diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Sociedad y memoria colectiva en Argentina: un caso ejemplar
Después de la masacre. Guerra, dictadura y sociedad, de Hugo Vezetti, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002.

“‘Yo he hecho eso’, dice mi memoria. ‘Yo no puedo haber hecho eso’ –dice mi orgullo y permanece inflexible. Al final, la memoria cede”. Este conocido aforismo de Nietzsche en “Más allá del bien y del mal”, precisa aquí dos matizaciones. En primer lugar, no siempre el orgullo triunfa en el conflicto de intereses. Muchas veces la memoria reconoce algo que puede no ser motivo de “orgullo”; culpa y vergüenza son parte de cualquier vínculo social, al mismo título que los “bienes narcisistas”, como muestra Freud en “El malestar en la cultura”. Además, el conflicto no parece desarrollarse entre memoria y orgullo, sino como algo interior al campo de la memoria, pilar en la construcción de la identidad social, una identidad que reposa en la articulación del campo de experiencias y el horizonte de expectativas que, según Reinhart Koselleck, toda formación social supone.

El aforismo nietzscheano, con las matizaciones propuestas, adquiere especial relevancia cuando lo que está en juego no concierne sólo al contenido de la historia, sino a su continente, es decir, a sus fronteras y, más precisamente, a lo que ocurre cuando éstas se rompen bajo el impacto de la destructividad y el odio. Esas fronteras dan a los pactos sociales su forma fundacional y tienen que ver -no exclusivamente, pero sí de un modo muy importante- con el ejercicio de la violencia en sus relaciones con la legalidad y la legitimidad; estas relaciones suponen el control de la violencia y por tanto están vinculadas con los mecanismos que aseguran los fines de la justicia en un sentido muy amplio.

Cuando las fronteras se rompen del todo (y no en puntos o sectores acotados) la sociedad se ve arrastrada a las consecuencias de una fractura brutal. Esto implica varias cosas. Así el aforismo de Nietzsche queda relativizado por una pregunta de naturaleza genérica que afecta en realidad a la humanidad entera: “¿cómo pudo eso haber ocurrido”? Entonces el trabajo de la memoria deja de ser algo tejido a distancia de la conciencia social, para convertirse en perentoriamente central. Ese trabajo no sólo supone una historia reescrita, que incluye un capítulo de dolor, de vergüenza y de culpa, sino que debe restaurar las fronteras rotas y fundar de nuevo el pacto social sobre una reflexión de naturaleza ética; en este último aspecto, la historia reescrita se torna discurso político del presente y el futuro.

El siglo XX ha sido pródigo en fronteras rotas y violencias desatadas, de las que la Alemania nazi sigue siendo el paradigma. En lo que sigue me interesa mostrar cómo esta cuestión es explorada por el historiador Hugo Vezzetti de manera ejemplar, a propósito de la dictadura militar argentina del período comprendido entre 1976 y 1983. He subrayado la palabra ejemplar porque, aunque se ocupa de una situación concreta y acotada, el alcance de sus análisis puede ser trasladado a otras situaciones.

En un breve y cuidadoso prólogo, Vezzetti delimita su objetivo: explorar “un acontecimiento y una experiencia únicos, el terrorismo de estado en tanto nombra una situación límite, distinta por sus condiciones, su ejecución y sus consecuencias de otras dictaduras argentinas”. A modo de inicio destaca una tesis: el “Proceso” -nombre con el que se designó la dictadura militar en cuestión- tuvo un efecto devastador sobre el conjunto de la sociedad argentina, a la que llevó a situaciones extremas de desintegración y alienación, cuyo núcleo más terrible se cifra en la tragedia de los desaparecidos (cuyas cifras oscilan según las investigaciones entre las 15.000 y 20.000, e incluso, para organizaciones como la Fahrenheit, alcanzan las 30.000 personas).

