diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Osvaldo Aguirre

Recuerdos de infancia y de muerte
Cielos de espanto, de Aldo Zargani, Buenos Aires, Losada, 2002, 292 páginas. Traducción de Roberto Raschella.

La autobiografía ha sido descripta como una forma de la prosopopeya. Consiste en poner en escena a los ausentes y los muertos, y en hacerlos hablar, actuar y responder; en tomarlos como testigos, garantes o jueces. El pasado vuelve a hacerse presente a través de la evocación y, en tanto objeto de rememoración, comporta un margen de ensayo y error, de ficción. La autobiografía presupone, así, que existe un tiempo anterior al presente del relato. “Cielos de espanto”, de Aldo Zargani, expone en ese marco un límite particular, que surge no desde la teoría sino por cierta experiencia: la de haber sido un perseguido del nazifascismo y afirmarse como un sobreviviente.

Zargani nació en Turín en 1933 y entre 1954 y 1994 trabajó en la RAI, la radiotelevisión pública italiana. El período que se propone evocar se restringe a 1938-1945, etapa a la vez siniestra y maravillosa: “son los años de la persecución y del miedo, pero también los años fabulosos de la infancia”. Ese lapso está delimitado por acontecimientos históricos: la promulgación de leyes raciales en Italia, destinadas a la segregación y el aislamiento de la población de origen hebreo, y el fin de la Segunda Guerra y la revelación de la magnitud de la Shoah. Entre esos hitos transcurre la odisea de una familia obligada a una existencia errante y clandestina. “Mi vida está rota en dos fragmentos desiguales –dice el narrador-: el tiempo de los siete años de persecución se ha multiplicado de modo desmedido”. El resto de su vida, más de medio siglo, queda reducido a un espacio estrecho y en definitiva no cuenta para la evocación, porque lo único que ha ocurrido y ocurre es el exterminio hitleriano, y esa catástrofe subsiste sin ser integrada en la sucesión ordinaria. Los hechos de la historia personal se han desprendido del tiempo corriente para instalarse en un presente que no puede hacerse pasado. “En mi interior, todavía hoy tengo diez años”, advierte Zargani: esta frase no está dicha al pasar, porque refiere al momento –tan desgarrador que es asociado con la muerte– en que el narrador y su hermano son refugiados en el Arzobispado de Turín y se separan de sus padres.

La circunstancia de que el narrador haya sido un niño al ocurrir los hechos es decisiva. La evocación de la vida adulta pone en evidencia las confusiones y los errores de interpretación de la infancia. Algunos equívocos parecen tan evidentes como lacerantes: el día en que el padre es despedido de su trabajo, el hijo lo recibe con alegría, sin reparar en lo que ha ocurrido ni sospechar, por supuesto, lo que ocurriría a partir de entonces. Otros son más sutiles, pero igualmente dolorosos. El recuerdo de un concierto del padre revive en el narrador un fuerte sentimiento de angustia, aunque en los otros miembros de la familia permanece como un momento de felicidad: falsa impresión que patentiza la traumática situación de un niño que percibe la presencia de algo ominoso en su entorno. La infancia es además la perspectiva que orienta la narración, en sentido estricto: funciona como un largavista y a la vez como una lupa. La rememoración suele ser minuciosa en el rescate de las acciones mínimas y de los gestos (había un lenguaje de gestos que se ha perdido, dice el narrador), quizás porque vivir bajo amenaza, vivir escondido, pone de relieve el orden trastocado: el padecimiento de la familia Zargani se hallaba tan generalizado que existía una expresión dialectal –`stermá´- para designar a los “hebreos escondidos”. “Yo recuerdo de aquellos queridos seres lejanos –dice el narrador- un conjunto entrelazado de actos, palabras, posturas, miradas, rayos de luz, reflejos, juicios míos que son huidizos y confusos como los fantasmas”. En cambio, los episodios históricos no son objeto de narración. Zargani no se dedica a comentar las leyes raciales, por ejemplo, sino que da cuenta de su impacto en la cotidianeidad: el padre es despedido de la orquesta que integraba, en Asti no pueden ir a la escuela porque no hay establecimientos para hebreos, los únicos que les eran permitidos. De igual modo, los campos de concentración nazis no aparecen sino lateralmente: hay un tono medido, y por eso contundente, para dar cuenta del padecimiento de las víctimas. El narrador no los ha conocido por experiencia directa sino a través de relatos, de las vidas de los amigos y los familiares conducidos a la masacre. Pero el horror no se limitaba a la mecánica del exterminio. La minucia de los perseguidores anegaba los lugares más recónditos de la existencia: “La ejecución de nuestra lenta condena a muerte exigía calma, organización y ritos burocráticos”. Lo ocurrido durante los siete años supone, por eso, un cúmulo de historias y gestos por descifrar, ahora y en lo porvenir. La autobiografía deviene en última instancia de la conciencia de algo desgarrador –Zargani lo describe como “lesión invisible” y como “enfermedad”– que no puede ser reparado y obliga al relato.

El centro de la autobiografía define un momento preciso: el 1º de diciembre de 1943. Ese día ha quedado grabado de manera minuciosa y Zargani lo relata paso a paso. Una circular del régimen fascista acababa de declarar a todos los hebreos enemigos de Italia. El pequeño Aldo es llevado con su hermano al Arzobispado de Turín; los padres se retiran para volver por la noche, y esas horas en que estuvieron ausentes son las más espantosas que se hayan vivido. “Aquella noche en que mis padres (...) murieron y no volvieron jamás por mi culpa”, dice el narrador. La impresión remite por un lado a una cuestión insistente en el relato: el peso de las creencias religiosas, la mezcla de judaísmo y cristianismo en que ese niño es educado (lo internan en un colegio salesiano) y la idea, que hace eco a la desesperación de los padres, de pertenecer a una población condenada, de sentirse impuro y corrupto. Por otro resulta más agobiante en tanto el niño carece de los posibles resguardos de un adulto ante la muerte, enfrenta una pérdida absoluta.

La memoria de lo ocurrido es representada por Zargani como un mandato familiar. Hay que “recordar por toda la vida”, dice la madre, en el recuerdo del narrador. Antes de morir, el padre se asegura de recuperar a un pariente asesinado. “Nos hizo prometer que si alguna vez teníamos una hija la llamaríamos Lina –dice al respecto el narrador–. Y apenas pude, naturalmente, obedecí, y Lina ha retornado”. De manera quizá inconsciente, hace además partícipes a sus hijos de la terrible experiencia que sobrellevan, y no solamente a través del relato: cuando lee en el diario que el gobierno decide expulsar a todos los hebreos a los campos de concentración hace que sus hijos lean con sus propios ojos la noticia; al salir de la cárcel, donde ha conocido la conmovedora solidaridad de los presos comunes, les ofrece un pan para compartir en ceremonia: “El pan sabía a cárcel y él nos lo había llevado para que conociéramos, según la costumbre hebrea, con la boca antes que con el pensamiento, aquel padecimiento. Y lo logró”. Los padres dedicaron los años de la persecución a salvar a sus hijos, a preservarlos para un futuro que se cumple ahora, en el tiempo de la transmisión y de la memoria.

 

(Actualización diciembre 2002 - enero febrero marzo 2003/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646