diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En una de las varias notas al pie que prodigan las páginas de esta novela, el narrador aclara que sus personajes hablan de “comandos”, no de “grupos de tareas”, porque “esta expresión no se utilizaba en 1976”. No deja de llamar la atención, así, que la misma voz utilice la palabra “barriada”. En la Argentina o, por lo menos, en Buenos Aires y su Conurbano, es decir en el verosímil dialectal de la ficción de esta novela, a los barrios sólo se les dice “barriadas” cuando se habla desde la política, y sobre todo desde cierta enunciación política apostrófica, más o menos populista, no necesariamente de izquierda pero también, no necesariamente intelectual pero también. El narrador de “La crítica de las armas”, que es a la vez protagonista de la novela, dice “barriada” por barrio y en esa elección léxica, como en tantas otras del libro, marca uno de los rasgos principales del relato: lo que podríamos llamar su valor etno-histórico o, con la fórmula que Beatriz Sarlo usó una vez para referirse a la novela-testimonio de Miguel Bonasso sobre Cámpora, su “actualidad pretérita”, la aptitud del relato para sumergirnos en las formas particulares de una subjetividad histórica, en los modos de hablar e imaginar el mundo de un ‘tipo’ sociohistórico y de una cierta “generación”. “La crítica de las armas” es la autobiografía ficcional de un cobarde o, mejor, de quien no puede sino experimentar su propia condición como la del cobarde: Pablo Epstein, que en 1976 tiene 32 años, es un “militante de superficie”, es decir un intelectual de la revolución (no un combatiente guerrillero), que se persigue durante toda la novela con la atroz posibilidad de ser secuestrado por un “comando” de la ESMA o de cualquier otro chupadero de la dictadura; lo hace mediante ese verosímil histórico casi obvio –que, por supuesto, está en la memoria del lector al que apela- según el cual el terrorismo de Estado despojó de su carácter patológico a la paranoia, para convertirla en la conducta racional de casi cualquier argentino medianamente informado. Epstein -que se persigue porque es completamente verosímil que puedan estar, en efecto, persiguiéndolo para secuestrarlo, torturarlo y desaparecerlo- narra su tormento emocional prolongado como un intento desesperado e inútil por anticiparse a la lógica cultural de los represores, que insisten públicamente en la peligrosidad extrema, más que de los militantes armados, de los ideólogos de la subversión: “Si Evita viviera”, sintetiza autoparódicamente la novela, no sería montonera ni guerrillera; “Si Evita viviera sería librera”. Epstein, que en los setenta ha querido ser filósofo de la “izquierda peronista” y que llegó a ejercer como profesor universitario, recuerda que durante los años del horror imaginaba esconderse en su papel de vicepresidente de la empresa de fabricación de cables de su familia, recuerda que se casaba, tenía hijos, pasaba por los divanes de varios terapeutas, asistía al ataque mortal de aneurisma de su mejor amigo en un hospital público durante la noche de la final entre Argentina y Holanda en el mundial de fútbol de 1978, era más tarde abandonado por su esposa (harta de su obsesión persecutoria), veía luego morir a su padre el día de la rendición de las tropas argentinas en Malvinas y descubría mucho más tarde, como una señal del cambio sin retorno de los tiempos, que uno de sus hijos era, además de inminente odontólogo, “gay”. Esta especie de soliloquio impiadoso de quien durante el Proceso “vivía en el espacio concentracionario de su cabeza” se narra desde un momento preciso, el 21 de octubre de 2002, día de la Madre, bajo la forma de unas memorias conversadas, en segunda persona, dirigidas a la autora de sus días a quien el narrador se propone asesinar esa misma noche, en la cama del geriátrico donde ha ido a visitarla. Para entonces, hace mucho que Epstein ha dejado de enseñar Hegel para impartir cursos de postestructiralismo y leer Lacan, Derrida, Deleuze o Lyotard. El personaje narrador, analítico y reflexivo al extremo, compone así una imagen de intelectual tópica, un lugar común de época con todos sus clisés retóricos y mentales; luego, la voz de Epstein funciona como el expediente novelesco para actualizar y reexaminar en detalle una doxa política, ideológica y cultural en sus más variadas vulgatas y puntos de reconocimiento, casi siempre en un registro intensamente coloquial que, luego, no carece de interés como documento socioligüístico o ficción dialectológica sobre un tipo de época aun hoy muy presente en los discursos de circulación pública (casi nada de cierto imaginario queda fuera: la violencia política de los 70, el exilio, el peronismo y la izquierda, los intelectuales y la vida universitaria, el psicoanálisis y el psicodrama, etc.). En este sentido, Pablo Epstein, a quien ya conocíamos por “La astucia de la razón” (1990) es más que el “alter ego” de José Pablo Feinmann, por más que la novela haga mucho por orientar al lector más o menos familiarizado con la figura pública del autor -columnista de medios, ensayista político, guionista de cine- hacia esa reducción autobiográfica.
