diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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La biografía desde una gramática insólita
El cuervo blanco, de Fernando Vallejo, Buenos Aires, Alfaguara, 2012.

A la memoria de RUFINO JOSÉ CUERVO, cuya vida fue la pasión por el idioma.

 

“A fines del siglo pasado, de su siglo de taxonomías, el filólogo colombiano entrevió la más penosa verdad para un gramático: que el lenguaje humano con su móvil ambigüedad escapa a todo sistema; que la única forma de apresarlo es la más humilde, la enumeración exhaustiva de los diccionarios.”

Fernando Vallejo

 

Las citas son de Logoi. Una gramática del lenguaje literario, sobresaliente volumen de 546 páginas escrito por Fernando Vallejo e impreso en México (FCE) en agosto de 1983, con edición de 3000 ejemplares al cuidado del autor. Aparecen en apertura y cierre, como Dedicatoria la primera, con el nombre de Rufino Cuervo completo y en mayúsculas, y la segunda, en un párrafo del Epílogo; las incluyo porque cobran renovado alcance ante El cuervo blanco, la última biografía de Vallejo sobre el gran filólogo colombiano, impresa en Argentina, en el mes de abril de este año de 2012. La exhaustividad con que refiero los datos pretende reponer, en alguna medida y con las diferencias del caso, tanto dicha valoración de Vallejo, expresada en el segundo epígrafe, como la forma elegida para configurar El cuervo blanco, por la cual repone la modalidad del sostenido quehacer de Rufino J. Cuervo, visible en su obra monumental. La exhaustividad asociada al detallismo son motores de El cuervo blanco, extenso universo que bastándose a sí mismo, a la vez permite recuperar textos anteriores de Vallejo, ya sea por resonancia en nuestra memoria (me interesa Logoi; no obstante, otros ensayos se vislumbran, resurgen en frases y juicios), ya por menciones concretas en su apuesta a la auto-intertextualidad. Almas en pena chapolas negras (1995), su biografía sobre el colombiano José A. Silva, es una recurrencia insoslayable por el contacto de ambas figuras o porque dirige al mismo dominio, que le importa y sobre el que se explaya de continuo (la autorreferencialidad es otra de sus apuestas fuertes), pero no faltan las alusiones a las novelas propias.

 

II. De homenajes

El año 2011 fue declarado “Año de Rufino José Cuervo” por el Ministerio de Cultura de Colombia al cumplirse cien de su muerte, pero como se ve en la primera fecha que indico, la publicación de El cuervo blanco, aun enlazada a la conmemoración y seguramente estimulada por ella, no puede ligársele con exclusividad. En Logoi se patentiza, aunque es claro que Rufino José Cuervo ha sido uno de los “fantasmas” (así los llama Vallejo) que lo han rondado desde mucho antes; fantasma poderoso al menos por dos razones que los epígrafes destacan: la pasión por el idioma y el reconocimiento del lenguaje humano como ambiguo y en transformación constante. Son obsesiones que marcan la escritura de Vallejo y podrían resumirse en una preocupación central por el lenguaje en uso, lo cual sin dudas dirige a Cuervo y a una letrada familia tutelar donde el colombiano descolló. Discreto y “complejo”, formado en soledad y consagrado a su trabajo, alejado de su país “del que se fue para no volver”, inadvertido para muchos latinoamericanos, incluso los interesados en cuestiones si no idénticas quizás cercanas, su nombre es el segundo que aparece en Logoi, el primero es, obviamente, Fernando Vallejo. En este volumen, desde mi punto de vista impecable, además de sentar su admiración (una dedicatoria no es un gesto menor), se alinea en su estela desde la manera como lo concibe y arma (también con las diferencias del caso). Se lo ha definido como sui generis entre los estudios lingüísticos y filológicos contemporáneos, una definición atinada. Recupera “fenómenos literarios” ensamblando cómodamente registros: el tratado y el diccionario ideológico, dado que tiende a la profundización y se apega a una enumeración por fenómeno o variedad que desconsidera el orden alfabético (decisión que, seguro, habría exasperado a Cuervo), pero también el libro de lugares comunes, un previo personal procesado por la forma diccionario en tanto riguroso sistema. Insisto, es una factura que reenvía a los intereses y  formas preferidas por un Cuervo ahora perseguido en beneficio de la biografía que le escribe para “apresarlo” de algún modo, una vocación destinada al fracaso aunque ponderada en el segundo epígrafe. “Para agarrar a un fantasma se procede así: primero hay que determinar por dónde anduvo y cuándo. Luego pasa uno a considerar lo que escribió y lo que leyó. Y finalmente empieza uno a oír el arrastre de las cadenas, signo éste de que va bien: o uno  se está acercando al fantasma o el fantasma es el que se está acercando a uno”. Son pasos de una fórmula harto cumplida por Vallejo en sus tres biografías sobre “paisanos” muy diferentes, cuyas producciones, ensambladas, trazan un arco desde 1867 a las primeras décadas del siglo XX (El mensajero, 1991, sobre vida y obra de Porfirio Barba Jacob es la restante).

