diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
Aún a riesgo de ser obvio, prefiero recurrir a la lenta sabiduría de los manuales para hablar sobre este libro, prefiero comenzar con un cortés didactismo, acaso como conjuro de aquello que Arte y fuga ofrecerá al lector una y otra vez: su enigma. De ese enigma no es María Negroni quien conoce la respuesta o la clave, porque no escribió su libro para responderlo sino para enunciarlo. Sólo el poema conoce su secreto y no hace más que formularlo en cada una de sus variaciones: el poema, digámoslo así, toca, como el pájaro de los dos versos finales de Arte y fuga, “sólo para Dios.” El enigma que sostiene este libro no es un aspecto privativo: constituye uno de los rasgos de toda auténtica obra de arte. El carácter enigmático, bajo su aspecto lingüístico –observó Theodor W. Adorno en Teoría estética– consiste en que “las obras dicen algo y a la vez lo ocultan”. Esto no significa que la obra sea incomprensible: podemos comprender su estructura, su intención estética, cada uno de sus juegos verbales, sus alusiones, su arte poética y, sin embargo, en el centro luminoso de esa comprensión, hallamos un núcleo oscuro, como una piedra negra de concentrada densidad en medio de un lago transparente, que se niega a la luz del sol y se funde para siempre con la avariciosa noche. La música, más que las otras artes, presenta tal enigma en un grado eminente. Esa presentación, que no obstante responde a reglas muy rigurosas que pueden discernirse y reconfigurarse en determinados patrones del todo racionales, patentiza, evidencia su carácter enigmático. Escribe Adorno: “Sólo comprenderá la música quien la escuche con la lejanía de quien no la entiende y con el conocimiento de ella que Sigfrido tenía del lenguaje de los pájaros”.
Acaso por ello decía Walter Pater que todas las artes tienden a la condición de la música, porque en ella el rasgo de enigma se absolutiza. Y por ello la aspiración manifiesta de Arte y fuga es la música, específicamente la forma musical fugada, como principio constructivo. Ese principio, por el origen musical que estructura todo el libro, no sólo no disipa el enigma, sino lo potencia. Lo dice el poema: “ciertas músicas / hablan / de lo que siempreno habla”.
En consecuencia, un cortés didactismo, por obvio que fuere, sería pertinente, para vislumbrar el modo en el cual el libro estructura precisamente lo que no dice. O, para nombrarlo con la complejidad del poema, dice “no lo que será / sino lo que podría / no ser”. Entre numerosas alternativas, recurro al compositor Aaron Copland y a sus conferencias dictadas en New York en la década del treinta, reunidas en su volumen Cómo escuchar música.* Los títulos de los poemas de este libro, en su mayoría, aluden a denominaciones técnicas vinculadas con la fuga y, por supuesto, con el Arte de la fuga de Bach. Todas las formas fugadas son polifónicas o contrapuntísticas. En occidente, el contrapunto es anterior a la armonía. En los primeros siglos del cristianismo, el canto gregoriano era un canto a una sola voz. Hacia el siglo X surgió la idea de oponer a esa sola voz una contravoz. Fue norma entonces oponer a cada nota de la melodía o voz principal, una contravoz o contramelodía. Es decir al “puntum” –como se denominaban los primitivos signos musicales– se opuso el “contrapuntum”. El contrapunto fue así la base del estilo polifónico: música a varias voces o instrumentos con melodías simultáneas, interdependientes, dice Kurt Pahlen.** Me detengo en este aspecto porque allí se halla uno de los fundamentos de este libro. Toda estructura contrapuntística, como la fuga, tiene diversos procedimientos polifónicos, pero su base es la alternancia de voces. La mayoría de las fugas están escritas a tres o cuatro voces, un esquema que, una vez adoptado, se mantiene a lo largo de toda la composición. Sin embargo, esas voces no están presentes simultáneamente, ya que siempre hay una que se destaca. Y al respecto, me interesa subrayar ahora una cita de Copland. Dice: “No importa cuántas voces puedan estar sonando a la vez: siempre hay una que predomina. Así como el malabarista que está manejando tres objetos atrae nuestra atención sobre el objeto que lanza más alto, de igual manera el compositor atrae nuestra atención sobre una de esas voces por igual independientes. Es el tema, o sujeto, de la fuga lo que tiene preferencia cada vez que se presenta. El lector podrá apreciar, por lo tanto, cuán importante es acordarse del sujeto de la fuga”.
Todas las fugas comienzan, entonces, con la exposición del sujeto. El primer poema de Arte y fuga, recordemos, se llama “(intrada)” y tiene relación con esto. Toda fuga, dice Copland, “comienza por el enunciado del sujeto sin adornos”. En una fuga a cuatro voces, por ejemplo, cualquiera de ellas puede hacer el enunciado del sujeto de la fuga. Esa primera voz continúa para añadir al sujeto principal una contramelodía, o contrasujeto. Cada voz, una vez que ha expuesto el sujeto y el contrasujeto, queda en libertad de continuar como una supuesta “voz libre”. La base más antigua de este esquema está entre lo que se llamó “cantus firmus” y sus contrapuntos. “Cantus firmus” significa canto firme, canto fijo, y a veces canto dado. En su derredor se articulan los contrapuntos y teóricamente su número es ilimitado. Sin Cantus firmus no puede haber contrapuntos. El último poema de Arte y fuga recibe ese nombre: “(cantus firmus)” y es un poema deliberadamente conclusivo.