En relación con esto último, la figura del narrador que describíamos vuelve por lo menos narrativamente aceptable, a la vez, la vergüenza literaria ajena que en otro contexto podrían provocar el ingenio ligero, el descuido deliberado de la escritura para privilegiar los modos conversados o pensados del decir, las formas coloquiales del humor argentino de café y la recurrencia de una especie de ‘kitsch’ filosófico y cultural ‘progre’ cierto gusto argumentativo y figurativo reconocible –el habla de Epstein carga apenas las tintas sobre la que frecuenta Feinmann en sus columnas de “Página/12”- . Ese impulso es el mismo da tono y que conduce a acumular una serie de simetrías simbólicas obvias y explicitadas una y otra vez: Epstein, amenazado nunca sabemos si sólo imaginariamente por los comandos militares, sufre la extirpación de su testículo derecho, circunstancia que alegoriza autoirónicamente su cobardía ante el clima de exterminio (Epstein “no tiene huevos”); pasa entonces por “el quirófano”, el eufemismo médico con que los verdugos denominaban la sala de torturas, y es sometido luego al discurso sádico de los médicos y a radiaciones que remiten, claro, a la picana, tortura que se aplica –imagina Epstein- mediante los cables que la empresa de su familia le vende a la policía. Católico por parte de madre pero judío por ascendencia paterna, el narrador es también a la vez peronista pero de izquierda, empresario y vendedor pero intelectual. En paralelo, la figura de su Madre tiene todo el peso de la Patria, una y otra resultan “monstruos” intercambiables en el sistema de sentidos alegóricos del relato, y eliminar a la primera es un modo de hacerlo con la segunda. Esos juegos parecen condensarse, de modo no menos transparente, en una serie de desplazamientos denegatorios, mediante los que la supuesta amenaza real es sustituida por otra imaginaria: al inicio de la novela, el narrador recuerda que tras asistir con su familia a una proyección de “La guerra de los mundos” su madre había asegurado, con una gesticulación que a partir de allí será para él la expresión del miedo, “que eso era verdad, [...] que eso iba a pasar, que un día iban a llegar ellos, los marcianos”. Más tarde, su esposa y su analista tratan de convencer a Epstein de que está repitiendo el mecanismo: su “terror compulsivo” por la amenaza militar es una sustitución de su miedo a la “metástasis” y a las “células fugitivas”. Su mejor amigo le cuenta que en una novela de Stephen King un canceroso terminal a quien le restan sólo tres meses de vida sólo habla de la invasión extraterrestre que en tres meses acabará con el mundo. Pero Epstein no se deja convencer: “Un psicoanalista y un oncólogo –replica, esta vez en estilo indirecto- lo encerraron en el país de las desapariciones”.
Esa crítica del sentido común como encubrimiento denegatorio de la culpa del horror se vincula directamente con otra insistencia de la novela: el problema de la complicidad individual y colectiva ante la masacre dictatorial; la cuestión aparece por una parte en las cavilaciones angustiadas del narrador acerca de las indecidibles fronteras entre cobardía, indiferencia y colaboracionismo; por otra parte, en la crítica entre decepcionada y cínica hacia los personajes socialmente ‘populares’ y hacia las mayorías sociales, con que Epstein ha reemplazado su juvenil idealización de “las masas” (además de un episodio tópico, el de la multitud enfervorizada de nacionalismo que festeja el triunfo en el mundial de fútbol, dos escenas confrontan cierto ingenuo populismo del narrador con la brutalidad reaccionaria y pro-militar de sus amigos de clases sociales bajas); la crítica de las complicidades históricas se articula, finalmente, con la impugnación del militarismo de los Montoneros y del ERP, a que remite en parte el título de la novela, tomado de una cita de Marx donde la adhesión de las masas a la teoría aparece como condición de la revolución armada.
Menos por su poética del relato que por algunas de estas constantes –el consentimiento colectivo a la dominación militar durante los años del exterminio, el discurso médico como analogon y también como parte del aparato genocida, la crítica del militarismo guerrillero, el trauma de Malvinas, la cuestión nacional como catalizadora de la predisposición autoritaria- esta novela de Feinmann podría ser considerada entre las variantes no siempre novedosas de un conjunto de ficciones argentinas más o menos recientes –digamos, desde “Villa” de Luis Gusmán en adelante- que procuran componer modos de narrar las experiencias extremas del pasado inmediato.-
(Actualización agosto- septiembre - octubre - noviembre 2003/ BazarAmericano)