 

II. Una manera de decir que dice por la manera

Es difícil desapegarse de El cuervo blanco una vez que empezamos su lectura; difícil olvidar infinidad de datos, citas, momentos que por la “manera” como Vallejo los conjuga o los entrama, hacen imaginar una intimidad y un ethos, más allá de lo escudriñado y escrito escrupulosamente, que es mucho (el título de este apartado parafrasea a Roa Bastos quien, mutatis mutandis, valoraba la forma por encima de todo, el lenguaje en uso y la biografía). Y dicha extensión se acopla a la índole ininterrumpida de la escritura, un fluir que, a diferencia de textos anteriores, rechaza el vértigo y lo “chocante”, calificativo dado por sus contemporáneos a Voltaire, uno de los maestros de Vallejo; es claro, la discreción de Cuervo inhabilita esta tendencia. Por ello la nueva biografía se separa de grandes novelas de los últimos años (El desbarrancadero, 2001, es ejemplar) o de un ensayo, también cercano, irreverente desde el título, La puta de Babilonia (2007), para aproximarse a Almas en pena…, donde también se perciben señales entrañables y se trabaja el efecto risible, pese a su seriedad. Entonces, el rigor investigativo, la pulsión interpretativa a él encadenada y el espíritu pedagógico son marcas del genealogista Vallejo que en El cuervo blanco no se pierden tras una logorrea intolerable para muchos lectores; a pesar del tono coloquial que la “voz” del biógrafo impone hacia la vitalidad del lenguaje (otro motor de su escritura), dichas marcas se alzan aquí en su magnitud y Vallejo cristaliza de manera “conveniente” o para comodidad de aquellos que han fracasado con su retórica del exceso, una de las pretensiones que lo motivan cuando escribe biografías y ensayos. Me refiero al afán de producir la imagen de un sujeto que surge a cada momento entre fuentes que sostienen dichas propuestas entendidas como búsquedas hacia unos orígenes, y cuya intención, entre mucho, es sacudir fundamentos o modelos, dos conceptos relevantes para el Occidente moderno (de ahí mi uso genealogista). Las fuentes en este caso son epitafios, cartas, actas, notas y reseñas periodísticas, necrológicas, diarios y gacetas, telegramas, mapas, testamentos, diarios de viaje, libros de cuentas, fichas y “papeletas”, sobres vacíos, facturas, artículos críticos, invitaciones, notas de pago, recordatorios, tarjetas postales, participaciones, retratos y fotos, borradores de cartas, diccionarios, gramáticas, biografías, libros en general…  “Joyas”, el gran legado de Cuervo que empieza por las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano las Notas a la Gramática Castellana de Andrés Bello y su “obra cumbre”, el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, un diccionario “enloquecido”, dice Vallejo, porque es en realidad, “una gramática genial” o un “diccionario-gramática”, de ahí mi interés por Logoi. Legado que el mismo Cuervo donó  a las generaciones venideras, lo que confirma, como sucede con muchos letrados e intelectuales modernos, una autoconciencia de dicho legado y de la necesidad de preservarlo, de la importancia de su labor, así como de su carácter de hombre-signo histórico en tanto productor cultural en paridad con autoridades europeas en su materia. “…Tesoros y más tesoros. ¡Y yo pensando que de Cuervo ya no quedaba nada, aparte de la huella que había dejado en mí!... La clave estaba en Bogotá, en sus libros y papeles conservados en la Biblioteca Nacional y en el instituto Caro y Cuervo, según descubrí en uno de mis regresos de México a Colombia. La Biblioteca empezaba cuando Cuervo nació; el Instituto cuando nací yo.

