diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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“Evitar recordar, vivir para atrás
Intentar encontrar magia una vez más
¿Cómo hacer si es tan viejo todo?”
“Latigazo”, Pez
“Con todo lo que hay podría construir un barco”
“Las motos”, Viva Elástico
I
Retromanía es el segundo libro de Simon Reynolds que edita Caja Negra. El anterior, la excelente antología Después del rock, funcionó como resumen de obra y presentación de autor, tal como declaraban el prólogo de Pablo Schanton y la entrevista al mismo Reynolds ubicada al final, a manera de apéndice. Ahora, luego de ese gran comienzo, un libro de Reynolds puede empezar sin resguardos, así que no hay mucho más que la dedicatoria y alguna hoja en blanco entre la introducción y la tapa amarilla, que combina tan bien con el rosa de Céline, el verde de Rocha, el naranja de Cravan, el violeta de Lorrain, el azul del otro Reynolds… Caja Negra quiere que sus libros vayan juntos en la biblioteca: porque sus colores se atraen y porque cada uno de sus títulos sigue o propone alguna idea sobre la modernidad, la especialidad de la casa.
La de Reynolds es la modernidad de las vanguardias históricas, y allí están sus comentarios elegíacos sobre el manifiesto futurista para dejarlo bien en claro. Guiado siempre por la aspiración de lo nuevo, el libro termina con una profesión de fe: “Yo todavía creo que el futuro está allá afuera”. Es un párrafo de oración única: el membrete del ensayo y un desafío. Y es también un eco de la frase-emblema de X-Files, “The truth is out there”. En un punto, Reynolds se parece un poco a Fox Mulder, el atribulado protagonista de la serie: cree que es uno de los pocos descontentos y que el mundo (o una idea del mundo) está en peligro. Sin embargo, acá no hay conspiraciones. La amenaza no proviene de afuera ni de los halcones de un gobierno o corporación capaces de todo; proviene del reblandecimiento general de la vocación rupturista.
Según Reynolds, la crisis de lo nuevo se manifiesta en las artes y también en actividades como la moda, el diseño de interiores y la comida; dentro de la música pop afecta a todo, del mainstream al experimentalismo. Algo tienen en común Lady Gaga, The White Stripes y los ultraindependientes The Focus Group: una exagerada reverencia por el pasado. Es en el ámbito hipster (al que él mismo pertenece) donde Reynolds encuentra la confirmación última de su diagnóstico: el futuro se ha retirado de la escena porque aun aquellos que han bregado siempre por él están ahora obsesionados con lo ya hecho. Lo que habría ocurrido en esta primera década del siglo XXI es aterrador para alguien que confiesa creer en el progreso de las artes y en la historia como un trabajo permanente de abandono del pasado: los años 00 serían el primer tiempo sin innovación en la historia del pop. Los 60 tuvieron la psicodelia, los 70 el pospunk, los 80 el hip hop y los 90 la rave. Los 00 solo tienen recuerdos, refritos, revivals y todo el universo re que la introducción del libro resume.
II
Retromanía nace, entonces, de una insatisfacción con el presente, como tantos libros importantes. Su descripción del mundo musical es larga y enciclopédica (también es casi siempre apasionante), pero en última instancia el tema principal del libro es la sobreinformación. Según Reynolds, si hay algo nuevo en los años 00 hay que buscarlo en el conjunto de innovaciones tecnológicas que ayudan a explicar tanto memorialismo. El aumento de la cantidad de información disponible, la comodidad de su almacenamiento y su fácil accesibilidad han hecho del presente un archivo monstruoso. Y ese archivo monstruoso ha sido posible por la existencia de un dispositivo desauratizador en crecimiento constante: el que forman el mp3, la banda ancha, los gestores de descarga, YouTube y compañía. A tal punto es así, que la cifra de la década no es un disco, una banda o un estilo sino un aparatito: el iPod.
