diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Ana Porrúa

Escandir un cuento
Ley de juego, de Miguel Briante, Buenos Aires, Sudamericana, Colección Narrativas, 2002, 217 páginas.

I

Un chico debe ir a buscar a su padre al bar del pueblo todas las noches a la hora de la cena; varios hombres reconstruyen, en un diálogo arbitrario, cortado, relatos del pueblo; una inglesa vive en el campo rodeada de perros hasta que pierde su fortuna; un peluquero mata, degüella, por amor y venganza; un joven recorre la escuela de la que partirá; el Moro y un forastero echan su suerte en un extraño juego de taba que duplica –desviando- uno de los enfrentamientos más memorables de la literatura argentina. Estas son algunas de las historias que se tejen en “Ley de juego” de Miguel Briante (General Belgrano, 1944-1995), un libro que se publicó por primera vez en 1983 y que ya entonces recogía una serie de relatos conocidos de “Las hamacas voladoras” (1964) e incluía un par más. Entre este último libro y “Ley de juego”, Briante publicó otra serie de relatos, “Hombre en la orilla” (1968) y una novela “Kincón” (1975).

II

¿Qué es lo que uno lee hoy en Briante? Obviamente algo diferente a lo que se leía en la década del 60. Es más, uno podría decir que aquello que hizo de Briante un cuentista olvidado y eliminado casi sistemáticamente por la crítica es lo mismo que hoy destella en su lectura. Antes se leía a Cortázar, se leían sus operaciones vanguardistas, se aceptaba como novedad el juego (las famosas dos lecturas de “Rayuela” por ejemplo, o el montaje de “La noche bocarriba”). Habría que indagar, alguna vez, hasta qué punto estos 60 convirtieron al lector en un buscador de esas marcas, en un encantado del procedimiento que fue desplazando poco a poco, a los oidores y a los contadores de historias. Se leía a Cortázar, entre muchos otros; no se leía demasiado a Borges por razones que no eran literarias.

En “Ley de juego”, en cambio y con un impacto que necesitó del paso de los años para construirse como “novedad” o como bálsamo, se leen historias impecablemente contadas, y la idea de `contar´ aparece tematizada una y otra vez en los relatos:
-Acá nadie explica lo que ya está- se le rió Arispe.
-Entonces que me lo cuenten –dijo el hombre, y se apoyó en el mostrador. (“Salen a mirar las sombras”)

La figura central en “Ley de juego” es, efectivamente, la del contador de historias pasadas. Pero ¿cómo cuentan estos narradores, estos personajes? Algunos, relatan lo que vieron o vivieron (son los testigos) y otros lo que escucharon. En ambos casos, la memoria es fundamental: es el inicio y la forma de todas y cada una de las historias. De tal modo que “Capítulo primero”, el cuento que abre el libro, instala al lector en un pasado remoto, el de la infancia en un pueblo del cual se sabrá, relato a relato, que linda con el río y con la estancia de los Laver. El recorrido es, en todo caso, el que va de la infancia a la juventud (y en este sentido son relevantes los cuentos siguientes como hitos de un camino hacia atrás: “Ultimo día” y “La Vasca”). De ahí en más, el paso adelante en el tiempo supone volver a retomar historias anteriores a las de infancia (se avanza entonces para retroceder). Así, el linaje de la Vasca aparecerá repetido en segmentos que hay que ir reconstruyendo. Su abuela, la Baguala, su madre Elena Fuentes, etc. La reconstrucción de la memoria tiene que ver, en este último caso, con los decires, con las versiones (como cuando el narrador arma la historia de la vuelta de González, en “Dijo que tenía que volver”, y apunta “Lo del reflejo lo dice mi hermana”, o más adelante: “Pero, entonces, en las palabras de mi madre todo pierde esa aparente solución de continuidad y se desbarranca, de un modo oscuro, imprevisto, hacia el final”) y no tanto con el destello que destaca algún hecho, objeto o gesto de la primera infancia, cosa que también aparece: “Miré a la Vasca. No recuerdo haberle visto la cara; sólo las manos, casi transparentes en la luz amarilla” (“La Vasca”).

Por esta razón, el formato del cuento no es el de una pieza de relojería, que abre una pequeña trama y la cierra (salvo en “Ley de juego”, escrito en 1974 y su continuidad o variación, “Salen a mirar las sombras”, de 1981), sino que –en la mayoría de los casos- el fragmento es el corte relevante. El relato tiene que ver, siempre, con el fragmento: “Fue a los dos días de estas charlas (que, al final, llegaban a interesarnos, por esa luz insegura que arrojaban sobre Herrera, aunque nada pudimos afirmar) cuando empezó a actuar en forma tan rara, cuando murió Pereyra y se le dio por recordar a su hermana de un modo indescifrable, velado.” (“A lo largo de esa calle que da al río”). Y la sintaxis de los cuentos es, en términos generales, la del recuerdo como morosidad, como aquello que se reconstruye despacio; un ritmo pautado por largas frases, con la sola interrupción de los diálogos.

