diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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“El viejo soldado” es una novela que Héctor Tizón ha resuelto sacar del olvido. Según se explica en una nota preliminar, fue concebida en el exilio, en 1981. “Por entonces, en un ataque de insensatez y confusión, creí haber perdido mi país para siempre”, dice el autor al rememorar esa época. La nostalgia y el furor, “estímulos indecorosos que deben confesarse”, fueron los motivos de inspiración y acaso las razones para preservar al texto de su publicación. La escritura vino a constituir un desahogo, una catarsis que sirvió para abordar, poco más tarde, “La casa y el viento” y retomar así el cauce de la obra previa.
Las condiciones de producción no podrían haber sido peores, pero el resultado no es un texto defectuoso sino, por el contrario, una de las mejores reflexiones propuestas desde la literatura sobre una circunstancia determinante de la historia reciente. El relato se despliega con la habitual precisión de la escritura de Tizón, sobria y en consecuencia intensa, capaz de revelar la complejidad de un personaje en un acto mínimo. El juicio del narrador no ha sido perturbado por las emociones de sus personajes, no hay rastro de la turbulencia en que pudo afirmar su palabra. Lo que parece intratable es la experiencia misma de la que habla: la situación límite de un hombre, que el lector sigue como si se internara en un pasadizo para descubrir, en el final del recorrido, un muro sin fisuras. El horror de la tortura y la muerte, allí invocado, no sólo resiste a la censura del olvido sino que se potencia por el hecho mismo de que exista una censura. La publicación de esta novela más de veinte años después del momento de su escritura se explica por sus méritos literarios, pero también porque el drama que la desencadenó es parte de la actualidad, conforma el presente, subyace a los discursos oficiales y, aún sin tener palabras, vacía de sentido a las palabras que pretenden nombrarlo para desconocerlo.
La historia está protagonizada por Raúl, un escritor que se ha comprometido en la lucha política y que lleva un año de exilio en Madrid, junto a su mujer y a unos pocos amigos. En la búsqueda de un medio de subsistencia, termina por ser contratado por un militar retirado, que en el final de sus días se propone contar para otros lo que ha vivido. Este personaje tiene grado de teniente coronel, pero se presenta con humildad, es un “viejo soldado”. Con ese título parece borrar los alcances de su actos, como si quisiera ser apreciado no tanto como el fascista que fue –ya que actuó en el ejército de Franco- sino como un hombre que se siente morir y, consciente de su soledad, apela a la comprensión de los demás y en primer lugar de aquel que lo escucha. Raúl no se engaña al respecto: esa confrontación pacífica supone para él la reactualización de la guerra que acaba de librar y de perder, de manera que lo enjuiciará en términos políticos; y las memorias del viejo vienen a funcionar como contraste de las propias memorias, que definen la forma del relato de Tizón.
A diferencia de los demás exiliados, Raúl se niega a olvidar. Y lo hace con tal convicción –o ceguera- que lo que en principio constituye una decisión personal termina por ser asumido como un mandato. “Había elegido la soledad y el silencio para preservarse”, dice el narrador: de esa manera el protagonista cree encontrar el sentido de su vida en el exilio. Pero en tal frase no hay nada de alentador, lo que la militancia ha tenido de épico se diluye ahora para hacer de su vida algo parecido a la muerte. Por eso deambula sin dirección, en un mundo al que siente extraño y sin punto de contacto con los demás, aún con quienes lo rodean. Es nítida su oposición con Muñoz, un actor que procura encontrar trabajo y enfrenta los problemas de la adaptación, las exigencias de cambiar su registro de lenguaje, algo que “se vive como una humillación”. El tiempo y la distancia erosionan los recuerdos y los vuelven borrosos; sin embargo, para Raúl “el pasado no estaba muerto, sino escondido”, lo que puede ser un consuelo pero también un factor desestabilizador: en el desenlace de la historia, el recuerdo de la cárcel ocurre no como un relato sino como un estallido que hace imposible cualquier discurso.
