diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Para el gran poeta Eugenio Montale la poesía no es una “forma de iluminación”, sino una especie de “parto”, es decir un ‘alumbramiento’, o en definitiva, una manera de someterse a ‘expulsión’. Este modo de observar la finalidad poética va de la mano con “El viajero insomne”, último trabajo en vida de Sandro Penna (1906-1977) que la editorial Melusina publica, en una excelente traducción de Edgardo Dobry. Los catorce poemas, breves, levísimos, que conforman esta singular obra obligan sin duda a repensar una escritura que tiene su genética. Además de este breve libro, la edición se completa con otro, “Extrañezas”, un texto fechado en 1976, gemelo, en muchos sentidos, de “El viajero insomne”.
Habría que decir que los poemas de Penna provienen de un yo inmóvil, entre sombras, pero en clave de voyeur, no fisgón, aunque sí observador microscópico. No se trata de un poeta que describa un escenario, sino que devuelve en verso la mirada interior ya tamizada: “Las noches vacías, llenas de tambores / que de golpe pasan. Y la luna / templa cada vagido en el silencio”. Aquí lo nocturno, imagen deudora de la poesía amorosa, es una caja sin resonancia donde el mínimo movimiento supone la atención del poeta, mientras que la luna pivotea como un refugio de los gemidos nocturnos. Entre el vacío existencial y la añoranza ocurren los versos de Penna.
Pero también los textos trabajan una mirada donde la corrupción está a la orden del día. Y aquí ‘corrupción’ no contiene un modo moral de balbucear las cosas que transcurren, sino que refiere a una degradación afectiva y corporal al final del túnel de una vida. En “El viajero insomne” los límites entre verso y prosa se acercan, lo que equivale, como diría nuevamente Montale, a que el verso siempre “es una ilusión óptica”. Sublimación vertical, entonces, de una prosa que no se asume como tal y que antepone su deriva como verso. Toda la obra de Sandro Penna se erige en medio de una época donde prevalece el orden narrativo, y en este último libro del poeta italiano se enmarca la batalla final por disponer la materia fugaz de la poesía. En ese sentido, el trabajo de las palabras en Penna se vuelve intercambiable, o mejor: desmontable. En ese aspecto, entonces, si cambiáramos la palabra ‘viajero’ por ‘barquero’, tal vez nos aproximemos aún más a la idea de “viaje final” hacia las sombras que impone este pequeño pero potente volumen en verso.
Es factible percibir el puente formal que existe entre la poesía de Penna y la de Guisseppe Ungaretti. Tres afinidades, por lo menos: un diccionario propio que trabaja sobre la base de una marcada indigencia del lenguaje; cierto imagismo poundiano devenido típica pesadumbre escénica a la italiana, relacionado a las imágenes, y en cuanto a lo formal, el uso de un hechura epigramática que tiene su herencia en los grandes poetas latinos, como ya es sabido hasta el hartazgo. La diferencia fundamental es sólo una: la aparición de una ‘erótica’, en Penna, barre con cualquier edificio normativo establecido por Ungaretti. La erótica modifica la dirección de cualquier escritura, porque parte de un principio de oblicuidad en la estructura verbal. La poesía de Ungaretti no es oblicua sino vertical (es decir, ‘poesía’); la de Penna es desnivel e inscripción, es decir, ‘escritura’. Y aquí “erótica” podría fundirse con poética, o con estrategia terminal del autor. En Sandro Penna, esta particular ‘poética’ se resuelve al sesgo. El poeta italiano realiza una lectura radial del objeto ausente, a la vez que formaliza la presencia concluyente de un deseo que no es descripto, jamás poetizado, y no responde a los códigos de resolución habituales al material poético. En los poemas de Penna hay una realidad preexistente que es sugerida y que al querer evitar a toda costa su salida se instaura en los contornos de una superficie. Por eso, en ese esfuerzo por rodear la fijación de un objeto (de deseo), su poesía trabaja a las puertas de la posesión, otorgando un sentido a las errancias del sujeto, en este caso, el poeta mismo. En ese ladeo de Penna se observa la marca de una escritura que evita acordar pactos funcionales a la emoción directa. Sus versos son sencillos, no inmediatos, y rearman sentimientos conocidos que despliega hacia los límites mismos de la zona de afectación personal. Cuanto más los aleja del centro de la emoción, más sugerente se vuelve la palabra. Por eso su escritura no es directa, elabora desde el centro hacia fuera e invierte los movimientos de la poesía tradicional, que por lo general tiende a organizar los sentidos en forma piramidal hasta llegar al núcleo de la causa. En suma, en Penna no existe una poesía del origen, sino de las esquirlas; de la oblicuidad del sentido que a la vez que atraviesa la materia verbal la ralentiza, la expande y desconcierta. “El viajero insomne” elude de esta manera el momento de poner un punto final al poema, un aparte en la vida misma que reacciona al ojo que la lee. De esta manera, los cánones poéticos están distorsionados, creando nuevas leyes, absolutamente propias. Por eso es escritura, y sus poemas (que lo son, claro) funcionan como textos, y a la vez como el residuo de una suma de voces que hubiesen hecho de ese magma de pesadumbre una sensación reconocible.
