diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Cuenta Louis-Jean Calvet que mientras Barthes preparaba la publicación de “Mitologías” en su casa de veraneo en Hendaya, su amigo y cómplice de Thèatre Populaire Bernard Dort, quien se hallaba hospedado allí, lo incitaba a ceder a una tentación: rematar la compilación con un texto autorreferencial, una mitología de Roland Barthes. Dort pensaba que Barthes retaceaba un paso que tarde o temprano terminaría dando: constituirse en novelista burgués, y un movimiento autobiográfico podía ser el primer avance en ese sentido. Al parecer Barthes consideró seriamente la posibilidad, pero finalmente optó por escribir la sección ‘El mito, hoy’, incursión bautismal en el saussurianismo que en adelante, y a lo largo de toda la década del 60, no sólo lo acompañaría, sino que lo colocaría en un lugar central de la escena intelectual francesa.
Es inevitable simpatizar con el consejo de Dort, más que pertinente en 1956. Pero hoy, cuando el recorrido de la escritura barthesiana puede ser trazado como un relato no por zigzagueante menos acabado, es lícito preguntarse si en realidad la empresa escrituraria burguesa (y por lo tanto antiburguesa) que se le reclamaba no había sido emprendida ya por Barthes. Después de todo, ¿no son todas y cada una de las “Mitologías” capítulos de una fragmentaria novela burguesa? Y el frecuentemente denostado epílogo pre-estructuralista, ¿no es un ejercicio autobiográfico, en la medida en que se (re)escribe la propia subjetividad?
Para examinar esto, ubiquémonos en el período en que las “Mitologías” son concebidas: 1954 a 1956.* La crítica, que había recibido bastante bien, aunque no sin desconcierto, “El grado cero de la escritura”, ante la aparición del “Michelet”, inasible resultado de una tesis fallida, atenúa los encomios y multiplica los recelos. Ese librito genial pero absolutamente excéntrico suscita las dudas de rigor, que pueden cifrarse en la pregunta: ¿quién es Roland Barthes? Sucedía que este sujeto lúcido e inseguro, filoso y cauto, sólo definía sus posiciones cuando le era inevitable; en definitiva, escamoteaba el cuerpo. Lo cierto es que, llegado el momento, lo ofrece bajo la forma del estilo. Así, ante la indeseada polémica con Camus asume la tutela de Marx. Su casi solitaria intervención (con un texto por lo demás extraordinario) en favor del “Nekrassov” de Sartre le suma otra influencia explícita. Y, por supuesto, en esos “años de teatro”, Brecht es la referencia obligada. Ese es el triple paisaje que va abrazando Barthes a mediados de la década del 50, y en consecuencia el proyecto de las “Mitologías” se irá perfilando sartreano en la forma, marxista en la moral y brechtiano en la estética. Su creciente intervención en cuestiones públicas ha empezado a construirle una ‘imagen’, algo que deplora, pero que resulta indispensable para ser leído y, tal vez, aunque más no sea como resistencia, para escribir.
De modo que las “Mitologías” serán la ocasión de encontrarse con un público receloso pero que ahora puede ‘ubicarlo’, y, sobre todo, de encontrarse en la escritura. Aparecidas en su gran mayoría en la entonces flamante “Lettres nouvelles” de Maurice Nadeau, significan una confrontación mensual con la actualidad más estricta. Sin más patrón ni sistema que las oscilaciones de su interés, Barthes va sirviéndose de acontecimientos, íconos o costumbres de la cultura burguesa, los que pasan a funcionar como ‘objets trouvés’ disparadores de una escritura que los reviste para desnudarlos. Con la sucesión de las crónicas el declarado objetivo etnográfico se cumple largamente: tenemos una suerte de radiografía de un par de años franceses en esa suma de “historias de príncipes, de escritores, de deportistas, de niños prodigios, de filántropos, literatura publicitaria y cultura media cristalizada en convención”, según radiografiara, a su turno, Beatriz Sarlo. De ese modo, una vez publicadas como libro, destilan una suerte de narración no desprovista de interés. Por ejemplo, en tres artículos consecutivos, se despliega in crescendo el tema de Argelia: incipientemente en ‘El crucero del Batory’, con mayor radicalidad en ‘El usuario y la huelga’, y de manera franca y brillante en ‘Gramática africana’, infinitamente (mal) imitado ejercicio de análisis de estilo periodístico. Lo mismo con las intermitentes apariciones de Poujade, o acontecimientos más contingentes, como huelgas o inundaciones.