En la memoria del protagonista el hilo conductor es la muerte: el punto en el que giran “aquellos tragados por el oleaje” de la violencia y el horror, a quienes el discurso de la historia no ha podido nombrar, en sentido literal. Raúl se debe a “sus” muertos, experimenta la culpa del sobreviviente: los desaparecidos se mantienen presentes como una recriminación para quienes, como él, han salido con vida de la prisión. Y la muerte -la “falta de vida”, se dice- es también la condición de los exiliados que permanecen marginados de la sociedad que los recibe, que tratan de interpretar lo que ocurre en el “allá” y sueñan con recuperar lo que se ha perdido. La suerte corrida por Muñoz, que vuelve al país al enterarse de la detención de un familiar y es asesinado, condensa el drama de los militantes exiliados: no pueden regresar, a costa de la propia muerte, y si quieren avanzar deben negar aquello que les era más propio.
La muerte había sido negada o, lo que es lo mismo, sublimada en el ideal de la muerte heroica; al manifestarse con toda su crueldad agrega, al espanto de la circunstancia en que tiene lugar, lo ominoso de la negación. La militancia daba una razón a la muerte, lo que la novela plantea a través del recuerdo del crimen de un policía. Este hecho, al solo fin de conseguir un arma, alude a la estupidez de una política donde lo que se pone en riesgo está desfasado de manera brutal respecto a lo que se persigue. El personaje encargado de esa misión entra en crisis, además, porque descubre en el otro no a un enemigo sino a un semejante, alguien que guardaba en el bolsillo, en previsión del almuerzo, un sandwich de queso. En una ráfaga helada de lucidez, Raúl descubre que la inmolación sólo parece haber servido para que el viejo orden recuperara sus fuerzas y comenzara a andar de nuevo. La derrota lo sitúa además frente a la verdad de la muerte: “Debía aprender a vivir de otra manera -se dice-, a ser como los demás, porque sólo en la muerte no existe la simulación”.
En el antagonismo del escritor y el soldado se juega aquel mismo tipo de reconocimiento. Mientras el viejo parece resignado a una muerte próxima, el joven experimenta una ambivalencia: el desprecio que profesa por el otro no excluye la compasión y no deja de admitir que tienen cosas en común, como el hecho de consagrarse al recuerdo, aunque las memorias del soldado parezcan (en comparación implícita con las propias) “adornadas, falsas, inútiles”. La presencia del soldado lo vuelve más consciente de sí mismo, del carácter de sus propios recuerdos, que no conforman un relato sino imágenes desconectadas y cuyo sentido final permanece en suspenso, y de una especie de ser para la muerte. El soldado evoca para él a su propio padre -el primer enemigo, aunque haya sido una difusa figura de autoridad- y sobre todo su derrota. Este es el punto en que se extravía, porque deja de ver al otro para enfrentar a un enemigo. No se debe capitular, ni siquiera por piedad, dice el personaje y luego, en la conclusión de una especie de juicio político: “tuvo entonces la certidumbre de que aquel viejo era algo peor que un traidor: que era un arrepentido”. El paso final de la historia se deduce de inmediato; lo trágico es que responde a una lógica que ya no tiene sentido.
“La muerte de alguien recuerda siempre su vida”, reza una frase de Montaigne citada al pasar y que acaso condensa la situación del protagonista. El pasado se filtra una y otra vez por las rendijas del presente, en un movimiento que parece cargarse también de un sentido negativo, ya que, según dice, los recuerdos aparecen en lugar de la vida. No obstante, Raúl hace una revisión de su pasado. Es significativo que, antes que la discusión política, su memoria gire en torno a episodios de infancia y en especial a la relación con el padre, o con una novia de juventud. Las causas de la derrota no se analizan en términos exclusivamente políticos; también ha habido -esto es lo que viene a decir Tizón- un sentido de la crueldad y de negación del otro que revirtió sobre el yo. El único sosiego de Raúl es, se dice, cuando logra la certeza de estar lejos del mal, al contemplar unos cuadros en el Museo del Prado; no mira las figuras ni la composición sino el cielo, tanto más deseable para quien se condena al infierno.
(Actualización abril - mayo - junio - julio 2002/ BazarAmericano)