diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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¿Quién escribirá el Facundo? se preguntó Piglia y esa pregunta abrió una y mil disquisiciones críticas, revisiones de la historia de la literatura y sus lides ideológicas y también posturas teóricas. Nunca imaginé en ese momento (cuando leí esa frase y mientras veía el efecto de su ímpetu) que alguien iba a escribir “La canción del barrio”, aquella de Evaristo Carriego, aquella que quedó petrificada en el costumbrismo de color local, con sus callecitas, sus vecinas, los decires de las vecinas (sus chismes), sus muchachas de sueños perdidos, sus organillos en manos de un ciego, en fin, sus escenas: el velorio, el casamiento, el suicidio. Y sin embargo, Prieto elige abrir su último libro, Los temas de peso, con un poema que lleva ese título, precedido por una cronología exacta, “31 de diciembre de 1999” y cuyo comienzo sitúa espacialmente (y en prosa) la declaración (en verso) del objeto del canto: “Voy a cantar la canción de Danielito,/ el bazar de Urquiza y Moreno/ donde vendían de todo menos/ tierra pa´ las plantas./ Voy a cantar la canción del papá de Danielito/ y la de la mamá que era gorda/ pero no tanto como la de Pepito/ el del restorán de Balcarce y San Lorenzo./ Voy a cantar la canción del papá de Pepito/ el marido de la gorda, el dueño del restorán”.
La pregunta sobre el Facundo era apropiada para la prosa, la pregunta sobre Carriego es más apropiada para la poesía. Lo que implica esta pregunta, “¿Quién escribirá La canción del barrio?” es de una enorme complejidad y responderla mediante la escritura supone un desafío que parecía suspendido en el aire y evadido deliberadamente. Cierta poesía de los 80- 90 recuperó, por decirlo de manera ligera, el propio espacio, el propio paisaje y se separó –la mayor parte de las veces con claridad y lucidez– tanto del neoromanticismo paisajista (que inscribía en el paisaje más que la historia una metafísica) como del costumbrismo de la poesía social que fue una máquina de generar tipos sociales cerrados. Basta mencionar –sabiendo que las menciones siempre son mezquinas– la poesía de Osvaldo Aguirre, o la de Oscar Taborda (con sus 40 watt, un único libro de poemas con la potencia de una obra), o la de Daniel García Helder, o la de Mario Ortiz, o la de Fabián Casas o la de Marcelo Díaz; o la de Alejandro Rubio, o la de Sergio Raimondi; también, aquí, la de Martín Prieto. El desafío es volver al barrio, una instancia menor, un lugar literario altamente contaminado por Carriego o los poetas del tango. Y allí vuelve Los temas de peso.
Prieto transforma el barrio en una sucesión de nombres y apellidos de personas, en una topografía situada en el mapa por la intersección de ciertas calles y escapa del arquetipo: no se trata ya de una vecina sino de la mamá de Danielito, no se trata de un mozo sino de aquél que gesticulaba para hacerse entender y que se parecía a Paco Urondo, no se trata de un bar cualquiera –como si todos fuesen iguales– sino de “il Sorpasso”. Ciertamente este pasaje de lo genérico y prototípico a lo singular ya estaba hecho cuando Oscar Taborda hablaba del arroyo Ludueña o García Helder mencionaba la estación Pasteur, el río Carcarañá y más, pero Prieto sube ahora la apuesta porque el que va a cantar, canta aquello que tiene que ver con su experiencia y con su intimidad. Nadie había declarado tan escandalosamente –con este contexto poético del que hablé como telón de fondo– el canto de lo propio que ahora forma parte de las cuestiones de peso (de lo importante) y de la propia vida, abandonando el sitial de la distancia: “Y voy a cantar la canción de la inseguridad:/ no la de los barrios/ ni la de los taxis/ ni la de los aviones/ ni la de los plazos fijos./ De la de uno voy a cantar/ de la de la cara de uno/ de la del cuerpo y de la de las ideas de uno.”
Volver, entonces, a Carriego para abrir y transformar el repertorio barrial. El poema es una enumeración y arma conjuntos que simulan ser aleatorios: un nombre abre otro y cada uno forma pequeños círculos concéntricos, para abrir otro nombre, más o menos aislado, u otra serie: “Voy a cantar la canción de los verduleros./ La de Don Victorio y la del carro de don Victorio/ y la del vaso de vino que le daba mi mamá./ Otra vez voy a cantar la canción de mi mamá./ La canción de ir a buscar a mi mamá al trabajo./ La canción del vino verde no, la canción del vaso verde/ en el que mi mamá tomaba vino blanco./ Voy a cantar la canción del vino blanco.” La enumeración, cuyo encantamiento puede leerse en la repetición de ese estribillo o mantra (“Voy a cantar…”), pero sobre todo puede escucharse en la voz de Martín Prieto leyendo el poema
es, por cierto, desmesurada. No hay posibilidad de corte y por eso en el poema debe ser cortada desde afuera en un sentido doble, por un personaje y por el retorno de la prosa: “Ahí uno de los comensales interrumpió al cantor. Con palabras delicadas le recomendó que bajara de la tarima, no porque se sintiera ofendido por alguno de los versos del canto, sino porque a un lado del teatrillo se alargaba la fila de los que querían participar y como si la canción hubiese durado la noche entera, el cielo se había vuelto paulatinamente más claro.”
Retomo: no se enumera lo general sino lo particular, cuando lo particular es tanto el lugar de los objetos, de las paredes pero también de sus inscripciones (“la canción del Chacra/ volviendo de la Facultad de Filosofía y Letras/ de la calle Entre Ríos/ que decía `Calelo es hombre de Pla´”), de los afectos, del amor. Se trata del barrio del que escribe, del barrio como zona de la experiencia. Y aquí está el gesto más importante de la reescritura de Carriego: La canción del barrio no será la de la nostalgia por el barrio, por lo perdido (aunque se mantiene la enunciación en tiempo pasado), sino el del recuerdo (como aquello que vuelve a pasarse por el corazón y se activa), o mejor, la de la memoria social y familiar, o social en tanto también es memoria personal: el barrio sería la instancia de la propia subjetividad, siempre singular, aún cuando es pública. Un verdadero programa, un altísimo riesgo asumido que se resuelve en todos los poemas del libro, cada vez como posicionamiento del que escribe sobre la materia retomada y sobre las modulaciones inmediatamente anteriores de esta materia, sobre las que también hay que volver, como se lee en el poema “Los temas de peso”: “Finalmente convencido de que el mundo/ era más amplio que mi departamento/ compré una pila de tarjetas magnéticas/ y salí a recorrer la ciudad en colectivo/ atento al paisaje y al rumor sordo/ en el que se convertía la parla simultánea/ de mis contemporáneos. La bruma gris/ que se levanta en los barrios de la quema/ y la otra, prístina, que emerge rosa del agua/ del río león, envolvían mis paseos en un aura/ de ensueño y todo se aparecía corrido/ de su justa dimensión.” Un libro que elige su propia voz, mientras vuelve sobre su propia poesía para detectar cierto corrimiento y a la tradición de la poesía argentina, la voz de un poeta apenas salido de “la flor de la edad que, como escribió Petrarca, es una que se marchita mientras se la nombra”.
(Actualización diciembre 2010- enero 2011/ BazarAmericano)