato que sea a un tiempo violenta y hospitalaria, siempre olvidada; sabida y hallazgo a la vez.

 

Breve noticia sobre Fernando Vallejo: Sus primeras cinco novelas –Los días azules (1985); El fuego secreto (1985); Los caminos de Roma (1988); Años de indulgencia (1989) y Entre fantasmas (1993– fueron reunidas posteriormente en un solo volumen llamado El río del tiempo (2002); escritas todas en primera persona, crean una voz inconfundible para fabular la vida de Fernando Vallejo, “el de la voz, el que aquí dice yo, el dueño de este changarro”–; después aparecieron La virgen de los sicarios (1994); El desbarrancadero (2001); La rambla paralela (2002) y Mi hermano el alcalde (2004, a punto de distribuirse en Argentina). Su primer libro, Logoi, una gramática del lenguaje literario (1983) reúne citas y reflexiones sobre literatura. Paralelamente a las novelas, Vallejo también escribió un ensayo, La tautología darwinista (2002), y dos biografías: Barba Jacob el mensajero, sobre Miguel Ángel Osorio, Ricardo Arenales o Porfirio Barba Jacob, según algunos de los nombres que usó el poeta colombiano (1984, tiene una segunda versión en 1991), y Chapolas negras (sobre José Asunción Silva).

 

(Actualización abril - mayo - junio - julio 2004/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646