En este aspecto, Reynolds le da a Steve Jobs lo que es de Jobs, pero en lugar de celebrar la posibilidad de llevar la historia personal con la música colgada del cuello, concluye que ha terminado por convertir la escucha en un páramo. Para ejemplificar su disgusto con el iPod, Reynolds recurre a iPod, therefore I Am de Dylan Jones, un libro al que describe como una “lúcida anatomía del deseo consumista”. Es el momento Vidas paralelas de Retromanía: dos hombres de mediana edad, críticos afines al ideario vanguardista en sus comienzos, parados ahora uno frente al otro, dirimiendo el presente desde veredas opuestas con un ingenio propio de los tiempos computacionales como marca de sus desacuerdos. Según Reynolds, lo que en última instancia significa el iPod como archivo total es el fin del deseo, de ahí que su libro pueda verse como un elogio (y un ruego por la permanencia) de la falta. Del otro lado, Jones apunta al todo, por eso se apresura a ripear su colección de discos y se complace en tenerla siempre a su alcance.
Pero la diferencia más atractiva entre los dos autores no está en los previsibles argumentos a favor o en contra del iPod sino en la inflexión autobiográfica que adquieren sus textos. En un momento, Reynolds sugiere que el iPod fue para Jones un modo de manejar la crisis de la mediana edad, “… ese punto en el que los recuerdos de juventud irrumpen involuntariamente en la conciencia y la nostalgia del temps perdu comienza a pesar fuertemente”. Pues bien, también él siente la visita de esos fantasmas, también él sabe que la edad del que escucha pop (y la edad del pop) es todavía un problema, como corresponde a una música y una cultura que se asoció siempre con la juventud pero que ya no es joven. Sin embargo, en lugar de entregarse a la delectación evocativa, le presenta batalla. Su historia personal con el iPod es por lo tanto la de la tentación en el desierto: el diablo le ofrece sus placeres y él consigue sobreponerse luego de sentir los arrumacos. Retromanía es el resultado de ese autodominio, y no es extraño que el relato de sus días con el iPod y los sitios de descarga más exquisitos hable en ocasiones el idioma del pecador arrepentido.
III
Todo el fragmento dedicado a “la pequeña caja blanca” de Apple es muy importante: el tratamiento autobiográfico y el personaje contrapuesto establecen mejor que cualquier afirmación las ideas de Reynolds. Pero la dimensión personal del libro es más amplia, y conviene detenerse un poco en ella. Retromanía es antes que nada un ensayo de largo aliento, pero es también un viaje al corazón de una sensibilidad moderna educada en el pop. Un intento de autocomprensión. Cuando la edad pesa, Reynolds habla como un hombre que encuentra que su tiempo y el de sus discos se acorta, y en esos momentos es cuando se nota mejor la voz del padre. Efectivamente, algunas de las páginas más interesantes de Retromanía nacen de la mirada que Reynolds dirige a su historia como oyente a partir de la observación del comportamiento de su hijo Kieran, y si bien no hay ningún comentario al respecto no es difícil asociar la cuestión de la paternidad con la necesidad de abrirse nuevamente al futuro que el libro reclama (y también con el tono escandalizado con el que dice que la letra de “My Sharona” habla de excitarse con menores).
La actividad que Reynolds analiza más detenidamente con su hijo como referencia es el coleccionismo. Observa el interés de Kieran por las figuritas de Pokémon, registra el modo en que las organiza, compara su obsesión con la que él tiene por los discos, recuerda otros casos, cita a Benjamin y Baudrillard. El tema es significativo ya que guarda relación directa con el deseo; y como el deseo mismo, amenazado por la accesibilidad, también el modo clásico del coleccionismo habría sido afectado por internet, al punto de convertir en norma lo que antes era una excepción: no habría ahora sino música de coleccionistas. Reynolds pertenece a un tiempo anterior a internet. Podemos exagerar y llamarlo “el tiempo de las cosas”. Una colección es para él (además del testimonio de una patología) algo que ocupa espacio, algo que molesta, algo con lo que hay que hacer algo. Las carpetas de archivos que duermen en el disco rígido, por el contrario, no están a la vista ni impiden caminar tranquilo en casa. Es la naturaleza misma de la colección la que impone sus criterios. Los discos sin escuchar o los libros con el celofán puesto testimonian la deuda que tenemos con ellos, están expuestos a la curiosidad del otro, pican, avergüenzan. Nada semejante sucede en el dominio de la computadora, imposibilitada de hacer sentir la falta.
