diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Murena: entre el cuerpo y la promesa
Visiones de Babel, de Murena, México, FCE, 2002. Introducción y selección: Guillermo Piro; 519 páginas.

Una brevísima nota en la contratapa describe la ilustración (foto del encendedor y la estilográfica de H.A. Murena) con la que se presenta este grueso volumen, selección de una parte considerable de la obra de Murena. La composición de tapa, sobre un fondo de azul intenso en sus brillos, recorta estos objetos en una imagen fría, enfática. Prestigios de la letra y el humo. No parece legítimo señalar una circunstancia iconográfica para hablar de un libro quizá esperado con tierno encanto, el anhelo y los afanes del público `entre-nos´ de la literatura. El prólogo se encarga suficientemente de subrayar esa demanda. En su estridor técnico –los términos son de Murena–, la imagen, sin embargo, habla de una historia de lecturas, del modo en que fue tejiéndose en estos años un retorno a Murena. Dos palabras acerca de la reedición del autor y, si se quiere, acerca de la política de reedición. Entre los ochenta y los noventa hubo un Murena de culto, precipitado en el rumor, el secreto cenacular. Un pequeño círculo religioso hablaba del oficiante, de sus misterios y lejanías. Se quiso poner de manifiesto la premisa débil de que Murena había sido víctima de censura en el campo hegemónico de la cultura literaria de los sesenta y los setenta. Su distancia con “Contorno” se leyó a favor del espíritu liberal. Sus colaboraciones en “Sur” y en “La Nación” como índices de interés, de protección político-ideológica; su aislamiento, como aventura ideal del “artista verdadero”, del que se dice que no está en su cuerpo, el que resulta de un más allá del choque con la historia. Cierto, Murena no se situó del lado sartreano y fue un crítico muy temprano del fracaso soviético. ¿Pero a quién, a qué lectores, dedicó las versiones de Adorno y las traducciones de Benjamin? ¿A qué conciencia liberal apaciguó con la severa construcción de “la fiebre del oro”, del “campamento” y del “pecado original” de América? ¿A qué buenas señoras de “La Nación” sedujo la violencia sadiana, satírica, de “Caína Muerte” o “Folisofía”? Hacia mediados de los noventa, alrededor de las conjuraciones y las más diversas conformidades con la ciudad menemista, la obra de Murena comenzó a salir del primer círculo áulico, e inmediatamente después se volvieron a poner sus libros en circulación. “Folisofía” se reeditó en 1998, “Poliscuerpón” en 2001, la selección que nos ocupa en 2002 y, finalmente, está anunciada la reedición de su obra poética completa. ¿Habrán cambiado los tiempos ahora? El encendedor y la pluma, entonces: ¿repertorio que nombra un regreso triunfal? Constato un hecho menor: se persiste en la vaguedad que piensa en términos de equivalencia un hecho de difusión y la lectura de un texto. La misma incomodidad de antes, sin embargo, habrá de estar en las compilaciones de ahora. La misma dudosa dificultad para situar a Murena. Otro hecho, del mismo tenor: en la corriente queda abierta la ocasión de leer, de releer al autor de “El nombre secreto”.

La selección de “Visiones de Babel” * resulta significativamente útil para interrogar al menos tres aspectos: la crítica de la cultura y de la técnica, vía Adorno, la construcción de una metafísica esencialista del arte, del poeta y del lenguaje, provisionalmente diría vía Heidegger, y la representación del cuerpo, en el segundo ciclo de sus novelas, por vía de la tradición de la farsa y la escatología realista. La retórica del ensayo en Murena, su condición americana, argentina, la potencia y el registro tonal de Martínez Estrada, la dialéctica maestro-discípulo, la figura de los desposeídos, las versiones de Poe, de Baudelaire, de Rimbaud, de Quiroga y Arlt, “parricidas” del alma europea, la trama bíblica del pecado original de América, son otros núcleos igualmente significativos que, aunque se puedan seguir en las páginas del libro, excluyo de esta lectura.