La cita, cuyo destacado me pertenece, dice mucho. Si los biógrafos y los biografiados se entremezclan, se vuelven especulares, aquí además se encadenan en una sucesión que la línea subrayada instaura para concatenarlos y emparejar sus envergaduras, pese a que Cuervo es el pretexto, ocupa -directa o indirectamente- todo el texto y resulta objeto de canonización, la de un Vallejo en muchos sentidos paródico, quien exalta el lugar desde donde enuncia, un lugar de enorme poder: “Aquí el único que canoniza es el de la voz y hasta ahora no llevo ninguno.” Ese yo  (“el de la voz") es, como en sus otros textos, una zona de seguridad, de una autoridad fundada en las competencias lectora / lingüística y el control, tanto de (todos) los materiales en diverso registro desplegados para generar un efecto-archivo, como de la escritura en proceso. En El cuervo blanco, “uno” y el “fantasma” están siempre encadenados y se fija desde las primeras páginas.

Hablé de escritura ininterrumpida y de efecto archivo, dos frases que quiero enlazar a mi enumeración desordenada e incompleta de las fuentes. Respecto de la disposición, agrego que esta biografía sobre Rufino J. Cuervo no presenta divisiones internas a lo largo de su extenso desarrollo y sí innumerables saltos de registro (otra marca de la escritura de Vallejo en general), en especial por la inclusión de citas textuales respetuosas de las fuentes seleccionadas a cada paso. También, que se asemeja más al “desorden espontáneo del habla” (la cita es de Logoi) que a una historia de vida entendida y escrita como sucesión cronológica, ésa que, como dice Bourdieu en Razones prácticas, es asimismo, lógica, un cursus apegado a una ficción de tiempo lineal y progresivo. De ahí mi referencia al efecto-archivo en tanto principio y espacio de reunión donde lo disímil se acumula a veces de manera azarosa; son las “joyas” ofrecidas por esa “voz” que sutura y funciona como vector comunicacional hacia adentro, es decir, respecto de las fuentes, y hacia afuera, respecto del lector. Esto es posible porque Vallejo “conversa”, tanto con unas a las que cuestiona, comenta, de las que se ríe, con las que se enoja, como con otro, a quien explica, convoca, hace recordar o estimula anticipándose a lo que pudiera pensar; así desestructura seriamente, aliviana el peso y la dimensión del legado, y nos aproxima para volvernos partícipes constantes de la labor del filólogo (la de Cuervo, la del mismo Vallejo en Logoi), cuya “lupa” se atribuye continuamente. Por ejemplo, al citar una carta de Cuervo a Pott, su despedida “Que estés bien” le hace decir: “¿Tuteando a Pott? ¡Que remedio! Como le escribía en latín y el latín no tiene usted… No era falta de respeto, pues Cuervo era modesto y delicado.” O en relación con cierta frase de un artículo necrológico: “Qué entendía Tannenberg  por ‘vida cristiana integral’ no lo sé. En español ‘integral’ solo lo he oído unido al pan. ¿Tendría que ver con el pan integral del alma? En fin”. O respecto de la monografía sobre la “a” que Cuervo escribe para el Diccionario con el que llega, después de más de veinte años, recién a la “d”: “El que escribe semejante monografía, que da ella sola para un tratado… es capaz de llegar  hasta el verbo ‘zozobrar’ sin irse a pique. ¡Qué hermosa palabra! Viene del latín, de sub ‘abajo’ y supra ‘arriba’ ¿Un verbo que viene de dos preposiciones? Exacto. Un milagro etimológico de los que de vez en cuando hace Dios”. Es una tarea que convierte en fascinante porque le fascina.

Y de nuevo sobre el efecto-archivo, la escritura ininterrumpida es en este caso relajada pues se asocia a la voluntad expansiva de este relato ramificado por derivas que figuran azarosas, donde zonas de apoyo se amplían para transformarse en nuevos anclajes, tal como sucede con el archivo cuando es abierto, se consulta y se revitaliza: dirige azarosamente a distintas fuentes en beneficio del cotejo, de la complementación, del control de nuevos materiales. Son movimientos que redundan en la dilatación y la simultaneidad para atentar contra la historia de vida entendida como cursus, según señalé; por eso alguno dado por muerto, reaparece vivo, escribiendo otra carta y enviando saludos; o lo que parece repetición es solo principio de anclaje (por reiteración de un dato conocido) hacia una nueva vuelta expansiva.

