diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
Cuando se trata de conocer o leer libros, a veces uno debe resignarse al anacronismo o a la casualidad. Pero si intervienen libros aparecidos en América Latina, el tiempo pierde definitivamente su ilusión de linealidad, las referencias escasean y cada obra es un asteroide de órbita impredecible. Esta queja que se escucha desde comienzos del siglo XX es un leit-motiv de la literatura de la región, cuyo boom de los 60 no hizo más que cristalizar, y es emblema de una comunidad lingüística culturalmente insuficiente. Con la literatura de otros países se forman rompecabezas deformes e incompletos. Es verdad que podría decirse lo mismo de todos los libros y las literaturas, incluso de las propias, pero es en aquellas cercanas y a la vez conocidas a medias donde lo ‘raro’ nos sorprende con más fuerza. Quizá por ello, pese a que lleva más de dos años de publicada, una novela de Mario Bellatin no ha visto caducar su extrañeza.
Vista de afuera, la narrativa mexicana es sinónimo de compenetración testimonial, es casi un legado canónico de la Revolución, y los innumerables intentos que ha habido por desatar ese nudo realista produjeron islas de significados excéntricos, como si escribir sobre lo que no se verifica en el temario de la nación limitara desde su origen los sentidos y las razones posibles de la escritura. Está por ejemplo “El apando”, de José Revueltas, la concentrada y milagrosa apuesta de renovación literaria y de destrucción del testimonio bienpensante, que lleva más de tres décadas desatendida; como también hay varios autores que pese a tener obra compleja y valiosa, sus lecturas hibernan en los podios alternativos de la consagración oficial. No es fácil adivinar el camino que seguirá la obra de Bellatin, lo cual en sí mismo es uno de sus principales méritos. En todo caso “El jardín de la señora Murakami” tiene una voz baja que, sin prometer más de lo que entrega, se amolda a su lugar incómodo dentro de una literatura con numerosos próceres, tomando partido por lo diferente.
Una situación secundaria: la criada de Murakami, cansada de cocinar todas las tardes el plato preferido de su señor, que éste nunca prueba, decide preparar cada día una versión falsa -aunque decorada como si fuera real. Es un hecho tangencial, pero señala el juego entre apariencia y verdad que propone el libro: donde no hay verdad debe haber apariencia, y cuando existe la apariencia es innecesaria la verdad. Sin embargo cuando una y otra coinciden se desencadena el drama. Las nociones de apariencia y verdad son eficaces reguladoras del arte; lo saben especialmente los artistas plásticos y los músicos que predican la vigencia o la ausencia de esa relación. No es casualidad, a los efectos de este comentario, que alguien influido por el pensamiento oriental como John Cage haya sido de los músicos del siglo XX que más encontró en la faceta apariencial de los sonidos, o sea los ruidos, un sustrato de verdad musical. Los escritores, por su parte, para oscilar entre apariencia y verdad, en general deben recurrir a la ironía. La figura de Emma Bovary es un ejemplo de ello, cuando Flaubert la convierte en rehén de su apariencia y víctima de su verdad.
La historia de “El jardín ...” se desarrolla en un país japonés desplazado, que no es el Japón. Los protagonistas actúan como japoneses en el exilio, descendientes de alguna ola colonizadora o herederos de una antigua dominación. Este mundo del Lejano Oriente no es extemporáneo en Bellatin, como la biografía “Shiki Nagaoka: una nariz de ficción” (Sudamericana, Buenos Aires, 2001); o la novela-tratado moral “La escuela del dolor humano de Sechuán” (Tusquets, México, 2001). Tampoco es raro que elija representar un universo cerrado, con normas propias que traducen y modifican las exteriores. El ejemplo más conocido, pero quizá también esquemático, es su parábola de enfermos “Salón de belleza” (“Salón de Belleza. Efecto invernadero”, Ediciones del Equilibrista, México, 1996). El modo de relatar de Bellatin es marcadamente gráfico, cada frase parece estar apoyada en un correlato visual abolido a último momento. Esto es así porque su lenguaje logra una curiosa síntesis entre imaginación plástica y precisión conceptual, suscitando en los lectores la impresión de asistir a una serie de cuadros de acción progresivamente escalonada. No es ajeno a Bellatin narrar con imágenes gráficas: vale mencionar los audiovisuales de tipo casero que suele preparar, cuyas fotos, imágenes intervenidas tomadas de libros infantiles o de historietas antiguas, son el soporte visual de los relatos
-entre cómicos, dramáticos y bizarros- que el autor va narrando en voz alta. El rastro de esta práctica se descubre en el estilo narrativo de Bellatin, regulado como una secuencia de acciones unitarias que remiten a un equivalente visual.
