diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La violencia del azar, de Cristina Iglesia, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, Colección Tierra Firme, 2003; 200 páginas.
“Una oreja humana en descomposición es no sólo la evidencia de un crimen sino también el comienzo de una historia de amor” dice Cristina Iglesia en el prólogo a “La violencia del azar”, su libro, comentando una escena de la película “Terciopelo azul”, de David Lynch. Muchos años antes que Lynch, advierte, Francisco Madariaga había comenzado a desplegar paisajes donde los palmares sin orilla y el agua del país de la garza real tienen poderes sobre la memoria poética sólo comparables a los colores del padre muerto y donde los niños se ahogan suavemente en pantanos de un brillo rutilante.
A eso, que Madariaga definió como “la estética del terror delicado”, responden como a un imán los ensayos de este libro, llamados por su autora “relecturas” engarzadas (con el equilibrio fugaz y a la vez rotundo de las reales garzas de la letra) en zonas de tránsito crítico. Estos ensayos son “lecturas” sobre las que la escritora decide volver.** Pero también la palabra “relectura” recibe su definición en el prólogo. A modo de advertencia o de desafío se la presenta como la “forma de la crítica que practica sin miramientos la apropiación de las palabras de su objeto”.
Y sus objetos se agrupan en tres series:
1) La del terror delicado que observa cómo antiguas y nuevas relaciones de sometimiento como formas de la abyección encuentran formas ficcionales de la sublimación, en “Cicatrices”, de Juan José Saer, o en las Crónicas de la conquista del Río de la Plata, o en Lucía Miranda y sus mitos o en “La ciudad ausente”, de Ricardo Piglia. Formas de la abyección o de la sublimación por la literatura donde una voz cautiva al lector con el relato que cuenta a la cautiva como aquélla que viaja hacia un paisaje desconocido, ella, que es el signo del no lugar, del no estar, del no pertenecer. Ahora que, haciendo de la eficacia un culto, al modo en que Iglesia ve cómo la recurrencia a las formas de la literatura garantizaba a los jesuitas la posibilidad de separar-distinguir-enmarcar-poner en guarda-alertar la realidad, ahora que, decía, todos sabemos a través de la culminación de la voluntad de eficacia como culto que es la dominante del habla publicitaria en la que vivimos inmersos, que “pertenecer tiene sus privilegios”, Cristina Iglesia elige rastrear las marcas de la diferencia, del no pertenecer. Y centra su relato en la abyección de esas mujeres cautivas de la literatura argentina que reciben y devuelven la diferencia en el cuerpo, justamente por no terminar de pertenecer a ningún territorio, espacio, racionalidad. Relaciones de sometimiento que la autora rastrea en las huellas del estilo de cada texto, al hacer ver cómo la violencia del estilo opera en la escritura la de la relación que los textos establecen entre los cuerpos: en la eficacia, por ejemplo, del informe o en el estilo seco y directo que usa Escalante, por ejemplo, en “Cicatrices”, cuando registra parcamente que “Delicia estaba en la cama. Nos revolcamos hasta el amanecer”, como último avatar de lo que Iglesia llama la relación de aprendizaje entre la sirvienta y el jugador.
2) Para ganarse el crédito del lector, Cristina Iglesia se lo lleva en la segunda parte del libro ‘Tierra adentro’ a escuchar biografías de pasaje en el “Facundo”. Y el pasaje se da en el Boyero, del sobrenombre al nombre en el vaivén del héroe de la independencia al traidor, del bando de los unitarios a los gauchos federales de Rosas. Pero sobre todo el pasaje se da por las relecturas que hace Iglesia de Mansilla, entre el sueño y la vigilia, para que la crítica vuelva a soñar con lo que ya sabe, y vuelva a leer, a encontrar, la sorpresa del texto desconocido en la repetición de la lección, al modo perlado en que la nueva lectura aparece en la repetición de la clase de un buen maestro. Porque acaso mimando a Mansilla, maestro absoluto a la hora de mimar, Cristina Iglesia vuelve sobre la excursión ‘sabiéndose’ ya los códigos y en una vigilia que, sin embargo, se deja llevar cada vez por un sendero de yuyos o pajonales acaso ya pisados para encontrar, cada vez, en el relato de Mansilla, los sitios donde se disuelva la dicotomía entre civilización y barbarie no en la inversión sino en la frontera, cuando se entiende frontera como espacio de la mezcla del que se parte y donde circulan nociones diferentes del delito, de la moral y de las transacciones comerciales. Pero también se entiende la frontera como el espacio que va de la escritura, de la voz, a la mudez del gesto: ese coronel que Iglesia elige mostrar enfrentando por primera vez al otro, al indio, en su versión circense de indio acróbata y exhibicionista que en la exageración de la pose desaloja las palabras y las mediaciones del lenguaraz para ‘darse a ver’ como lo nunca visto, lo que no se puede todavía seriamente nombrar. También entre la voz, la teatralidad del mimo y la mudez del gesto queda el testimonio del encuentro con el otro en “El entenado” de Saer, que sólo toma conciencia de su sospechosa condición de ex cautivo cuando se lo interroga desde la racionalidad de una lengua real, del rey, codificada y codificadora de la realidad que le es ajena. Una lengua cierta, que ya no le pertenece al ex cautivo como tampoco le pertenece ya nunca la realidad de esos indios, una vez liberado.