III

A pesar de que los personajes entran y salen de escena (y por lo general no sabemos qué pasó mientras no estaban, como cuando se va Elena Fuentes, o cuando retorna González); a pesar de leer estelas de una misma historia hecha de fragmentos, el mundo de “Ley de juego” es cerrado. Casi con la pauta geográfica que ya se anotó, un pueblo que termina en uno de sus lados en la estancia de los Laver, que comprende la estancia del Inglés y la Inglesa y ciertos bares, además del Club Social; un pueblo con una calle que muere en el río, un río que tiene un punto reconocible, el Paso de la Baguala, al que se le puso ese nombre porque allí construyó su casa la madre de Elena Fuentes. Las historias no son lineales y completas, pero se mueven en un perímetro de baja escala.

Este carácter cerrado se ve también en las relaciones internas entre los cuentos; las remisiones de uno a otro no están dadas por el narrador sino por los personajes y los hitos memorables del pueblo (un asesinato, la llegada de un forastero, las tardes de la adolescencia en el río). Así, la historia de la inglesa aparece en el relato del mismo nombre y se completa en “El Inglés”, pero no sólo allí aparecen estas figuras, sino, por ejemplo, en las charlas de los muchachos en el club de “La Vasca” o en la farsa que el Loco Fuentes arma en el pueblo representando en clave satírica a sus personajes (“A lo largo de esa calle que da al río”). El caso de Rojas, que en ninguno de los cuentos es un personaje central, es paradigmático en este sentido; aparece y reaparece, se mete cada vez que puede.

Las cuentos se encadenan, remiten unos a otros, recuperan una cronología perdida y este efecto de eco también puede rastrearse en las constelaciones de personajes y en los modos de construirlas. Así, alrededor de Elena Fuentes hay una historia familiar, pero también un agrupamiento –una especie de imantación narrativa- de los personajes hombres. En “A lo largo de esa calle que da al río”, el relato más largo (tanto es así que podría considerarse una nouvelle, que además recoge casi todas las historias del libro), todos tienen una relación clara o equívoca con ella: el loquito –su hermano-, Herrera –el que viene de la Patagonia- y González. Pero también, Raúl Argüello y Gaspar, con los que ella vivió y que a partir de ella conforman una de las tramas policiales que aparece al menos en dos versiones en el libro, desde la perspectiva de Marcelino Iglesias que será quien capture a Gaspar cuando vuelve al pueblo –“Fin de Iglesias”- y desde la del narrador, que retoma los dichos de González sobre todo, en “A lo largo de esa calle que da al río”.

En este pequeño mundo siempre parecen tejerse las mismas historias y así como se traban los relatos, se superponen en capas sucesivas, también se traban los personajes; no sólo porque unos remitan a otros, sino porque en algunos de ellos parece estar contenida la diversidad. Así, González aparece siempre como “esa sombra de Argüello”, o imitando su voz, y de Elena Fuentes se dice: “Es como si Elena Fuentes, o la Baguala que vivía en Elena”, serie a la que uno podría agregar a la otra Elena, la Vasca, que necesariamente remite a su madre y a su abuela. Pero además, a estos personajes se podrían agregar otros, los que vivieron a lo largo del tiempo “en el rancho que da a la calle que está al final del río”, Rojas primero, la Baguala, el loquito cuando ya no están la madre y la hermana y Carmelo Herrera, al final.

Los cuentos de “Ley de juego” no podrían desplegarse (fragmentaria y desordenadamente como lo hacen) fuera del pueblo, porque Briante parece decir que los pueblos son mundos clausurados y también, de algún modo, lo es el pasado. De ahí que la repetición –desfasada, corrida en voces diferentes- sea una de las matrices de estos relatos: “De vez en cuando moría alguien, algún comerciante, y la viuda se hacía cargo del negocio, o del campo, y todo seguía su cauce simple, natural”. De hecho, al final de “A lo largo de la calle que da al río”, escrito en 1968, la historia se hace cíclica y asegura su retorno. Volverá, dice el narrador, la Baguala con su hija, Elena Fuentes, en brazos y luego Elena y su hermano crecerán en el rancho, en el que más adelante se ahorcará Carmelo Herrera, el que luego ocupará Elena, que morirá a la orilla del río. Todo puede suceder nuevamente o como dice uno de los personajes todo “volvió a volver”.

 

(Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2002/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646