“El jardín...” es la vida de una mujer y la serie de venganzas que le dieron forma: Izu, tardía estudiante de Arte, es inducida por un profesor a preparar una monografía contra el coleccionismo diletante. Para ello analiza las piezas del señor Murakami, quien heredó de su padre una connotada serie de obras artísticas tradicionales. Entusiasmada por el acierto de la monografía, Izu acepta reescribirla para una revista especializada, y como respuesta a los regalos cada vez más costosos que Murakami le envía, repone en el texto los duros ataques que por delicadeza había quitado. De esta forma, sin ser del todo conciente Izu se sumerge en una disputa ideológica-académica y desencadena la inexorable venganza del señor Murakami --que incluirá chantaje, matrimonio y desheredamiento.
Como la historia en la que se mueven, los personajes de esta novela tienen una rara condición, son nítidos y difusos al mismo tiempo: actúan liberados de cualquier compromiso con su propio albedrío. Hay un esquema de premios o castigos (regalos, cuidados, cesiones, comidas) que funciona según el sentido de las apariencias, de los rangos, como si la subjetividad dependiera de modelos exteriores de comportamiento. Es posible, por un lado, que este carácter se relacione con el orientalismo del relato, que en su vocación exotista describe distanciadamente los protocolos de la vida social, como a la manera de Segalen. Por otro lado, como proponen las frecuentes menciones del “Elogio de la sombra” –la obra de Junichiro Tanizaki- los elementos occidentales ‘iluminan’, esto es, disuelven las costumbres y tradiciones. Así, el roce con lo occidental no solo desestabiliza las apariencias sino que diseña la complejidad de los personajes; esta quizá sea una de las claves irónicas del libro, que propone la descomposición cultural como requisito de una representación plausible; sin ese desorden, los individuos serían simplemente unos seres extraviados en el cumplimiento de los modales y la cortesía.
La novela se inicia describiendo el final de la historia: viuda, Izu destruye el jardín que su esposo le permitió levantar. Lo hace para conseguir algún dinero (Murakami la dejó casi en la calle), pero también para desarraigar su fantasma, que por las tardes aparece desde el fondo de los senderos acuáticos. Propiedad, herencia, fantasma, pobreza, muerte. De un modo acaso inesperado, uno encuentra en este comienzo los elementos del catálogo rulfiano que todo escritor mexicano debe conocer -y que Bellatin parece profesar con desconfianza dedicándose a recrearlos en un drama nipón. Aquella venganza postrera dirigida a un fantasma resulta la más abstracta e impotente de la novela, como si reflejara el agotamiento de quien ha tenido el papel de víctima a lo largo de su vida. A diferencia de otra heroína vengadora, Ema Zunz, que como forma de evadir el castigo paga su culpa antes de ejecutar la venganza, Izu Murakami es una derrotada sin apelación; culpa y castigo coinciden, permitiéndole tan solo unas venganzas pasajeras y casi inocuas.
Pienso que pese a su escasa densidad individual, Izu actualiza con su limitación e impotencia aquello aludido por las otras dos ‘emas’. Aunque suene rimbombante, me refiero a la representación de la mujer como sujeto moral. Para eso la novela recurre al arquetipo de sumisión por excelencia, la mujer en Oriente, desestabilizado por la influencia occidental. Izu es ingrávida, prefiere no discriminar y carece de convicciones propias. Aparte de su belleza física, tiene apenas dos cualidades: le gusta ocuparse de quienes la necesitan y conoce los secretos de la buena redacción. Ligada en la universidad a los Modernos a Ultranza por su crítica contra la colección Murakami, Izu decide abandonar el grupo (y también dejar la carrera) como consecuencia de un fuerte desengaño moral: no sirvieron los cuadros de Bacon, que probablemente querían alertar su pudor de la homosexualidad de sus mentores. Izu vive este desvelamiento como una traición y procede a vengarse: denuncia las turbias maniobras electorales de los Modernos. Así pasa instantáneamente al bando opuesto, el grupo de los Conservadores Radicales, y en su inocencia está lista para recibir el castigo mayor, la venganza que Murakami hará caer sobre ella. A través de un estilo hipotético y aproximativo, la novela parece decir que el espacio de la mujer es difuso y contradictorio a la vez, que obtiene su verdadero perfil dentro de la apariencia pero lo pierde dramáticamente en contacto con la verdad.
Por último, vale la pena señalar el abismo sobre el que se levanta la historia, probablemente el hecho que permite que esta novela nos interpele con inesperada y anticuada urgencia. Se trata de la desproporción entre culpa y castigo. Un texto de crítica artística genera una avalancha de rencor que esclaviza a la autora de por vida. Esta venganza casi caprichosa, propia de cierta disciplina nipona, hace de Izu una heroína, no solo pasiva sino también melancólica. Y es una desproporción que posee la marca de lo trágico, como si el castigo divino del señor Murakami repusiera el fatal y verdadero valor de la palabra escrita.
(Actualización diciembre 2001 - enero febrero marzo 2002/ BazarAmericano)