Murena describió una y otra vez la condición alucinatoria de la cultura en el capitalismo, el efecto fantasmagórico, religioso, de los fetiches y las imágenes del modo de producción, expuso punto por punto la idea de que los documentos de cultura son documentos de barbarie. Al comienzo de `El estridor del conformismo´ hizo hablar, con mueca cínica, a un editor experimentado: “Hay que crear una psicosis. Todo lo demás no importa. Un libro se vende cuando se ha provocado una psicosis en torno a él. ¿Me entiende? Una psicosis”. Y acerca de la escena de la propaganda, agrega unos párrafos más abajo: “este arte con que el capitalismo occidental ha procurado y procura enloquecer sistemáticamente a una clientela ecuménica”. De esa religiosidad compulsiva vio la funcionalidad servil de los hechiceros, gurúes y sacerdotes. El siglo XVIII, la Enciclopedia, Locke y Rousseau, el ejército napoleónico, el positivismo. Vio la falsa libertad de la democracia liberal, la pedagogía curativa de los ideales, la política y el estado de derecho: “libertad para amar, pensar, trabajar, reverenciar (…) `hasta libertad para morirse de hambre´”(subrayado de Murena, en `Lo que oye el soldado´). En la misma línea, Baudelaire comentó de los belgas: se creen libres porque lo dice la Constitución. Acerca de esa última libertad –el hambre– no ignoró los datos que ahora y entonces proporcionan los centros más confiables de medición: “la negra mancha de la miseria cubre a más de un tercio de la población mundial” (…), “esto tiene un calificativo bien claro: explotación, palabra gruesa (…) aunque uno no encuentra otra para describir lo que han hecho ingleses, norteamericanos, etc., en América Latina” (pág. 321). El rasgo ilusorio, instrumental de la razón, de la cultura de la libertad, de la opinión pública y la técnica como herramientas de dominación, de la moral higienista y el espectáculo difuso de la mercancía forman en Murena un conjunto denso de valor que anuda sus ensayos. La crítica de Occidente, que mira al soldado en juicio de traición, se define como espejo, se completa con la subversión de la creencia `comprometida´ en el programa soviético de estado, que lo mira con una “condena a muerte”, bajo la sombra del espectáculo concentracionario. Tampoco la patria real de la revolución afirma una salida, una ciudad soberana, una ciudad que rompa la ensoñación y devuelva al soldado al dominio de sí. Acerca del desenlace de la Guerra Fría, Murena anotó la génesis de un mundo ahistórico (“un poder que marcha rumbo a una totalización tal que ya no necesitará ser totalitario, la ceguera para este fenómeno (…) capital de nuestro tiempo es lo que permite a tantos continuar preocupándose vanamente por el problema del totalitarismo”, pág. 358), un mundo cerrado a la acción, un “coitus furens” donde ya no puede haber ni amigos ni enemigos, donde no pasa estrictamente nada excepto la consumación del espíritu absoluto, `lo inaprehensible´, `lo opaco´, `lo igual´. De modo que al sujeto en cuestión sólo le queda repetirse con Mefistófeles (con Sócrates, escribe Murena, y no es menor la evocación): “Soy el espíritu que siempre niega”.

Y sin embargo, la necesidad de afirmar, de escapar del campo de la dialéctica y de la tragedia de la negación, tiene un anticipo en `El arte como mediador de este mundo y el otro´ (1969) y una vuelta más de tuerca sobre el final de la obra crítica de Murena en “La metáfora y lo sagrado” (1973). Hablo de la nueva religión de Murena, la religión del arte. La forma de esta idealización, de esta debilidad, es metafísica en cuanto enuncia la antinomia de un mundo aparente, éste, y otro, más allá, verdadero, de cuyo acceso es tributario el arte, la poesía. Murena va de la crítica de la alucinación religiosa del capitalismo a la afirmación de la alucinación religiosa del arte. La forma metafísica, como la de cualquier otro sacerdote del culto poético, arranca de un resentimiento. El resentimiento contra la apariencia, “que es para mí la vida y la acción mismas” (Nietzsche, “La gaya ciencia”). La metáfora (lleva, `fero´, más allá, `meta´) es para Murena el centro, la esencia del arte “que lleva más allá lo sensible y mundano y trae más acá el otro mundo”.

