diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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EL RÉGIMEN DE LOS HOSPITALES
Creemos que el poeta entrerriano se está desperdiciando por pura inexperiencia. No le convienen a Veiravé los poemas libres, donde su emoción poética auténtica se desparrama hacia todos los vientos. Su poesía está necesitando el canon y el clima del verso regular, dique de contención que ha de orientarlo por cauces seguros. (...) La poesía de Veiravé, definitivamente argentina, solamente necesita síntesis, emparejamiento y rigor.
Fermín Chávez, en “Histonium”, octubre de 1952, reseña a “El alba. El río y tu presencia”, de Alfredo Veiravé.
Una mezcla sutil de creencia, conocimiento e imaginación conforma ante nuestros ojos la imagen siempre cambiante de lo posible.
Francois Jacob, citado en “Laboratorio central”, de Alfredo Veiravé.
Once libros de poemas publicó Alfredo Veiravé, poeta nacido el 29 de marzo de 1928 en Gualeguay, Entre Ríos. Once libros que van de “El alba. El río y tu presencia”, de 1951 a “Laboratorio central”, de 1991, aparecido poco después de su muerte ocurrida el 22 de noviembre de 1991. En ese lapso de cuarenta años Veiravé abandonó Gualeguay, vivió un par de años en Buenos Aires y el resto en Resistencia, Chaco, ciudad en la que se radicó en 1957.
Un par de datos biográficos pueden ser útiles para entrar a su obra: el primero, haber nacido precisamente en Gualeguay y haber escrito ahí, casi adolescente, sus primeros poemas teniendo como maestros a Carlos Mastronardi y a Juan L. Ortiz. Dato para nada menor, César Tiempo supo escribir de Gualeguay en el diario “El Mundo” que era un “taller de poesía”. El consejo y el estímulo que estos poetas ofrecen a Veiravé tendrán un efecto prolongado y decisivo en toda su obra, aunque para ser sinceros, la influencia de sus voces no le resultará nada fácil de asimilar en sus primeros libros. Ésta se percibe con claridad sobre todo en el predominio de un fuerte tono lírico y, como lastre, en la repetición de motivos frecuentes.
De 1951, año en el que se edita “El alba. El río y tu presencia”, es también “La mano infinita”, de Juan L. Ortiz. Los dos libros contienen casualmente un poema fúnebre a Teresita Fabiani, sólo que mientras en Juanele el verso se aligera, comienza a ensayar movimientos espiralados, diluye sus contornos en un juego de ecos, preguntas y rebotes de sonido y luz que vuelven leve todo el poemario y hacen del dolor casi la respiración del verso, como en ese treno, tan conmovedor, que es el poema ‘A Prestes (Mi galgo)’, en Veiravé la primavera, las muchachas, las flores y el continuo tono elegíaco no consiguen casi nunca despegar de la página, se quedan, salvo contados pasajes de cierta intensidad, en retórica, en repetición de motivos y fórmulas que son marca registrada de la poesía neorromántica de los años 40, ya más bien desgastados para ese entonces.
El segundo dato biográfico es una prolongada enfermedad que padeciera el poeta a lo largo de prácticamente toda su juventud, que lo llevará durante años de un hospital a otro y que por un lado habría de marcarlo, más allá de las influencias literarias neorrománticas, con un tono sombrío y melancólico y, por otro, según relatara el propio Veiravé en una charla en el Teatro Nacional Cervantes, en 1975, lo decidirá a desterrar de sus poemas “los ángeles custodios, la nostalgia y la tristeza evidentes”, para desarrollar, desde “Puntos luminosos” (1970) en adelante una poesía móvil, expansiva, e insólita en el panorama de la poesía argentina.
En 1968 viaja a Iowa para participar en un encuentro de escritores y encuentra la imagen que da título al libro. “En ese año trabajé los originales de un libro que se titulaba ‘Nuevas técnicas de evasión’, y que poco a poco se convirtió en ‘Puntos luminosos’. Fueron los que vi un día en el Museo del Espacio de Washington en un extraordinario audiovisual ante un gigantesco globo terráqueo en el cual, a través de botones de luz, se marcaba el paso de las cápsulas espaciales. Frente a ese experimento de la técnica, de golpe comprendí que la poesía era así, puntos luminosos que se apagan y se prenden, en forma intermitente, ante nuestros ojos. Muchos años después encontré una frase del poeta alemán Gunter Eich que expresaba exactamente lo que descubrí en ese momento: “Yo escribo poesías para orientarme en la Realidad. Las considero como puntos trigonométricos o como boyas que indican el rumbo en una superficie desconocida”.
