diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Utopía de un hombre que está cansado
Cómo vivir juntos. Simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1976-1977, de Roland Barthes. Texto establecido, anotado y presentado por Claude Coste, bajo la dirección de Éric Marty. Edición en español al cuidado de Beatriz Sarlo. Prefacio a la edición en español de Alan Pauls. Traducción de Patricia Willson. Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2003, 254 páginas.

Uno de los rasgos más amables, más afectuosos de Roland Barthes al iniciar su Lección Inaugural de la Cátedra de Semiología del Collège de France, el 7 de enero de 1977, es la inmediata depreciación de su persona cuando se preguntaba en voz alta las razones por las cuales estaba allí, como si se tratara de un malentendido. Su carrera, decía, fue universitaria, pero en una posición relativamente marginal, ya que no poseía los títulos que le daban acceso a las seguridades y prerrogativas de la tradición académica francesa. Su trabajo se inscribía voluntariamente en el espacio de la ciencia literaria, pero se difundía en el ambiguo ensayo, hecho de afirmativas incertezas y reticentes negaciones. Su sincero vínculo con la semiótica no habilitaba, sin embargo, muchos derechos para representarla, pues se hallaba menos cerca de las rigurosas revistas universitarias donde se difundía, que de los modernos estupores de Tel Quel. No fue, no quiso ser un autor como Gérard Genette, que aún hoy serena las ansiedades formalistas de la academia europea: prefería emular a Montaigne, a Gide, a Valéry. Una inteligencia afectiva que escribiese su egotismo, para que su gigantesco yo, desaparecidos el hombre y su sombra, fuese un estilo, una estela significante donde flotara la dorada bruma de la experiencia personal.
En una casa de estudios donde reinaban el rigor y el saber, comparecía así un sujeto “impuro,” que, no obstante, celebraba con alegría haber hallado el sitio que se correspondía con su insalvable impureza. Ese rasgo proclamaba en verdad, como una captatio benevolentiae, la aspiración a situarse en “un lugar al que rigurosamente puede designarse como fuera del poder.” Desde esa posición, por enésima vez, Barthes se singularizaba. Su individualismo, que no representaba a un codicioso origen burgués sino acaso a un dispendioso y pacífico impulso anarquista que buscaba las células cómplices, mentó el antagonismo central: el poder, el carácter normativo, autoritario, asertivo, arrogante, repetitivo y gregario del poder –donde no era velado el homenaje a quien había propuesto su nombre para integrar el Collège de France: Michel Foucault. Al reconocer la ubicuidad, la pluralidad del poder, que se infiltra hasta en las instituciones y en la enseñanza, Barthes arribó a una de sus más célebres premisas: que el poder se halla desde siempre en un organismo transocial, en una modelización ordenada, el lenguaje. Y que, en consecuencia, su código, la lengua, es fascista no por lo que impide, sino por lo que obliga a decir. Barthes se preguntaba cómo situar su espacio de habla y saber –el seminario– fuera del discurso de la arrogancia, pero afín todavía a un ensueño individual (“soñar en voz alta su investigación,” dirá). Se preguntaba de qué modo, en el espacio mismo que penetra el poder –donde interviene una lengua profesoral, institucional, que imparte un saber dirigido y juzga y promueve–, un individuo podría dislocar esa fijeza con el vértigo de una pasión privada, aunque enunciada desde aquella misma posición. Dado que esa posición era intersticial, esto es, indefinida, siempre se veía obligado a prefigurar una especie de sistema, dicotomías posibles, un cierto orden –como aquel binarismo que jugaba a estructurar los gustos personales: j’aime / je n’aime pas.
Barthes hallaba en la literatura la posibilidad de que la lengua sea combatida y descarriada de sus atributos de poder; asimismo, en la introducción de la singularidad, buscó el modo en el que el lenguaje se dispersa, se diversifica a través de una energía subjetiva. La Cátedra de Semiología, entonces, habilitaba ese doble juego: imaginar saberes de lo singular, donde al mismo tiempo la azarosa individualidad se sometiera a un orden provisorio y donde el sistema se pulverizara en un halo de iridiscencias individuales. Por ello en sus últimos libros –Roland Barthes par Roland Barthes, Fragments d’un discours amoureux, La chambre claire– el modo habitual era hallar esa enunciación equidistante entre lo radicalmente individual, la literatura y un saber sistemático: lo novelesco como mathesis singularis; lo imaginario como matriz intrínseca de la cultura. Llegado a este punto, el primer seminario, cuya transcripción de los apuntes manuscritos integra este libro, comienza cinco días después de la Lección Inaugural, el 12 de enero de 1977 y se extiende por catorce clases, hasta el 4 de mayo: Cómo vivir juntos es la indagación de las “simulaciones novelescas de algunos espacios cotidianos”. Sin duda, tiene una deuda primera con La poética del espacio de Gaston Bachelard, que exploraba las imágenes de la intimidad y los ensueños del habitar. Pero donde Bachelard hablaba del surgir de la imagen en una conciencia singular, Barthes vinculaba la investigación con el imaginario del investigador. Allí la singularidad radicaba en que dicha investigación surgiese, entonces, a partir de un fantasma particular, un “fantasma” original y que, a la vez, ese fantasma se repitiera habitando un escenario propio del discurso (literario) de otros y estuviera dotado, además, de ciertos rasgos en los cuales reconocerse, siquiera por