Hay una esencia de la poesía que es la que Heidegger lee en Hölderlin “poéticamente habita el hombre sobre la tierra”. Murena cifra lo que ya está dicho en el programa idealista de inspiración romántica: la idea de que hay una buena lengua de origen, una lengua anterior a Babel, lógicamente anterior a la caída en el rumor de la historia, donde se degrada, se pierde en el infinito de la traducción, y que sólo la `verdadera´ poesía redime. Mito de origen, lengua de una unidad que habla en toda la extensión del ser, que no requiere separación, que sólo está abierta a su pureza. Lengua pura, poesía pura: términos que para Murena “liberan de lo meramente fáctico”. Y en los que imagina, “una comunidad en movimiento –el movimiento del espíritu que procede del otro mundo– con el cual se desentiende (…) de la utilidad inmediata”. Los mismos términos: un arte verdadero y otro que es apariencia, industria cultural. Esta debilidad metafísica de la que hablo está en el ciclo de las “Visiones de Babel”, en una exposición precisa, detallada contra el artificio a favor de la esencia, a favor de la música que empuja hacia el espíritu contra el demonio de la palabra inesencial. Del lado del engaño y la apariencia, del lado del cuerpo, la palabra caída, la lengua del juicio, del comentario, del otro “el arte que es la operación mediante la cual Dios mueve el amor recíproco de las cosas creadas” (“La metáfora y lo sagrado”, pág. 440). Murena cree en el artista como medium, como instrumento de comunicación espiritual. Esta divinización del poeta que lo arranca del teatro de los hechos, que lo saca precisamente en el momento poético del choque desnudo con la historia, de su nombre propio, es un deslizamiento de Benjamin hacia Valéry, de Baudelaire (que no sufrió del prejuicio lírico de la buena lengua) hacia Mallarmé, del Borges de “Fervor” al de las ficciones, del panfleto, del interés, al manifiesto y el dogma, de la ciudad dramática al ideal doméstico. De ahí remata Murena el segundo movimiento de fuga dialéctica: un programa completo de salvación, de santificación por el arte: “El arte (…) –escribe– viene a cambiar todos los lugares y criaturas del mundo, para que cada cosa viviente, al comprender que no es lo que creía, pueda ser más, pueda ser cualquier cosa, todo lo que debe. El arte viene a salvar al mundo” (pág. 441). El objeto “sagrado” de Murena, la metáfora, es fusión de este mundo y el otro, unidad entre la cosa y la cosa en sí, entre lo representado y la representación, entre original y traducción. De ahí que reconozca sólo dos grandes estilos: el clásico (como infancia de la unidad) y el romántico (como aspiración de retorno). Quizá Murena necesitó excluir el horror, el desgarramiento sacrificial de lo sagrado, quizá por eso dejó de lado el nervio carnal del barroco, la voluptuosidad, la ruina real de los cuerpos.

Pero sin embargo, la comedia del cuerpo está en Murena. Es el tercer motivo que marco. “Epitalámica” (1969), “Poliscuerpón” (1970), “Caína muerte” (1971) y “Folisofía” (póstuma, 1976) hablan en otra lengua, en un tono que deja la gravedad de los ensayos y se abre a la risa. “Perdón de nuevo–. Lector, he aquí la verdad pura: soy Conchita. Conchita, la Máquina de Narrar. Ay lector, no te me espantes ni te repugnes ni me esquives. Está bien: no soy humana, no pruebo la banana. Pero ¿qué hay con eso? En cambio soy limpita y hacendosa y preciosa y muy precisa, como un reloj…” (“Caína muerte”, pág. 50). Este abrirse hacia la risa (la caína muerte es “discreta y progresista, incluso culta, yo diría que acaso lo único que le falta es volverse periodista”) está formalmente unido a una lengua contaminada, violenta, un gauchesco barroco en ruinas, superpuesto al rumor de Babel, la ciudad cruzada en lenguas, viejas, deformes, grotescas, cuya mayor explosión está en “Folisofía”: “Súpolo mamín, que muy al prencipio probó tragedia de las pasiones que levantaba. Contescióle ansí que un mancebo del entorno prendóse de ella, no por genérica gerontofilia folminante, sino por vero amor de quilate sin ganga (…) Pero mamoche no tenía los hornos para aqueles bollos”. La risa y el cuerpo, el trabajo, la política, el deseo: en clave de farsa. Mientras la novela argentina de los setenta se movía del naturalismo al pop, del cine a la trama policial, Murena ensaya una violencia intraducible contra el género, pone en juego una demoledora libertad formal, anuncia y llega más lejos en el tono, en la indiferencia menor de la comedia, de lo que poco más trade, por vía deleuziana, se leyó en Osvaldo Lamborghini.

Este tercer momento, simultáneo y otra vez en fuga respecto del segundo, se orienta como doble y antítesis de la veneración del arte. Irreverencia e idolatría, un juego y el otro, afirmación y negación. Una trama que se engendra y clausura en rutinas recíprocas bajo el auspicio de la crítica. Ascenso metafísico y descenso a la ruina. Lengua original y lengua devastada. En idea y en acto. Así entonces, ¿dónde situar, dónde fijar una convicción acerca de la obra? ¿En el doble ritmo de la profecía y su burla, en la dialéctica del ideal y lo que viene a desmentirlo, en la correspondencia entre el cuerpo y la promesa? Otra vez, queda sin responder esta pregunta, esta incomodidad que viene de la lectura.

* “Visiones de Babel” incluye “Primer testamento” (1946), “El coronel de caballería y otros cuentos” (1971), “La cárcel de la mente” (1971, selección de ensayos preparada por el propio Murena), “Caína muerte” (1971), “La metáfora y lo sagrado” (1973) y una antología poética tomada de “La vida nueva” (1951), “El círculo de los paraísos” (1958), “El escándalo y el fuego” (1959), “Relámpago de la duración” (1962) y “El demonio de la armonía” (1964). Todas las citas del autor, a excepción de las de “Folisofía”, están tomadas de esta edición.

 

(Actualización abril - mayo - junio - julio 2003/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646