3) En la tercera parte del libro, ‘Resplandores urbanos’, Iglesia se detiene sobre los “brillos y amenazas de la ciudad moderna”. Si en un ensayo sobre “Pot-purri”, de Cambaceres, se advierte el carácter vanguardista de ese texto –que la vanguardia de los años veinte no supo retomar acaso porque el mismo Cambaceres lo aisló y lo condenó al olvido por la “inversión en el naturalismo” de sus novelas siguientes– en el ensayo siguiente, ahora sobre Cancela, Iglesia señala las virtudes de la oralidad y de la escena pedagógica en el cruce de dos retóricas: la sedentariedad de la conferencia, su carácter precario y acaso de “mezcla de saberes, divulgación, refrito”, con la retórica del relato de aventuras. Y esta es otra de las violencias, de los terrores delicados, que recorren el texto y que dejan ver una resistencia solapada pero feroz de esta escritura, de este ensayo de crítica literaria, frente al efecto de investigación científica convertida en espectáculo de feria o en circo romano en que las retóricas ‘científicas’ suelen entrampar al crítico, cuando ante la demanda por “hacer ver su saber” reprime en la lectura el gesto irrepetible de aquello que se experimentó pero a duras penas pueda argumentarse sin domesticar su extrañeza al traducir el hallazgo a la lengua estrafalaria del lenguaraz letrado. Si algo tiene el saber del libro de Cristina Iglesia es que en cada lectura está al servicio de una pasión. Ese terrorismo delicado de las lecturas de Cristina Iglesia trae la libertad y la aparente simpleza de una voz que retoma el gesto de dar a conocer lo que no era en principio para muchos: “escribo claro para entenderme a mí misma”, responde ella en “Página/12” a Laura Isola cuando le pregunta por la simplicidad de su estilo en este texto, pero también para “hablar hacia delante” como el que cuenta un cuento a una criatura inteligente, no sólo para modificar la frase al modo en que se lo hace en la oralidad sino para tender el habla hacia adelante, al futuro, para volver a contar más allá del ya saber. Como si la autora se propusiera en cada frase y en cada reflexión que cuenta sobre esos textos seguir “reconciliándonos con la literatura en su sentido más pleno”. Eligiendo, en los sitios de la literatura argentina –ya canonizada o monumentalizada o vuelta archivo de hallazgos históricos o síntomas sociológicos– eligiendo en esos sitios, digo, al modo en que ella cuenta que lo hace el viajero Eduardo Wilde con la cultura europea, las grietas en que el espacio se abre y el vacío sigue amenazando. Pero haciendo ver ese vacío con la fe de quien admite, en estos textos de la literatura del siglo XIX, no sólo el documento histórico o político, sino la puesta en evidencia de una belleza inesperada y siempre lograda y encontrada “sin intencionalidad”.
“La violencia del azar” se cierra con una ‘Coda’ en la que este libro, parco en citas y mucho más en notas a pie de página que lo autoricen –apenas unas pocas de libros que están a mano en muchas bibliotecas y que más que una fuente bibliográfica de la argumentación son una invitación a lecturas que puedan acentuar el sabor de algún comentario de estos ensayos– cita un libro de Carlos Monsiváis. Se cita al maestro de la crónica mejicana contemporánea para dar testimonio de un encuentro acaso no intencionado: la ocasión en que la profesora de letras, la lectora, la que hasta esta coda había aceptado la literatura como su mundo, se topa con la multitud que asiste al culto al Gauchito Gil, en Corrientes, y se pone a contar lo que vio, tentada por salirse de la crítica literaria para volverse la cronista de ese encuentro sin solapas. Y la coda es la crónica (que es narración, descripción y análisis a un mismo tiempo) de ese encuentro donde el Gauchito Gil es, por un lado, un gaucho sin historia, sin palabras, o mejor dicho, dice, con una historia que se hace parca huyéndole al relato y con una vida diseminada en la de cualquier bandido del siglo XIX y que casi, dice Iglesia, no le pertenece por eso. Y por el otro lado, el portador de un poder destructor como el de Facundo en la mirada, que lo condena a una muerte que invierte, cabeza abajo, el anonimato de esa vida de común bandido en la individualidad única y a la vez múltiple del objeto de culto.
Un poder también destructor en la mirada incrédula de la cronista paraliza la escena y obliga a ver el precio del culto: el negocio que, montado por “los cordobeses” traduce al castellano los cantos de lotería que antes eran en guaraní; o las fiestas espontáneas que musiqueros gratuitos arman en grupos alejados de las luces centrales de la fiesta organizada (donde hay que pagar para ver), o la trampa que el culto realiza en la misma lógica de trueques de ‘mandas’ que instaura, al poner lejos del alcance de los bienes intercambiables las armas (machetes, cuchillos y revólveres) de los guachos –“debería ser lícito que las armas de los gauchos circularan”, dice Iglesia– . También la mirada destructora de la cronista interrumpe el flujo ligado al culto al gauchito Gil y lo vuelve a montar en la superposición de imágenes, color y ruido para que nosotros, los lectores, podamos ver que la fiesta popular excede las manipulaciones políticas o comerciales de la fe del otro –de “la gente” dice Iglesia (no del pueblo)– y es testimonio de una belleza que, en una torsión del Wilde que ella misma ve salirse de los caminos habituales del viajero a Europa para encontrar la belleza abierta de la sala de hospital, Iglesia encuentra en el desvío del regreso al interior, a su tierra: la belleza que no está señalada por la nostalgia ni la oportunidad del registro etnográfico de la fiesta popular, ni por la búsqueda de la experiencia estética sino aquella que, sin proponérselo, se encuentra con la evidencia de lo material: aquella que cierra el libro de Iglesia y que encuentra en la cruz del culto en que no se cree la certeza de lo que rotundamente es: “pura forma y color en la mañana”.
*Este texto fue una presentación pública del libro de Cristina Iglesia, “La violencia del azar”.
** El libro se compone a partir de ensayos iniciales de Iglesia publicados en revistas de universidades argentinas y extranjeras entre 1992 y 2000.
(Actualización agosto – septiembre – octubre – noviembre – 2001/ BazarAmericano)