procuración. Barthes necesitaba el escenario de emergencia de ese fantasma, un espacio de constatación: la narración ficcional, la novela. Y, por último, debía discernir en lo novelesco, la aparición de saberes –históricos, filosóficos, antropológicos, psicológicos, sociológicos– organizados como un sistema levemente arbitrario. O, mejor dicho, un esquema, una lábil grilla de figuras, que sigue un orden tan previsible como impreciso, pero que gana coherencia en la acumulación de los rasgos: el orden alfabético. Así es como Barthes eleva la singularidad a sistema. En la proyección de aquel fantasma particular (“retorno de deseos, imágenes que merodean, se buscan en nosotros, a veces toda una vida, y a menudo cristalizan en una sola palabra”), ese fantasma que se halla voluntariamente en los intersticios del poder, es decir en una posición intermedia que va de lo gregario y normativo a lo individual y anárquico, reencontramos el verdadero tema de esta investigación: la idiorritmia.
El idiorritmo es el “ritmo propio”, individual por definición, que remite en primer lugar a las experiencias monásticas de los cenobitas en el monte Athos. Se refiere a la vida de los monjes en una comunidad religiosa, en la cual viven solos y a la vez dependen del Monasterio. Barthes menciona su método, menciona su fantasma y fija un corpus: historia, carácter y descripción de grupos religiosos y también obras donde el individuo habita un espacio típico: la habitación solitaria (A. Gide, La Séquestrée de Poitiers), el reparo (D. Defoe, Robinson Crusoe); el desierto (Palladio, Historia Lausicaa); el gran hotel (Th. Mann, La montaña mágica): el edificio burgués (Zola, Pot-Bouille). Sobre ese corpus designa luego alfabéticamente los rasgos que describirá en las clases del seminario: acedia, alimento, anacoresis, animales, Athos, autarquía, bancos, beguinajes, burocracia, cámara, jefe, clausura, colonia de anacoretas, apareamiento, distancia, domésticos, escucha, esponja, acontecimiento, flores, idílico, marginalidades, monosis, nombres, proxemia, rectángulo, regla, suciedad, xeniteia, utopía. Los textos del corpus se fragmentan en los detalles más minúsculos, creando el paradójico efecto de una enciclopedia cuyo principio de incompletud sugiere una minuciosa totalidad. El discurso tiene el ritmo entrecortado del apunte, donde varios conectores están ausentes, pero en cuya falta el lector imagina la presencia corporal, el grano de la voz del profesor Roland Barthes: la monótona cortesía de un saber que es indefinida, infinitamente delicado y plural. Al final de la transcripción del curso se agregan dos sesiones paralelas, que oblicuamente aluden a esta escena, “el teatro permanente de una prueba de fuerzas entre agonistas sociales y afectivos”: Sostener un discurso, donde se halla el análisis del “discurso-Charlus", el personaje proustiano.
“Solitarios e integrados –señala Claude Coste en el “Prefacio”– los monjes idiorrítmicos pertenecen a una organización situada a mitad de camino entre el eremitismo de los primeros cristianos y el cenobitismo institucionalizado.” ¿No es acaso ésta la representación imaginaria de la figura subjetiva de Barthes al inicio de la Lección Inaugural? ¿No hay acaso este vaivén en la utopía de lo radicalmente individualizado que se sitúa forzosamente en el refugio y a la vez la constricción del Orden previo del poder, vivir en el hiato entre lo solitario y lo gregario?
La utopía del Vivir-Juntos idiorrítmico supone ese ideal de un individuo en un grupo “a la vez contingente y anónimo” en busca del Soberano Bien. Es una utopía doméstica, dice, y no social. Y es acaso la utopía de un hombre que está cansado. Alan Pauls cita en su prefacio las Noches de Paris, ese diario de la decepción, donde Barthes se pregunta sobre el spleen de la vejez, sobre la posibilidad de que también los Modernos “se fastidian, se aburren, se cansan”. Roland Barthes par Roland Barthes era el texto alfabético de un personaje que no cesaba de buscarse en las momentáneas constelaciones sígnicas que repiten el vocablo Yo; Fragments d’un discours amoureux, el texto alfabético de un enamorado cuyo modelo es Werther, un suicida; La chambre claire, el tributo desplazado de un duelo acerca de la madre muerta. Toda singularidad lo conectaba así con el spleen, con el mal, con una forma persistente de la muerte. ¿Cómo sería posible, entonces, un vivir, ya no en soledad, sino juntos? El seminario aparece allí como un sucedáneo inmediato de esa utopía personal, cuyo tema es la investigación de la utopía misma. Barthes habla acerca de la relación feliz de un sujeto con el afecto, de la delicadeza de las relaciones cálidas, de la distancia penetrada de ternura y consideración, de la ausencia de peso en los vínculos: “un pathos en el que entraría Eros y Sophía”, donde reaparece de nuevo la idea de una comunidad amable, una comunidad del bien-querer, una comunidad benevolente. La inteligencia también era en él, como decía Alfonso Reyes, una forma de la bondad. El moderno cansado de la modernidad propone en su madurez desencantada y ansiosa una utopía antimoderna, vagamente platónica: la utopía de la inteligencia que huye de su arrogancia y se entrega al encantamiento de la cultura áulica. Hacia aquello que Platón llamaba un Sofronisterio y cuyo reverso maldito sería algo así como aquel castillo fascista donde el poder recreaba el infierno de la dominación humillante: la república de Salò del film de Pasolini, que a Barthes, en el fondo, había horrorizado.

 

(Actualización abril - mayo - junio - julio 2003/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646