diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
“Como las galerías y las bóvedas, aquellos días permanecían en su memoria, pero podrían faltar, como estarían faltando esos lugares bajo la tierra si una pared al derrumbarse no hubiera arrastrado con sus cimientos las vigas que techaban un resto del pasado, otro fondo también inútil aparecido para puntuar los trabajos del presente con una pregunta, antes ignorada, que ahora, formulada a la luz, seguirá siempre esperando una respuesta”.
Estas palabras que son pronunciadas por el narrador al promediar la historia, bien podrían ser el epígrafe de la última novela de Fogwill, “En otro orden de cosas”, ya que resumen los dilemas a los que se enfrenta a través de una crónica donde se cuenta la vida del protagonista en la Argentina durante un lapso de once años, entre 1971 y 1982. Se trata de la historia de un hombre joven que en los setentas se dedica a la militancia política y posteriormente, cuando ésta se vuelve una tarea peligrosa, ingresa como operario en la Compañía de Autopistas; allí, tras una vertiginosa carrera, obtiene la dirección del Proyecto cultural que la empresa coordina. La crónica también incluye el relato de su vida amorosa y sus sucesivas parejas hasta que por último se casa con la arquitecta de la empresa, con quien espera su primer hijo. [Sobre Fogwill, breve bibliografía de su obra, al final de esta nota]
Por la significación para la historia y la política argentinas recientes que poseen los años incluidos en el período de la narración, resulta razonable predecir que la novela encuentre en la biografía del personaje la ocasión (e, incluso, la excusa) para aludir a la historia del país; sin embargo, este pronóstico en apariencia certero resulta rápidamente defraudado no sólo porque el relato cumple con la admonición preliminar lanzada contra cierta moda de las novelas históricas en la literatura argentina, sino fundamentalmente porque la materia crucial de esta novela no es la Historia sino la exploración de la memoria y el pasado.
En este sentido, Fogwill retoma un tópico que, como sabemos, cuenta con una larga tradición y célebres clásicos, pero lo hace menos para ofrecernos un descanso, mientras leemos bajo la sombra del déjá vu, que para inquietarnos con la presencia fantasmática de un pasado en ruinas cuyos restos se van deshaciendo hasta terminar en una completa y total disolución, “la revolución se disipaba en el pasado como un mal recuerdo. Los revolucionarios inauguraban agencias de automóviles, gomerías, bares. O hacían política, canjeando su historia pasada por las dádivas de los partidos que empezaban a reaparecer. Algunos escribían historias. No eran historias de la revolución. Las publicadas, y las que circulaban semiclandestinamente, eran relatos de la derrota: heroica derrota de unos personajes que, vistos en la semana de posguerra y bajo la influencia de los documentos del fallido coloquio sobre la representación, no eran más que croquis de caricaturas humanas”. A estos croquis (el propio protagonista que con el tiempo termina por aceptar las coimas de la empresa, el Pelado, un ex-militante devenido en vendedor de autos más o menos inescrupuloso) se ubican dentro del esqueleto de los sucesos históricos y políticos considerados íconos del período, las ideologías radicalizadas, el terrorismo de estado ejercido durante la dictadura, la guerra de Malvinas, o la construcción de las autopistas -emblema de la gestión de Cacciattore, entonces intendente de la ciudad de Buenos Aires-. La narración los invoca como el trasfondo histórico pero despojados de cualquier signo de vitalidad; se podría decir que están casi esquematizados, sin carnadura y vaciados de la significación social y la tragicidad que les son características. Por ejemplo, de la “vaina de los setenta” lo único que queda en el recuerdo del protagonista es un sonido estridente, el retumbar de los bombos y las bombas sin la menor alusión a los objetivos y fundamentos del proyecto revolucionario. Así es como evocan onomatopéyicamente los episodios de violencia política, a la manera en que un niño de su época relataba las películas de pistoleros. “Adivinaba el retumbar. Tan: un ruido que saltaba desde el fondo de las multitudes. Dun, dum: las balas certeras que se incrustaban bajo la piel del enemigo -dun- y ya el cuerpo caído del enemigo pasaba a formar parte del retumbar”. Tampoco queda nada de lo escalofriante del terrorismo de estado cuando la palabra “costumbre” dispara los recuerdos de “los saqueos de casas y violaciones de mujeres perpetradas en el curso de operaciones antiguerrilla”; en su ejercicio de memoria, el personaje parece más preocupado por encontrar una lógica explicativa a tales excesos, que indignado.
