diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Miss Tacuarembó, la novela de Umpi reeditada este año que también trajo el estreno de una película del mismo nombre, es una historia contada con perfumes. La neurótica narradora Natalia, que pasó su infancia en Tacuarembó soñando con estar en otro lado, y que en el presente del relato vive en Montevideo soñando con estar en otro lado también, no sólo es promotora de una perfumería, sino que también ordena el mundo desde las esencias. El perfume, que en Miss Tacuarembó funciona como mecanismo narrativo (“Para mi séptimo cumpleaños me regalaron un perfume Mujercitas que me duró dos veranos”, dice en el comienzo del capítulo 42), material y a la vez evanescente, como metáfora, y a la vez como expresión concreta, de lo que la protagonista desearía. Porque Natalia, entregada a ese tipo de disquisiciones mentales que llamamos neurosis, entiende el mundo desde las fragancias, desde chica, y en ellas se refugia para pensar utópicamente su lugar en ese mundo soñado. Y porque además en ese deseo por el perfume hay encubierto –pero no del todo- otro deseo que se revierte sobre el final: el de no tener cuerpo. “Soy gorda”, dice Natalia una y otra vez. Mientras tanto no baila como cuando era chica. Tampoco tiene sexo. Y apenas come, preocupada por tener más volumen, más materia de la que ya tiene, y que tanto le pesa.
El relato alterna el presente poco y nada satisfactorio de una Natalia de veinticuatro años con ciertos episodios de su infancia en Tacuarembó, origen de la ambición de ser modelo y de la costumbre de refugiarse en el perfume. Narrada como un verdadero melodrama con héroes y villanos –los héroes, en la pantalla del televisor, en las novelas centroamericanas de los ochentas; los villanos más cerca, pueblerinos, mediocres, todos los que no entienden el deseo de otra cosa-, la infancia no es un paraíso sino, por el contrario, el escenario de una lucha por plantarse en el mundo: Carlos quiere jugar como las chicas mientras vive en una sociedad que solamente le da a elegir entre Pibe`s y Coqueterías; Natalia se enfrenta con un Cristo personal, tiránica, y le demanda desde una tarta de frutillas hasta la misma muerte de la madre de Carlos, y los dos amigos pretenden estar juntos mientras los adultos intentan separarlos. En esa telenovela la protagonista también tiene su parte de villana, en la complejidad de una nena que manipuló la medicación de la abuela para sacarla de medio y recuperar la habitación que le habían usurpado, como si se tratara de llevar hasta lo literal las fantasías salvajes de los chicos.
Si hay algo de paraíso en esa infancia se debe solamente a una cuestión temporal, a que es lo que está antes, antes que las posibilidades aparentemente infinitas se cerraran y la realidad se redujera a ese conjunto de datos pobres y endurecidos (no tengo novio, no me gusta mi vida, no quiero a mi madre). La única ventaja de esa época, vivida en una micro-sociedad competitiva donde el resentimiento y el maltrato existen (el chico gay al que reprimen todo el tiempo, tanto la madre como la directora del colegio que lo encuentra desnudo con un compañerito, las gemelas malditas y ostentosas), es la de tener al futuro como un terreno vacío por delante. Un futuro realizado en juegos que prefiguran lo que se quisiera para más adelante (futuro conjugado en pretérito imperfecto), en esos pocos momentos felices en que Natalia y Carlos desfilan como modelos: “Fuimos y volvimos cientos de veces con los ojos y los pasos zigzagueando acompasadamente. Secamos los charcos con nuestros pasos. Éramos dos modelos girando alrededor del mundo. Éramos dos lunas. Dos lunas divinas”.
Lo cierto es que Miss Tacuarembó, que contrapone la infancia y los veinte años desde una estructura narrativa que alterna los dos tiempos, es inesperadamente amarga, y esa amargura escrita con humor y levedad le permite construir un lugar propio dentro de las narrativas pop más recientes. En la trama de desilusiones que propone, de constatar que el mundo no es lo que se pretendía y que las cosas no salieron como se esperaba, sorprende comprobar que Natalia ni siquiera ganó el concurso para ser Miss Tacuarembó, es decir, que la novela se construye a conciencia alrededor de algo que no existió nunca. En medio de esa pobreza, el perfume funciona como una salida; Natalia cree que, como las hadas madrinas de los cuentos, determinados perfumes pueden transformarla en “una chica mucho más dinámica, fuerte e impetuosa”, así como traduce la dificultad para relacionarse con la madre en términos olfativos. Por eso el punto más intenso de la narración es el que repone el cuerpo, en una fiesta que deja a Natalia tirada en el piso, con la nariz partida y “sin olor”, un poco más parecida a esa Natalia adolescente que después de la derrota vislumbra otro día de levantarse “con olor a nosotros mismos”.
Entonces, aunque la novela esté cargada de citas pop (de los perfumes que usábamos cuando éramos chicos, de Jeannette Rodríguez, de Parchís) no hay nada que se parezca a la nostalgia. Las referencias funcionan más bien como modo de situar la experiencia de una generación, condensada en la vida de Natalia, para la que el futuro nunca fue algo pensable. O en todo caso, en Miss Tacuarembó la nostalgia no es por el pasado sino por el futuro, ni tampoco estrictamente por la infancia sino por ese tiempo en que había algo por delante y era posible imaginar otra cosa. Es ese el momento que persigue el relato, hacia atrás. Como lo muestra la frase final, con amargura, hay verbos que sólo fueron conjugables en futuro antes, irremediablemente antes.
(Actualización diciembre 2010-enero 2011/ BazarAmericano)