Para llevar adelante su investigación, Vezzetti apela a un concepto deliberadamente difuso: el de experiencia social, que permite indagar en las producciones imaginarias cuya eficacia no es la de algo derivado o segundo respecto de los acontecimientos, sino que trama estrechamente con ellos la materia a investigar, la memoria social; más precisamente, el trabajo que esa memoria supone. Lo que implica, y Vezzetti lo señala con claridad, tres hipótesis previas. En primer lugar, y en términos cronológicos, el trabajo de esa memoria comienza mucho antes del Proceso y se extiende hasta el presente en el cual el libro se sitúa e incluso hacia el porvenir como horizonte de expectativas. Además, no se trata de una memoria única; estamos siempre ante un juego múltiple y en ningún caso las diversas memorias, más allá de la cuestión de su uso adecuado, para decirlo en los términos usados por Todorov en “Los abusos de la memoria”, son algo ya configurado y a disposición del investigador; al contrario, se trata de memorias `in fieri´, de estados de la memoria, lo que hace más difícil la tarea del investigador. Esa dificultad conduce a la tercera y última cuestión: los fines de la investigación deciden del uso de la memoria, no porque la subordine a ellos, sino porque ella misma contiene un componente intelectual, que apunta a entender lo que pasó y no debió haber pasado, y un elemento ético, que eleva ese saber a un cuestionamiento que la sociedad debe hacer de su historia.

Para Vezzetti no se trata de trabajar desde un supuesto exterior sobre algo ya fijado, ni desde el interior de una memoria vivida acríticamente. Se trata de un trabajo, gobernado por el eje del juicio a las Juntas Militares, con la memoria y sobre la memoria; pero también contra ella, para que no caiga en ninguno de los peligros simétricos que la amenazan: “separarse de dos formas de negación de la tragedia: una es la que propone dar vuelta la página, la otra pretende retomar el combate en la misma escena congelada”.

El investigador, con sus recuerdos y sus esperanzas, es parte del objeto investigado; lo que constituye una complicación adicional, aunque también un beneficio. Y, en la misma línea, el objeto de la investigación -la sociedad entera- es parte del terror al que fue sometido. De ahí que la exposición suponga un puesta al día de esa experiencia y un legado; se trata de “el futuro de la memoria, es decir la transmisión de una experiencia a quienes no formaron parte de ella”.

Esos tramos son presentados como escenas donde se juegan las responsabilidades de los diversos agentes e instituciones; y donde lo esencial desde la perspectiva propuesta por Vezzetti es la responsabilidad moral entendida en el sentido de Karl Jaspers: “siempre que realizo acciones como individuo tengo [...] responsabilidad moral, la tengo por lo tanto por todas las acciones que llevo a cabo, incluidas las políticas y las militares” (ver “El problema de la culpa”, libro del año 1965). Se destaca en este sentido, el retraso de la escena pública y de los políticos frente a la acción de los familiares de las víctimas, iniciada en 1977, durante los años más terribles del “Proceso”. Esto supone que incluso la iniciativa del juicio a las Juntas Militares, una iniciativa sin precedentes en la historia mundial contemporánea, tuvo que ser tomada por el presidente Raúl Alfonsín al margen de las estructuras políticas de su propio partido.

El libro continúa con un examen de las representaciones, conscientes e inconscientes, que gobernaron el “Proceso de Reogarnización Nacional”. Se trata pues de una exploración del campo de lo ideológico, en un sentido amplio, y de lo imaginario, entendido como esa potencia representacional que apoyó el proyecto. La fuerza de esas representaciones sociales era tan grande como para dar lugar a construcciones imaginarias capaces de dominar la escena política y social, incluso cuando se alejaban sensiblemente de las experiencias reales; se condensaban allí mesianismos de signo diverso con imágenes y mitos del pasado que acabaron instalando esa férrea y terrible “unidad imaginaria que es previa a las instituciones y a las leyes”. Lo cual exigía una operación de extrordinaria violencia: suprimir unas y otras en nombre de esa unidad.

Con gran agudeza, Vezzetti destaca dos aspectos en sus reflexiones acerca de la instauración de la dictadura militar y el carácter brutalmente traumático que tuvo. Por un lado, los acontecimientos previos que, rompiendo de un modo u otro el orden institucional, tuvieron también un efecto traumático y, por consiguiente, deben considerarse como el marco en el cual al dictadura se instaló. Por otro, la dictadura fue cívico-militar y en ningún momento operó desde fuera de la sociedad, sino en su seno mismo, es decir, contando con adhesiones y aquiescencias de diverso grado. No admitir esto supone aceptar la falsa imagen de una sociedad inerme frente a agentes exteriores enfrentados en una guerra de la cual la sociedad civil habría sido campo de batalla y cuerpo inocente. Para entender entonces lo que ocurrió y valorar con justicia sus efectos hay que desprenderse de la idea simplista de una intervención militar en el seno de una sociedad civil pasiva: “Algo es evidente: la intervención de las fuerzas armadas fue política antes que militar. Y es en el escenario de la política o si se quiere del derrumbe y la degradación de la política (que los militares no construyeron solos), en condiciones que venían del pasado, donde hay que situar cualquier intento de entender el papel jugado por las representaciones de una guerra que se proyectaba como una lápida sobre la escena colectiva”.