Pero tal vez en mayor medida, es Barthes mismo quien se va revelando. No es sino su gusto el que convierte a Chaplin en un artista brechtiano, y sepulta a Mankiewicz en su profusión de flequillos. Por abominar Barthes de los énfasis, se volverá un imperativo vanguardista rechazar a Gérard Souzay (y más tarde a Fischer-Dieskau) en favor de Panzera. Es su frecuentación desprejuiciada (rechazos de la Academia mediante) de la alta cultura lo que le permite leer el Tour de France como epopeya o, en un presagio de la polémica alrededor de Racine, atacar la mecánica tautológica en que se oxidan las invocaciones a lo que hoy nos complacemos en denominar canon.
En un gesto bien característico de los estetas, Barthes sale al cruce del mundo y, en ese acto, a la caza de ‘trouvailles’ que se atesoran para eventualmente ser reelaboradas. El habla es, para estas subjetividades, un bien que puede usufructuarse ulteriormente. Optimistas románticos del impromptu y del intermezzo, permiten que el estilo dicte melodías que algún día serán verdaderas. Han aprendido rigurosamente la lección de Von Kleist: las ideas vienen al hablar, pero además al hablarle a alguien, no importa quién sea. Tal vez por eso, individuos como Wilde o Barthes han hecho de sus intervenciones públicas una forma de la autorrevelación.
En las “Mitologías” Barthes define sus preferencias, señala sus enemigos, da un paso enfático en la tarea de delinear su programa. En ese sentido político parece más productivo leerlas hoy, más allá del contenido específico de cada uno de los artículos (que, es necesario aclararlo, mantienen también ese atractivo). Frente a cada uno de los fenómenos que encara, Barthes se comporta como Henry James según Borges: sabiendo que es un espectador, no un actor de la vida. Sólo que en el caso de Barthes debemos resignificar estos términos en sentido brechtiano. Un espectador, sí, pero activo, alguien que ve la ceguera de las Madres Coraje y por tanto es depositario de una responsabilidad. Mirada doble que da cuenta también de su ubicación en el campo intelectual francés de posguerra, y que tanto desorientaba a sus contemporáneos: un crítico, pero un crítico que (se) escribe. Se comprende la incomodidad, propia y ajena, que suscita la encrucijada entre improvisación y moral, entre estilo e idea que Barthes no dejará de trazar y borronear.
En ese sentido, lateral pero nada insignificante, es “Mitologías” un texto autobiográfico de un novelista burgués. Tiene razón Bernard Dort: la novela de Barthes ya estaba escrita, y era “En busca del tiempo perdido”. Pero en estos ejercicios de escritura que poco a poco nos van trazando el perfil de quien habla, Barthes consuma una típica empresa de posguerra: el texto de un ‘spectator’. Es lo que hermana a Brecht con Rossellini, a Robbe-Grillet con Antonioni: la mirada testifical sobre el teatro del mundo.
Y finalmente, una conclusión un tanto melancólica. En el epílogo, Barthes se ubica bajo la sombra de Saussure, aunque todavía con una implementación más laxa que la que adoptará en los sesenta. De algún modo, durante su etapa semiológica Barthes no dejará de retomar las obsesiones inventariadas en “Mitologías”. En ‘El mito, hoy’ Barthes se lee y se reescribe en un sentido productivo, orientado hacia el rédito (simbólico y, módicamente, material). Llega la década de la cosecha. Pero es imposible dejar de comparar qué escrituras le dictaron Brecht, Marx y Sartre por un lado, y Saussure, Greimas y la Escuela Práctica de Altos Estudios por el otro. Habrá que esperar hasta los setenta para recuperar el placer en la novela de este intelecto.
(Actualización diciembre 2003 - enero febrero marzo 2004/ BazarAmericano)