Lo que esta pesquisa, sin dudas, revela es que en la memoria sólo hay restos del pasado; usamos la palabra “restos” en el doble sentido de lo que queda de él en el presente y de desperdicio, basura . En la fábula de Fogwill, el pasado no se repite como farsa cumpliendo con la máxima del filósofo alemán, tampoco suscita cantos fúnebres ni mucho menos panegíricos, sino que, más bien, se presenta como una imagen que lo retrata extenuado, o tal vez mejor, exhibiendo su extenuación y reducido a sus sobras. ¿Qué si no un desecho del pasado es lo que encontramos en el relato sin tragicidad ni cinismo de la transición de la militancia a la condición de operario de demolición realizada por el personaje en el pasaje de los capítulos “1974” y “1975”?. Pero lo residual no depende del hecho de que el protagonista sea un personaje “quebrado” desde la perspectiva del ethos revolucionario (capaz de sustituir la militancia por una carrera empresarial, que además puede pensarse como emblemática de los fraudes económicos y administrativos incurridos durante el gobierno de la dictadura); en ese caso, se trataría de una novela con alegorías histórico-políticas, y este libro de Fogwill no lo es. Donde sí están los requechos del pasado es en la apreciación que hace el personaje de su propia transformación y aun de otra, sin dudas siniestra, como es el pasaje de militante a colaboracionista aludido como una situación frecuente. Según su visión, en esos casos se trata del cumplimiento de una ley física, del mero fluir de un movimiento natural e inevitable que impone la inercia de la fuerza: “eran parte de la lógica del movimiento general. Una fuerza. Servir, aunque sea a los enemigos, pero servir. Hay mucho amor en esa ley”. Aunque se distingue entre quienes sirven a los enemigos y el protagonista que no lo hace porque “para él ya era tarde”, esta diferenciación de ninguna manera significa atribuir méritos morales al hecho de abstenerse de colaborar con la contrarrevolución porque servir o no hacerlo remite a otro orden de cosas que, como vimos, no es moral. Se podría decir que cuando la física expulsa a la moral en la explicación de estos acontecimientos no deja nada vivo del pasado -de sus desafíos, creencias, ilusiones ni fracasos- salvo desechos como los que circulan por la novela . Tampoco quedan dudas acerca de la extenuación del pasado cuando el protagonista piensa en las tácticas de la guerra en ocasión de sus triangulares fantasías amorosas, cuando sale a cenar con la arquitecta y la médica, amiga de ella: “Raro, pensó en el baño. Algo raro es lo que haría un hombre de verdad: una paja brevísima en el baño para poder pensar en otra cosa, aunque se trate de su fracaso, siempre será algo mejor que la conciencia de haber sido juguete del snobismo de una mujer, dirigido al mismo objetivo central de la especie: reducir al macho a una posición de necesidad. Arte de la guerra, capítulo cuarto: poner al enemigo en una posición de necesidad, pensó. Pero, pensó, primer capítulo: llevar al enemigo a una guerra no deseada es el primer paso hacia la victoria perfecta. Ganan ellas: lo sintió sin palabras”. El arte de la guerra del pasado se desplaza a la escena del juego de seducción sexual; en este pasaje, lo aprendido para la revolución pierde su valor de uso.
En estos restos donde la memoria desaloja el pathos y la emoción y donde se desvanece el carácter substantivo del pasado, se encierra lo que la escritura de Fogwill pone a prueba: describir la historia despojada de historicidad. Para hacerlo inventa una voz cuya peculiaridad es el medio tono; descarnada y sin emociones, que evita (felizmente) tanto la estridencia épica como la socarronería paródica. Pero a pesar del medio tono del relato se destila algo estremecedor, un fondo de horror que proviene de la precariedad de la existencia puesta de manifiesto no sólo en la inutilidad de un pasado que se va desvaneciendo sino también en el examen de las superficies cotidianas y de sus relaciones, como cuando observa el encendido de las luces y piensa en el orden secreto que rige la existencia humana: “Clics: la mano toca un botón, empuja una palanca de resina, gira una llave de porcelana o mueve un cable para iniciar o interrumpir el flujo de electricidad. Desde la mano, un brazo entumecido, un hombro cansado y un cuello laxo que se continúa hasta la boca como colgando de esa sonrisa que celebra la obediencia de los objetos de la casa. También los cuerpos confortarán por la precisión con que obedecen, abriendo y cerrando la corriente del sueño y la vigilia al dictado de una mano secreta”. Con esta paradoja irresuelta entre el medio tono y su efecto estremecedor, la novela alcanza su mayor logro porque a través de ella se filtra una mirada lúcida sobre el pasado que nos pertenece, que no por impiadosa deja de ser comprensiva.
Rodolfo Enrique Fogwill (1941) ha publicado las colecciones de poemas “El efecto de realidad” (1978), “Las horas de citar” (1979) y “Partes del todo” (1991, reedición ampliada 1999); las antologías de relatos “Mis muertos punk” (1979); “Música japonesa” (1982); “Ejércitos imaginarios” (1983); “Restos diurnos” (1995); “Pájaros de la cabeza” (1985); “Muchacha punk” y “Cantos de marineros en las pampas” (1998), y las novelas “Los pichiciegos” (1983); “La buena nueva” (1990); “Una pálida historia de amor”(1991); “Vivir afuera” (1998) y “La experiencia sensible” (2001).
(Actualización abril - mayo - junio - julio 2002/ BazarAmericano)