diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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I. Sergio Chejfec es un narrador; Lenta biografía, El aire, El llamado de la especie y Boca de lobo, son una prueba ya consolidada de este ejercicio. Hace unos meses, en una cuidadísima edición de Santiago Arcos, salió Gallos y huesos, en cuya solapa se lee: éste es su “segundo título de versos”; en realidad también allí se informa que su primera incursión en el género, “Tres poemas y una merced”, salió publicado en el Diario de Poesía. Importan estos datos porque hablan de un desplazamiento respecto de los canales habituales y las editoriales más consagradas. La poesía usa circuitos alternativos, genera sus propios espacios y Chejfec respeta a la perfección esta lógica.
II. Gallos y huesos es un pequeño libro compuesto por dos series. La primera, ‘Mapa’, es un largo poema; la segunda es un conjunto de textos que se titulan alternativamente con los términos involucrados en el título, ‘Gallos’ y ‘Huesos’.
Hay un hilo que une ambas partes, la idea de marca o rastro. En los mapas se puede ver lo que está debajo de la cartografía; alrededor de la figura del gallo este juego entre lo que se ve y la posibilidad de ver algo anterior adquiere muchas formas que van desde la negación, “Quien ha visto la espalda/ Triangular del gallo/ Y el cuello prolongado/ Que se convierte en pecho/ No imagina sus huesos/ Mezclados y en reposo”, hasta la afirmación: “El gallo es uno de esos animales/ Cuyos cuerpos descubren/ La forma cierta de sus huesos.” Es relevante este espacio, esta cartografía si se quiere, porque en este pequeño lapso, el poema adquiere su identidad. Se trata de tramos cortos en los que se pasa de la mirada al pensamiento: “A veces, al comer gallo/ Uno cree que algo sólido/ Se clava en la encía/ Firme como un nuevo diente/ Buscando su lugar/ Al principio considera/ Que es cuello, por ejemplo/ Una vértebra hundida/ En la boca insaciable/ Cuando en realidad es/ El recuerdo de la espuela/ Que sin estar sigue cortando”. Desarrollos cortos y limitados en los que la mirada y el pensamiento son dos actos autónomos, pero no se registra uno sin el otro. Los poemas de Chejfec son piezas de artesano, nada allí es derroche.
III. Este espacio pequeño, como los gallos, “Animales pequeños”, también es la forma del poema. La mayor parte de los versos son de arte menor, diez, siete o cuatro sílabas. La extensión del verso da cuenta del ejercicio reconcentrado del poeta y de una materia que tarda en desplegarse (es más, la idea de despliegue sería excesiva en la poesía de Chejfec). En la dimensión del verso breve, la sintaxis del poema suele adecuarse a un ritmo que respeta una sintaxis más o menos habitual, pero la mayoría de las veces, el corte es abrupto y la audición del poema (la música, se sabe, es relevante en el género) es extraña, anti-melódica: “Alguien que sostiene el borde/ Del plato en la pileta/ Y ve los huesos/ En uno y otro lado, los angostos/ Apenas, o los anchos/ Ondulados/ Como una planicie/ De quieto declive/ Recuerda el gusto de esa carne”. Chejfec interrumpe allí donde la interrupción no se espera, pero además, la linealidad se fragmenta –los sujetos quedan lejos, la disposición de la frase da como resultado una construcción compleja-. Chejfec delimita al verso con un golpe seco. La artesanía también está en este modo de cortar, impecable y diferente, que se une a una elección limpia de los términos. La lectura produce un efecto peculiar, la de lo diverso y la de un lenguaje que resulta ser justo lo que tiene que ser. No más. Esta es su eficacia. Ningún exceso, sólo muy buena poesía.
IV. En el poema que abre la segunda serie aparecen varios versos que luego se repetirán en el resto de los textos. Casi todas las funciones usuales de la repetición parecen impertinentes en este caso. No es sencillamente un leit-motiv, no es el ejercicio de repetición de las vanguardias que supone casi siempre el juego con el lenguaje. Ciertamente, cada poema va armándose en relación con otros. Pero las continuidades no parecen responder a un programa previo y tampoco al mero devenir de ciertos términos.
A la brevedad del verso se agrega un mundo breve de palabras o de escenas –el que tira los huesos en la pileta, el que ve los huesos oscuros del gallo mezclados con los huesos de vaca o cordero, más blancos-. También podría pensarse en un mundo breve de palabras que surge de una única escena inicial en la que el poeta está clavado (ese es su espacio mínimo).
La repetición de los versos no produce, decía, un efecto encantatorio. Más bien se articula como gesto obsesivo, como modo de volver sobre lo mismo con una mirada que pone cierta distancia con lo cotidiano: “Hace falta una lengua lejana/ Para explicar/ La novedad del gallo”. Una lengua apartada de la facilidad del habla, porque el poeta no se rige por obsesiones melódicas. Una lengua apartada de los ejercicios lúdicos con la palabra, porque el poeta no se rige por obsesiones melódicas. El poeta es como el gallo, recorre cada vez de manera distinta el espacio corto entre la mirada y el pensamiento: “Los gallos buscan/ Una posición permanente/ Para acechar y pensar/ No toleran su propia respiración/ Sueñan con sus mismos huesos/ Saben que la oscuridad/ Sería algo/ Aproximado a la nada/ Sin una ventana/ Por donde llegue la luna/ Y se entregan/ Al próximo pensamiento/ Como un reloj que avanza”.
(Actualización diciembre 2003 - enero febrero marzo 2004/ BazarAmericano)