“El blanco y el negro no son los colores de la historia, su diseño no es el de un tablero de ajedrez; el color de la historia es el gris con infinitas variaciones”; así concluye el historiador Thomas Nipperdey su estudio sobre la Alemania Imperial. Lo que tiene de ejemplar el trabajo de Vezzetti es que muestra que esta sentencia debe ser, a su vez, matizada: para que aquellas infinitas variaciones del gris sean perceptibles es necesario mostrarlas sobre el contraste del negro y del blanco. En este sentido, la publicación de “Nunca más” (1985) representó “un acto fundacional, una conmemoración ritual que era a la vez memoria y proyecto y que tuvo su continuidad en el Juicio a las Juntas”.

En un ensayo penetrante, “Los estratos del tiempo” (2000) Reinhart Koselleck escribe: “Puede que la historia -a corto plazo- sea hecha por los vencedores, pero los avances en el conocimiento de la historia -a largo plazo- se deben a los vencidos”. Desde esta perspectiva, el informe de la CONADEP y el Juicio de las Juntas suponen una reescritura de la historia centrada, como veremos en seguida, en la figura del desaparecido y, por ello mismo, traen a primer plano el problema de cómo recuperar lo que, en principio, parece irrecuperable: el testimonio de esa figura. Al mismo tiempo, esa reescritura implica necesariamente hacerse cargo de vastas zonas de incertidumbre en cuyo centro está el infierno concentracionario con todo su horror.

En efecto, para que aquel acto fundacional no se extraviara en los muchos matices de las víctimas -si pertenecían o no a grupos guerrilleros, si eran activistas o simpatizantes o simplemente productos de una elección azarosa- era preciso que la figura central estuviera más allá de toda “contaminación”. Y eso, precisamente, ocurre con la figura del desaparecido. “La categoría misma del desaparecido acentuaba el carácter puro de la víctima lesionada en su condición humana, afectada por una impunidad estatal que había transgredido todos los límites éticos, incluso los que la cultura ha establecido para regular los acciones de guerra, las penalidades y las ejecuciones, y el respeto debido a los restos mortales del enemigo”.

El Juicio de las Juntas, prolongando el informe de la CONADEP, constituye un hito histórico, único en el siglo XX, ya que instituye, negro sobre blanco, la escena de la ley en el repudio de un estado criminal. Pero esa operación conlleva un riesgo: “la focalización de las responsabilidades sobre las cúpulas y, en general, sobre la corporación militar devolvía a la sociedad una imagen de tranquilizadora inocencia. Si la etapa del terrorismo del estado había enfrentado a la nación a un abismo de violencia y alienación, el `mal´ quedaba perfectamente recortado y localizado”. Las cosas, sin embargo, están lejos de ser tan nítidas: tras el corte, necesario sin duda, aparecen las zonas de transición.

El horror fue tan grande, apunta Vezzetti, que la historia entera de la Argentina se volvió enigmática, cargada de ausencias que apuntaban no sólo a lo que fue, sino igualmente a lo que no fue y, sobre todo, a cómo pudo ocurrir lo que ocurrió. En cierto modo, la magnitud de los acontecimientos impulsaba a una indagación de los orígenes y a la exigencia, a partir del fracaso y la derrota, de una reescritura amplia de la historia que se centrara en la visión de los vencidos en cuanto allí anidaba una exigencia de verdad. “Nunca más”, el informe de la CONADEP, cumplió con esa exigencia y abrió un espacio nuevo donde el informe de los hechos fue también y sobre todo una apelación a la conciencia pública y una toma de posición ética orientada hacia el futuro.