 

III. La Muerte, el muerto, los muertos

La Muerte nos recibe desde el bello diseño de tapa (de S. Mosquera Mejía) en esta edición de Alfaguara de El cuervo blanco. Es una foto de León García Jordán, en blanco y negro: una cruz, que corona una tumba con un cuervo de perfil encima, centraliza el cuadro; en el fondo se ven otros cuervos (en general, de perfil y lomo) sobre distintas ramas de un árbol deshojado; en una de ellas, en segundo plano, destaca un cuervo blanco, con cuerpo de frente y cabeza girada. Vallejo “prefigura” la Muerte en sus textos de modo diferente y obsesivo (y en la palabra resuena Montaigne, otro de sus maestros); un punto álgido es El don de la vida (2010), donde no solo transcribe su libreta de muertos, sino que, además de nombrarla, la instala como interlocutora (de ahí la mayúscula). El cuervo blanco se abre y se cierra desde el lugar de la muerte: el primer sitio visitado en esta búsqueda de Rufino José es precisamente el cementerio (“la ciudad de los muertos” dice Vallejo) en Francia, donde reposa desde el final de su vida. También se lo refiere  en un último párrafo, escrito con variantes. La imagen de tapa, el inicio y el final de esta biografía se enlazan para reforzarse: los principios son importantes para Vallejo, sabe que tienden un arco a lo que vendrá, que su recuperación fortalece dicho arco y proyecta (otros textos de Vallejo insisten en dicha dinámica). El biógrafo deambula por las “calles” del cementerio hasta que, entre los árboles, ve un pájaro negro que lo conduce a la tumba, a la lápida, al epitafio, resto que mi enumeración desordenada de las fuentes ubica en primer lugar porque se cita con detallismo y de modo entrecortado, con puntos suspensivos entre palabras y frases que afirman el tono de la búsqueda y el valor del hallazgo: “fuiste apareciendo tú: ‘Rufino…José…Cuervo…nacido en Bogotá… el 19 de septiembre de 1844… muerto en París… el 17 de julio de 1911”. Pero el tono dura poco pues se promueve el efecto risible al describir, ante la “pobre tumba” del biografiado, a “un pobre hombre arrodillado” (el biógrafo): “¿Rezando? ¡Qué va, yo nunca rezo! Estaba anotando”.

Esta biografía, que empieza y termina con la inscripción del signo que oficializa al muerto como tal es un universo, según anoté en la apertura de mi desarrollo, porque a través de Cuervo regresan muchos muertos que conforman un campo expandido como este texto,  red que compromete nudos más y menos cercanos. Primero el hermano Ángel (es conocida la importancia que los hermanos arrastran en los textos de Vallejo), su compañero de ruta y de ubicación en el cementerio, a quien se le ocurrió abrir una fábrica de cerveza que los volvió ricos y con quien Rufino escribió la biografía del propio padre, que fue vicepresidente de Colombia. Después, otros afectos (colegas vistos una vez  o ninguna en la vida, pese a la abundancia epistolar);  los editores (figuras más y menos complejas); los deudores (Silva y muchos otros. Los Cuervo eran no solo ricos, sino generosos, parece, con individuos e instituciones); los amigos que dejaron de serlo, como Caro (la palabra enemigo resulta fuerte respecto de este Cuervo)... La patria, el lejano país, aparece y reaparece constantemente en esta biografía, como aparece Colombia en la narrativa de un Vallejo que, según dice, también “carga” con ella. Una faceta de los Cuervo, desconocida para muchos, era su conexión con Colombia y sus procesos políticos; pero en realidad, y obviadas las innumerables referencias a estas cuestiones, el idioma amado brilla como “patria”, un concepto saturado de hondura. Es la “patria” que cuenta mucho más de mil años y de cuya gramática “nadie -ni Nebrija, ni Salvá ni Bello-, ha tenido un sentido más fino” que Cuervo para Vallejo;  y si inscribe dicha concepción de la palabra patria,  a la par  aprecia la gramática “no (solo) como una ciencia del lenguaje en general, sino como una ciencia del lenguaje de la literatura” (es de Logoi y se basa en quienes primero la definieron).

El cuervo blanco es una frase “apropiada” en dos sentidos: porque es de Pott para definir a Cuervo (ése a quien Cuervo tutea, de ahí mi alusión) y por su pertinencia respecto de esta figura insólita; se la explica en un fragmento transcripto en la contratapa del volumen e invita a abrirlo. Si el cierre de El don de la vida parece, como en otros casos, un cese del escribir, el proteico Vallejo descoloca de esa suposición con este relato que acerca a sus formas de los ’90 para cautivar de nuevo.

 

(Actualización julio-agosto 2012/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646