diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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/  Osvaldo Aguirre

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Diseño

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Experimentos con la verdad
Toda la verdad, de Juan José Becerra, Buenos Aires, Seix Barral, 2010.

Ingeniero acaudalado que rompe con todo, se mete a anacoreta rural y vuelve de un sacrificado exilio bonaerense para convertirse en gurú y best seller mundial de las “filosofías de vida”, Antonio Miranda tenía todo para caer en las redes de Juan José Becerra. Por un lado es un objeto “malo”. Tiene la biografía accidentada, el aura de impostura y astucia, la sintonía milagrosa con la época y la ambivalencia —siempre a mitad de camino entre la revelación y la imbecilidad, el genio y la afasia— de esas celebridades de pacotilla que Becerra ha despellejado sin asco en sus ensayos sobre la actualidad (Grasa, Patriotas) o en los zooms-in letales que escribe mes a mes en Los Inrockuptibles, mesas de disección donde los héroes, las lógicas y las imposturas de la Argentina contemporánea aparecen desmembradas con el bisturí gozoso y malsano de un mitólogo del siglo XXI. Pero Miranda es también un objeto “bueno”, un personaje ejemplar, perfectamente digno de asilo en la casa de la ficción que Becerra viene construyendo desde Santo (1994), su primera novela. Tiene el don de dejarse raptar, perder la cabeza, salirse de quicio y desertar, y el privilegio ambiguo de los genios, los sonámbulos o los dementes: habla en lenguas. Suerte de iluminado contemporáneo, Miranda es un don Nadie, un pensador malgré soi, plataforma o display de un conocimiento del que es apenas un portador distraído y negligente. Tiene más de sabio idiota o de autista que de calculador o de cínico. Es más Chance, el zombi irrefutable de Jerzy Kosinski, que Paulo Coelho o Deepak Chopra. A lo largo de toda la novela, de hecho, el personaje casi ni habla. (“Una historia de vida simple más un tratado silvestre sobre la verdad”: las pocas palabras que articula sobre su epifánica temporada en el campo, núcleo original de lo que poco después será su exitosísima “filosofía”, son genuinas o al menos meramente figurativas; es el infierno que son los otros —su amante, la industria editorial, el marketing, la publicidad, los medios— el que las eleva a la condición de mercancía cultural y las globaliza en una farsa descomunal.) Esa renuncia al lenguaje es la gran deserción que lo singulariza, más radical y aventurada aun que la que lo induce a abjurar de la mañana a la noche de sus teléfonos celulares, su cachorro sharpei, su hija, sus alcoholes importados, su televisor de 108 pulgadas y el proyecto de edificio de veinte pisos de Costanera Sur que lo habría enriquecido, entrampándolo al mismo tiempo en una telaraña comercial tejida entre la tenebrosa Ciudad Juárez y un call center con sede en Rosario.

Quizá por primera vez, los dos Becerras (el novelista del Tiempo y el desollador de la Actualidad, el obsesivo de la forma y el perro de presa excitado por el olor de la escoria) se entrecruzan de un modo brutal, sin anestesia, en Toda la verdad, una novela a la vez fluida e impura, diáfana y barroca (desde Copi que no pasaban tantas cosas en tan pocas páginas), que hunde las manos en la carroña contemporánea —la fabricación de un best seller de autoayuda inspirado en las migajas de un Wittgenstein para descerebrados— para escanear su composición, su lógica, sus pormenores desopilantes o trágicos, pero también para exhumar sus momentos de insana inspiración, sus prodigios de novedad y creación, las líneas de fuga que la comunican con mundos de una libertad rara y regocijada, antagónicos pero contiguos.

La novela, de hecho, descansa en una extraña estructura centrífuga: un centro donde se cocinan las joviales ignominias de la línea de montaje cultural (los capítulos 2 y 3, con su desfile de ghost writers, editores inescrupulosos, genios del marketing, profesionales del chisme y expertos en relaciones públicas, todos abocados a transformar en un blockbuster planetario de la autoayuda la máxima altamente sospechosa que Miranda se trajo de su retiro campestre: para decir una verdad primero hay que vivirla) y dos paneles laterales anómalos, fuera de lugar (los capítulos 1 y 4), donde las ignominias del panel central parecen circular con el signo cambiado, enloquecidas o travestidas, como alquimizadas por una mirada etnográfica, y abren el horizonte para los dos ensayos de vida utópica con los que Miranda contradice o lleva a la perfección sus baratijas filosóficas.