“El viajero insomne” también podría definirse como una galaxia en expansión interna, es decir, un despojamiento más bien artesanal que Penna le confiere a las pocas palabras que distribuye en el texto. No se trata sólo de economía, sino de un fuerte ejercicio de sordidez, en un mundo neutralizado por la penuria real. Se trata también de la escritura de un hombre que reniega de “la larga lista de encuentros nocturnos”, como si el hallazgo de un lugar, un sitio donde enrolarse, no fuera motivo suficiente para frenar la expulsión del poeta en el mundo.
En estos dos textos de Penna (“El viajero...” y “Extrañezas”) sobresale además la voz de un poeta amoroso que logra desafectar la retórica de cualquier posibilidad de afectación. El deseo por el otro está apenas inscripto, como si fuera parte de un diario de concurrencia al que las palabras sólo agregan sus motivos principales. Pobreza, sí, incluso en un sentido cristiano, es lo que delega Penna para aludir a la fealdad de un muchacho que observa sin control su propio sexo erecto: “Pesa sobre la ciudad, pleno, el verano. / En el huerto de la casa hay un muchacho / feo, que mira alucinado su / sexo erguido. Después suspira y toma / de nuevo a su poeta. Y cae la tarde”. Una imagen tan precisa como desoladora, que da la impresión de ser extraída de un famoso poema de Salvatore Quasimodo. Aquel muchacho “suspira y toma de nuevo a su poeta”, y todo vuelve a su sitio: la poesía no alcanza para propagar una erótica en el tiempo. De esta manera, la pasión del poeta reconoce que en él la pulsión sexual es una cuestión tardía y pertenece al campo de lo alucinatorio.
En estos textos los deseos se sacuden espantados y huyen gracias a una risa que obliga a abrir los postigos que el poeta quiso cerrar. Hay además un juego de claroscuros en los poemas de Sandro Penna, pero que no se dan como un todo unificado, sino que tanto luz como sombra son momentos parciales donde el poeta intenta ejecutar su mundo. En el abrazo erótico la poesía de Penna propone un deleite doble: “Este cuerpo que abrazo (¡y que me abraza!) / tiene gusto a barro y gusto a estrellas. / Y yo no sé quién tiñe ahora / (en un profundo juego) las estrellas / de rojo” (“Erótica”). Mezcla de esos altos y bajos (barro y estrellas), la estética del escritor italiano aprisiona una sensualidad contenida, jamás crepuscular. En ese “abrazo”, el cuerpo del poeta no controla las secuelas de la pasión, y ni siquiera define quién modifica ese instante proverbial del deseo: una calistenia cuya tendencia final es la efusión de lo amoroso. En ese poema los sentimientos profundos del poeta se dejan llevar por la provocación, lo abyecto que trasluce en cada actitud resultante de una heráldica clandestina. Cuando Penna se pregunta “quién tiñe las estrellas de rojo” decide no nombrar, aunque sí rezagar la escena hasta un punto indeterminado y así sumergirse por atracción en un juego desconocido.
Los poemas de esta edición de Melusina, entonces, dejan escuchar un ritmo como de algo que cae sobre la superficie. En ese fluido de habla temporal la poética de Penna se resuelve en un presente puro, más bien austero, que no concibe la sugerencia como vacío ni silencio, sino como un pleno transcurrir, suceder del vicio de la existencia hasta el fin de una muerte, que el poeta anticipa como “injusta”.
El texto se detiene justo en el momento de retomar el aliento: así debemos entender el final de Sandro Penna y también los límites perfilados por su poesía, vacilando entre el agotamiento y la progresión, y de inmediato, nuevo agotamiento. El viajero ya desvelado observa una luz única, que ríe, mientras que un creciente rechazo lo rodea, hasta convertir el día, la noche y el alba, en una masa confusa. De allí en más, su escritura se volverá inalterable.
(Actualización abril - mayo - junio - julio 2003/ BazarAmericano)