El cauce seguro del verso regular, el dique de contención que le ofrecía Chávez en la reseña de su primer libro era en realidad el abrazo de oso de una actitud conservadora, reaccionaria frente al arte. Ese comentario sería apenas un detalle de interés cuanto mucho histórico, si no fuera porque voces semejantes se escuchan hoy mismo reclamando una “voluntad de forma” que no es otra cosa que un llamado al orden frente a lo que se percibe como una inflación poética. Chávez dice “habituados como estamos a la lectura de libros poéticos sin tema sustancial, productos de escritores raquíticos...” y parece que toma partido en un solapado debate que aquí y allá se está desplegando en la actualidad en el medio poético argentino. Veiravé respondió en los 70 a esta cuestión ensayando nuevas técnicas de evasión para abandonar el silencioso régimen hospitalario, que ofrecía paredes seguras y sólidas, pero un menú frugal, ascético y más bien desabrido, y combatió el raquitismo con una dieta antropófaga y una voracidad digna de admiración, política que expuso en ‘Naturaleza y Tratado de Antropofagia’ (“Historia natural”, 1980). No eliminó el riesgo, porque sin riesgo su poética carecería de razón de ser, sino que trazó puntos luminosos para orientarse en la realidad y abrirla a órdenes posibles más que a órdenes seguros. Es precisamente por la asunción del riesgo que las palabras puedan bajar del poema como “pasajeros aliviados de la muerte” en ‘Radar en la tormenta’ (“Historia natural”).
EN EL PRINCIPIO FUE LA ANALOGÍA
Está en el medio de las melodías más secretas
por donde se comunican los seres,
en la unidad de voces acordadas.
(Es el centro y la unidad de esa Melodía eterna).
Alfredo Veiravé, ‘El poema’ en “Después del alba, el ángel” (1955)
enumeraciones que no alcanzan jamás la concentración:
esa sabiduría visual de transformarnos
en puntos luminosos
Alfredo Veiravé, ‘Puntos luminosos’, en “Puntos luminosos” (1970)
Desde finales de los años 50, pero con más fuerza ya bien entrados los 60, se desarrolla en Latinoamérica una poesía que ataca el lirismo de décadas precedentes. Parra en Chile, Cisneros en Perú, Dalton en El Salvador, César Fernández Moreno, Leónidas Lamborghini en Argentina, entre otros, practican una poesía que conoce muchos nombres (existencial, antipoética, paródica, etc) y que abre el poema a registros coloquiales, incrustaciones mediáticas, el relevamiento de la coyuntura, la mezcla entre alta literatura y literatura popular, la narrativización, la distorsión, el humor paródico, con una predominante actitud antilírica. No es difícil descubrir en Veiravé influencias de estas voces, se puede percibir a Lihn en algunos poemas, a Cisneros en otros. Como crítico el poeta chaqueño dedicó varios trabajos a leer en detalle las poéticas de Parra, Cardenal, Mutis. Y en efecto, la poesía de Veiravé incorpora también todos esos elementos, y se ajusta a la sucinta descripción precedente. Sin embargo, su poesía opera un desplazamiento, y hasta una profundización de algunos elementos de sus primeros libros, antes que una ruptura con la lírica; bien podríamos decir que Veiravé nunca dejó de ser un poeta lírico.
La escritura de sus primeros libros funciona a partir de analogías: la muchacha es una rosa frágil, o se inclina como un junco, o es como la sombra del pájaro ausente, el poeta es un pájaro sombrío, los amigos tienen la actitud íntima de la paloma o el cardo, las tareas cotidianas tienen la integridad fresca del nido en la rama, etc. Aquí subyace la concepción del mundo como un entramado de relaciones y correspondencias, hilos que ligan una cosa con otra; aunque en general lo que se relaciona es el mundo afectivo del poeta y la naturaleza circundante. La analogía cumple la función de permitir el pasaje entre adentro/afuera, o bajo/alto, y cimienta una circulación que no es indefinida, sino que va a dar a una trascendencia de tipo mística, en donde los hilos vacilantes que toda analogía deja sueltos finalmente se anudan. Baste como ejemplo la cita de ‘El poema’, de “Después del alba, el ángel”. Si el mundo cobra sentido a partir de una cadena de analogías, el lugar desde el cual ese sentido se otorga es el poema, “centro de las melodías más secretas” y “unidad de esa Melodía eterna” (y el poeta es naturalmente el sacerdote de esta ‘religión laica’). Allí, en ese lugar central la cadena detiene su movimiento y las diferencias son superadas en una unidad fuera del discurrir del tiempo. Es de esta concepción mística de la que Veiravé se aparta en los 70, no exactamente de la lírica; porque el cambio se va a producir precisamente haciendo proliferar la cadena de analogías y descentrando el poema, volviéndolo heterotópico a fuerza de abundancia. Así, vienen a participar en un mismo poema una ballena, el Chaco, las arañas del Corán, una mujer de piernas largas, la humedad de los helechos, el paleolítico; y en otros es posible pasar de París a Resistencia, de 1590 a 1970, del Mediterráneo a las paltas del vecino, de Plinio a los móviles de Calder.