Hasta ahora —el Santo Rosales de Santo y de Atlántida, el Castellanos de Miles de años—, Becerra había trabajado con héroes opacos, víctimas del abandono o náufragos, figuras capaces de compulsiones insólitas pero siempre asordinadas por una especie de lejanía esencial, que los anestesia y condena al insomnio de un tiempo único: el presente (tiempo, por otro lado, en el que están escritas las tres novelas). Toda la verdad, en cambio, está escrita en pretérito, en el tiempo por excelencia de la forma novela, y de la forma novela también por excelencia: la novela “de hechos“, de acciones, de sucedidos, que Becerra, empeñado en escribir contra sí mismo, ha declarado que se propuso escribir. Miranda, su héroe, ya no tiene nada, ninguna distancia que lo proteja: Miranda es la nube canallesca que lo envuelve. Sólo en él se funden el “mal” Wittgenstein (el aforismo filosófico como slogan) y el “bueno” (el que sostiene que todo lenguaje es una forma de vida y sienta las condiciones para los experimentos de existencia que abren y cierran la novela). Sólo en él la malversación, el cinismo y las descaradas maquinaciones de la industria cultural pueden suscitar hipótesis vitales nuevas. La primera (el principio de la novela) es privada, individual, un ejercicio solipsista que implica una deserción radical (pariente cercana, en más de un sentido, de la que pone en práctica Mauro Saupol, el protagonista de otra novela argentina wakefieldiana: El escritor comido de Sergio Bizzio) y la sustitución del lenguaje por las formas múltiples del hacer (talar, asar, carnear), que el narrador desmenuza con un nivel de detalle feroz, como si escribiera un manual de actividades humanas para marcianos. La segunda (el último capítulo) exige una segunda deserción (el héroe vuelve a retirarse del mundo), que es más radical aún porque implica un desafío prodigioso: la invención de una especie de comunidad orgiástica, una sociedad-cuarteto (la que forman Miranda, Mercerat, Filipi y Margarita Russo) fundada en una “verdad común” que es sexual y es indescriptible. Lo dice el narrador: sólo habrá alguien capaz de describirla “cuando la literatura vuelva a ponerse de moda”. ¿Cuándo será eso? Quién sabe. El narrador de Toda la verdad —un narrador tan entretenido con otras cosas que el único diagnóstico técnico sobre el campo literario que se permite mal podría pasar inadvertido— ni siquiera se animaría a jurar que esa posibilidad sea deseable. Si La verdad de tu vida (el best seller del ingeniero Miranda) es lo que está de moda (y en ese sentido Toda la verdad puede leerse como la crónica del ascenso y caída de un hijo dilecto del prêt-à-porter cultural), puede que el lugar de la literatura esté desplazándose, buscando asilo allí donde no queda nada, en esa “vida polar”, esa llanura cubierta de nieve, despoblada incluso de lenguaje, donde el personaje de Miranda se enfrenta por primera vez con la verdad.

“¿Cómo seguir? Es una pregunta que se hacen todas las historias”, dice el narrador sobre el final de la novela. Es obvio que Becerra se la hizo y más de una vez. Lo que asombra es la limpieza con que supo borrar todas las huellas del esfuerzo. Más que un tema o un motivo alegórico, Toda la verdad encuentra en la deserción una especie de principio narrativo rector, la fuerza que le permite seguir, ir más allá, reproducirse, sin tener que ocuparse de eso que atormentaba tanto a Flaubert: la transición. Si la novela de Becerra sin duda dialoga con Aira, es en la medida en que participa como pocas de esa política de la fuga hacia adelante que la ficción de Aira fue la primera en autorizar para la literatura argentina contemporánea. Contra el respaldo de la historia, la intempestividad de los acontecimientos; contra la memoria, la laguna, el atolondramiento, la perplejidad; contra las “buenas arquitecturas”, el desequilibrio, la inestabilidad, los crecimientos azarosos. Aunque quizá sea otra la ficción con la que más conversa Toda la verdad. No es Aira el que “corta” la relación fuerte, íntima, profunda, que Becerra ha tenido y sigue teniendo con el modernismo a la Saer; es Fogwill. Es su blend de lirismo y taxonomía sociológica, de experimentación lingüística y voluntad epigramática, de perspicacia analítica y de actitud slogan; como son también los burgueses excéntricos de Fogwill —en primer lugar el José María Pérez Largo de La buena nueva, que rompe con su familia y se lanza a caminar por el mundo— los que resuenan en el Miranda de la novela: pos yuppies complejos, carismáticos, desquiciados; conchetos ejemplares porque desviados y por lo tanto doblemente sintomáticos, en la medida en que aluden a su clase al mismo tiempo que acusan las grietas que la resquebrajan, las metamorfosis que la desfiguran, los pliegues secretos donde canallada y fraudulencia —las dos grandes, gozosas bêtes noires de Toda la verdad— insinúan formas de vida imprevistas.


(Actualización diciembre 2010- enero 2011/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646