El temor de Reynolds a la abundancia procede de sus dudas respecto de la posibilidad de domesticar el flujo salvaje de información que corre sin pausa por la red; de ahí la sensación de presente como amenaza que el libro comunica. La pregunta –que Reynolds no se hace nunca, bajo ninguna forma– es si las cosas son así (o si la amenaza es la misma) también para quien no se educó en un mundo anterior a internet. Y acá es donde Retromanía toca un límite dramático: el hijo no habla. O mejor dicho: no hace que el padre dude. Cuando Reynolds compara el presente con el tiempo en que era joven, cuando dice que a veces siente nostalgia del aburrimiento, se muestra demasiado seguro de sí mismo, acaba por redimir monstruos anteriores como la televisión y roza la invención del no tan lejano pasado feliz que caracteriza a los predicadores, que desconfían también de la historicidad del deseo.
IV
Sociología, autoindagación, estética, periodismo, historia… Hay mucho en las 440 páginas de Retromanía. También una organización. El libro se divide en tres grandes capítulos, “Ahora”, “Antes” y “Mañana”, precedidos por una introducción y un prólogo. En la introducción Reynolds plantea las tres preguntas fundamentales que su trabajo intenta responder: “Dado que yo mismo disfruto de muchos aspectos de lo retro, ¿por qué sigo sintiendo, en el fondo, que es vulgar y vergonzoso? ¿Qué tan nuevo es este fenómeno de la retromanía y hasta dónde pueden rastrearse sus raíces en la historia del pop? ¿La retromanía llegó para quedarse o un buen día la dejaremos atrás y descubriremos que no ha sido otra cosa que una etapa histórica?”.
El espíritu moderno y vanguardista que Reynolds reivindica contesta con claridad la primera pregunta.
El desarrollo de la segunda da lugar a la mejor parte del libro (la que se llama, ay, “Antes”). Luego de la larga descripción de la década muerta, en la que la argumentación no puede evitar algunos lugares comunes y varias referencias a la psicología (alusiones al Trastorno por Déficit de Atención y el Síndrome de Asperger, incluso un comentario acerca de lo mal que internet le hace a “nuestro bienestar psicológico”), Reynolds recorre con erudición y claridad distintos periodos en los que la música pop se volvió sobre sí misma. Esta genealogía de lo retro lo lleva hasta los mismos años 60 que evalúa como la década del siglo XX más enfáticamente abierta a lo nuevo, pero es sobre todo a partir de los 70 cuando la atracción del pasado se hace más visible. De su en verdad apasionante viaje analítico (la lectura que hace de Patti Smith es estupenda) Reynolds deriva una interpretación basculante de la historia: habría aceleraciones y desaceleraciones, fases maníacas y nostálgicas relacionadas con la mayor o menor cercanía de la música pop a uno de los sistemas de valores opuestos entre los que se mueve: la moda y el arte. Revivals mod, neohippismo, retrogarage, soul británico, los Sha Na Na… Mirar hacia atrás resultó ser una costumbre. Sin embargo, la fase nostálgica actual sería diferente de las anteriores: por ser más extensa y más intensa, por no ser contemporánea de ninguna innovación en curso y por no acompañar su remisión al pasado con una retórica rupturista, como hizo el punk.
Un panorama como este no favorece una respuesta optimista a la última de las preguntas planteadas por Reynolds en la introducción; nada nuevo se vislumbra como para suponer que la retromanía pasará pronto. Cierto es que dentro de su imperio no todo es lo mismo. El mash-up representa el modo más estéril de la inmersión en el pasado; en el extremo opuesto, pequeños movimientos como la hauntología y el pop hipnagógico hacen con sus archivos un trabajo inteligente. Su dimensión innovadora, sin embargo, es insegura o muy precaria; en última instancia, también esta música valiosa habita cómodamente un tiempo pobre en experiencia y riesgo.
V
Y así se va Retromanía. Sin anuncios del porvenir. La lista de discos y canciones que Reynolds hace cerca del final funciona como un mapa de su historia como oyente. Moroder/Summer, Kraftwerk, Zapp & Roger, Bowie, Talking Heads, Human League, Japan, Art of Noise, Man Parrish, Mantronix, Phuture, Aphex Twin… Músicas muy distintas pero con algo en común: pertenecen al pop en el sentido amplio en que se usa la palabra en Retromanía y le recuerdan a su autor la “adrenalina del futuro” que sintió al escucharlas por primera vez. A la sensación de vértigo, al “nunca antes escuché algo como esto”, dedica Reynolds su libro. Quién sabe qué lista hará Kieran en unos años.
(Actualización julio-agosto 2012/ BazarAmericano)