“Te vas a aislar” le decían sus amigos cuando el poeta decidió radicarse en Chaco en el año 57; “lo que tengo que hacer lo puedo hacer en cualquier parte” contestaba Veiravé, frase muy bonita de decir pero para nada fácil de sostener en un país como Argentina, en el que si no es seguro que Dios atiende en Buenos Aires, no quedan dudas de que pasa por ahí a la hora de proponer el canon literario. Desde Resistencia, descentrado, Veiravé va a multiplicar las relaciones de sus poemas y sus propios vínculos personales con la poesía latinoamericana. Sus poemas adquieren más espesor, y a la vez ofrecen mayores dificultades a la lectura. Jugando con esa dificultad escribe ‘Ahora las explicaciones sensatas’ en “El Imperio milenario” (1973).
“Si bien no creo que el llamado “Mal de Pott” rija ningún género literario,” comentó Veiravé en la charla del Teatro Cervantes, “esos ‘estados’ de mi poesía anterior respondían también a un gesto de vida vivida por un lado, y de las indispensables lecturas por el otro. La desacralización del lenguaje se produce como consecuencia de un choque violento frente a las técnicas del mundo contemporáneo y a la seguridad de que los poetas habían bajado del Olimpo para instaurase en los medios de comunicación masivos, en la ruptura del tiempo de la eternidad atrapado en una máquina fotográfica, en la trasposición de esos desajustes cronológicos que son tan evidentes en América. (...) De allí nace “El imperio milenario”, en el cual recobré toda la voz conversacional, imaginativa y suelta, de mis naturales “asociaciones interminables”.”
TENGO UN MIEDO TORERO
Hablando de toreros recordaría también a los poetas jóvenes una respuesta genial de Dominguín: cuando le preguntaron en un reportaje cuándo consideraba él que un torero había llegado a ser un diestro, dijo: “cuando es capaz de pensar frente al toro...”
Alfredo Veiravé
Atomización de un centro único y proliferación de analogías contribuyen a dar el nuevo carácter de la poesía posterior a “Puntos luminosos”, sin embargo el poema no se dispersa, no se diluye en una serie de puntos inconexos, a pesar incluso de la disposición móvil de los versos en la página y el uso irregular (debiéramos decir “ funcional”, se usan cuando se necesitan) de los signos ortográficos. Que no acabe dispersándose del todo se debe en parte al nuevo tono argumentativo que asume el verso. El poema progresa a partir de pequeños elementos articuladores (de modo que, por esto mismo, es así que, sin embargo, como se ve, etc) que establecen relaciones de concesión, adversidad, causa y consecuencia, no siempre fáciles de percibir entre los elementos que se relacionan. Se propone un orden, el poema lo es, pero es un orden inestable, móvil, múltiple, que hay que volver a construir en cada lectura, sostenido por una voz lírica que se entrecruza con otras. Este entrecruzamiento Veiravé lo practica a partir de una técnica que el llama “hacer transparencias”, y que consiste en la superposición de una escritura sobre otra, como si una imagen, un cuadro de datos, un gráfico realizado en papel transparente fuese puesto sobre otro y la unión dejara ver detalles propios de cada hoja pero también amplias zonas de mixtura, de insólita coincidencia. En busca de estos nudos de convergencia Veiravé hace “transparencias” sobre textos químicos, físicos, antropológicos, históricos, literarios. Rescribe, traduce, construye canales, agujeros de gusano que permitan conectar campos autónomos; el poema resulta entonces un espacio de cruce y transformación. Los elementos disímiles que confluyen en el texto no se yuxtaponen por azar, por una técnica de zapping, o a la manera de un escaparate de polirrubro, sino por finísimos hilos, o intermitencias que es preciso seguir en la lectura, de un verso a otro, de un poema a otro, de un libro a otro, y de ahí en adelante.
La importancia de estos tres tomos de la obra del chaqueño (dos tomos de poemas y un tercero que recopila artículos sobre su obra, datos biográficos y una detallada bibliografía) radica, a mi entender, en la lectura que permite hacer de la poesía argentina actual; invita a repensar ciertas transformaciones de la lírica (como es su caso, o el de otro lírico omnívoro como Néstor Groppa) y a no quedar entrampados en la dicotomía lírica / antilírica, que por otro lado no permite abordar muchas de las escrituras emergentes. Invita a leer el mapa de la poesía argentina como multiplicidad.
La escritura de Veiravé puede ser pensada como la búsqueda de caminos posibles ahí donde la realidad parece querer imponer una clausura. Y esa sería una apuesta ética, una toma de posición frente a determinados problemas. La poesía, el arte, lo sabemos, no tienen efectos inmediatos sobre la realidad, pero son capaces de abrir campos de probabilidades y hacer pensables ciertos temas que la sociedad espectacular ha vuelto invisibles. No está mal concluir, entonces, con la lectura de ‘Ya no hay lugar para la frivolidad’, de “Radar en la tormenta” (1985).
(Actualización diciembre 2002 - enero febrero marzo 2003/ BazarAmericano)