Había que reparar el daño atroz producido por la criminalización del estado, había que dar nombre a lo innombrable. Una operación de semejante envergadura transforma, de hecho, las formas mismas de representación social y abre la espinosa problemática del saber acerca de lo ocurrido en el seno de una sociedad que en gran medida no quería enfrentarse con ese saber. Una cuestión así no deja de recordar, y Vezzetti lo señala, ciertas cuestiones planteadas por Primo Levi en “Los hundidos y los salvados”. El desaparecido no sólo fue privado de palabra, sino también de las honras fúnebres; hasta el cuidado de los despojos quedó suprimido. Su territorio es por eso lo innombrable: lo que es del orden de la no muerte. Para rescatarlo de ese territorio y darle nombre, rostro y voz, es necesario apelar al testimonio del sobreviviente, del que ha retornado del infierno, es decir, del aparecido, con lo que este término encierra de terrible ambigüedad.

“Los sobrevivientes de la militancia han enfrentado las dificultades nacidas de la posición casi imposible del aparecido, cargados de sospechas, atravesados con mandatos y demandas contradictorias. Asimilados al mismo espacio del horror del que fueron víctimas, se han presentado al mismo tiempo como portadores indeseados de una verdad que muchos prefieren eludir. Testimonian por los otros, los que no volvieron, y encarnan la evidencia viva de un abandono y un desamparo que recae sobre la sociedad que, por decir lo menos, no pudo evitarles ese destino”.

He citado este fragmento completo porque en él se resume una de las tesis centrales del libro de Vezzetti, acaso la más importante: la cuestión de las “zonas grises”, no ya como parte del universo concentracionario, sino como territorio inevitable de la nueva sociedad democrática. Para entender bien ésto, hay que resumir algunos puntos capitales del Juicio de las Juntas, de sus condiciones y de sus consecuencias.

Vezzetti muestra muy claramente que el Juicio a las Juntas constituyó un corte histórico: la escena del imperio de la ley, no como ejercicio formal, sino como dimensión a la vez simbólica e imaginaria cifrada en la delimitación de responsabilidades individuales y en el castigo de los culpables. En este sentido, el corte mostró que la memoria no sólo era el archivo de un pasado que debía reescribrise, sino también el porvenir que debía desplegarse en el imperio restaurado de la ley. Pero la ley, como señala Vezzetti, no es autofundante: “la implantación histórica de la ley, lejos de ser la explicación última, debe ser explicada a partir de condiciones, representaciones que le otorgan un sustento material en un momento histórico y en una formación cultural”.

Ese sustento material fue, en el caso argentino, la cuestión de los desaparecidos. De ahí su significación ética y moral, que hacía visible indirectamente acontecimientos y escenas y les confería una nueva significación, al tiempo que permitía que se abrieran toda una serie de interrogantes acerca de cómo fue posible esa tragedia. Era inevitable que la sociedad se viese confrontada con una responsabilidad colectiva que implicaba el hacerse cargo de los diferentes grados de participación en la tragedia. Así las “zonas grises” surgieron como parte de la trama social pretérita y actual.

Por eso, como destacó el propio Vezzetti en otras oportunidades, mientras se piense que la sociedad argentina fue una pura víctima de un poder extraño que se le impuso desde fuera no habrá, evidentemente, espacio favorable para esa interrogación que vuelve como una interpretación sobre las condiciones, las acciones y omisiones de la propia sociedad. Las “zonas grises” de una sociedad, en este sentido, son aquellas que todavía no configuran un régimen totalitario pero que por el debilitamiento de las bases éticas que implican favorecen -directamente o no- su imposición. Si por una parte hay responsabilidades jurídicas, penales y políticas, por otra, hay la responsabilidad moral, en el sentido antes citado de Jaspers, de una sociedad que debe enfrentarse a aquello que no pudo evitar, a aquello con lo que convivió y que, en ciertos aspectos, ella misma posibilitó o engendró.

¿Cómo fijar esa “responsabilidad moral”? Quizá haya que comenzar, como sugiere el propio autor, por un “examen de la dictadura desde una exploración más ajustadamente histórica y en un ciclo más extenso, que incluya la dimensión social y política de las crisis argentinas en el siglo XX”. En esta tarea el libro de Vezzetti constituye un insoslayable punto de partida.

 

(Actualización abril - mayo - junio - julio 2002/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646