La denominación sujeto, que tanto en inglés como en francés, subject o sujet, pude traducirse por tema, introduce la ambigüedad necesaria para leer el sujeto mismo como el verdadero tema de Arte y fuga. El sujeto, el yo en sus variaciones indecisas, es el tema que introduce y desdice y nombra este libro, para repetirlo y alterarlo en su polifónica aparición. La estructura básica de un sujeto y un contrasujeto ya estaba dada en Islandia, de 1994. Se estructuraba en dos voces bien diferenciadas. La voz histórica de la saga islandesa, se alternaba con el ácido comentario de un sujeto, su contravoz –llamada “la sosía” o “el alter ego”– que enunciaba el fracaso latente de esa estética. La inadecuación de esas voces, de tono muy distinto, producía un efecto irónico. La ironía era la forma en la cual el sujeto admitía, de un modo lateral, su perdición y su completa desdicha y su condición fantasmal. En Arte y fuga no hay dos voces contrapuestas, sino varias, que obran como una polifonía, entran y salen, inscriptas, gestando entre sí una modulación en la cual el yo espejea irisado. Esas voces articulan todo el conjunto y surgen a veces con un breve enunciado que se retoma en otra parte, y otras como una sentencia, o una sensación, o una paradoja, o una metáfora. Lo que cada voz nombra, contradice o afirma o magnifica o disminuye lo que ha dicho otra, retorna el color amarillo en el verso o la lluvia, retorna la tarde de un domingo o el desierto innumerable, retorna el río o la ciudad de Londres y en la sucesión del tiempo el sujeto del poema se desmarca de sí y vive su vida en una múltiple alteridad. La fuga, decía Copland, pide que se la escuche con atención y, por ello mismo, no es demasiado larga. Se trata de reconocer en ella el sujeto y sus contrapuntos, todas las modificaciones en las cuales puede ser modulado. Eso mismo solicita este libro: su lectura completa no lleva más de una hora y sin embargo no basta, exige su relectura, su atento seguimiento, porque cuenta con la reminiscencia, con la huella de los versos en la memoria, situada como voces y ecos de voces que se pronunciaran en una habitación indecisa y sombría. “¿Eso es todo?”, pregunta una voz. “no no es todo” –responde otra– “es apenas el arte / de la repetición infinita”. Así se suceden la voz de un yo y la voz de un tú; la voz de una tercera persona, en singular pero también en plural; o la voz de algún personaje, como el rabino de Praga; o las voces interrogativas; o las voces infantiles de los juegos del atardecer; o las voces-consigna de la experiencia política como restos de los ominosos años setenta; o la voz del sentido común que se eclipsa; o la voz del poema creando un sentido del todo indecidible. Cada voz, al modo de la fuga, se presenta como una supuesta voz libre que oblicuamente se contrapone a la voz del sujeto. El sujeto se halla así, en los sucesivos contrapuntos de las voces, por completo desmarcado, de modo que, como reza el poema, “no se sabe quién canta”. Pero el poema no trabaja así con la impersonalidad, sino con el naufragio de la persona –esto es, el naufragio del sujeto- en su anonadamiento. De nuevo concurre la ironía en la poesía de María Negroni: el “cantus firmus” del poema final es el canto del sujeto, que paradójicamente no se halla ni fijo ni dado, sino siempre a punto de desaparecer en el horizonte de la nada. Como forma, se trata de un sujeto fugado. Por ello la voz del rabino de Praga –que es la voz que da vida a un monstruo, al Golem, en la combinación de las letras del nombre de dios– no sólo afirma que el arte es una fuga, es decir, el lugar en el cual toda subjetividad a la vez se presenta y se oculta, sino que, de hecho, “hay que inventar lo que somos”.
No me detendré ahora en todas las voces de Arte y fuga y lo que ellas articulan, pues son de una extraordinaria riqueza, que cada lector descubrirá en sus variaciones. Pero quiero mencionar un aspecto esencial en lo que creo es la relación básica entre la voz y la contravoz. La voz del sujeto –y cuando digo esto pienso simultáneamente en el tema la fuga y en la enunciación del yo lírico- se halla con una contravoz en la cual juega su profunda contradicción temporal, y que condiciona dos impulsos básicos presentes en todo el libro: la autodestrucción y el deseo, el trabajo de la ausencia y el imán de la voluntad creativa o el impulso amoroso. Todo es afirmativo y deceptivo a un tiempo y las bambalinas de lo imaginario son la compensación del sombrío teatro mortal. La serie de voces del libro prefiguran y configuran la voz principal del sujeto que en su propio existencia naufraga a su propia disolución. La contravoz de ese sujeto es, entonces, la nada y genera en él su propio abismo. Ese sujeto se proyecta y a la vez es negado por la nada, como su contravoz o, más específicamente, su contrasujeto: “el proyecto de ser Nadie” dice el poema. O “el corazón / ávido de nada”. Las articulaciones de esa voz son múltiples en todo el libro. Pero hay un tercer elemento que obraría, si no como resolución, a su vez como otro punto de fuga de la voz del sujeto y la voz de la nada, aquello que irrumpe en esa disyunción para situar el espacio intersticial en el cual se abre el enigma, que es el verdadero estatuto del poema y del arte. A veces el poema lo nombra “eso” y otra lo nombra “algo”. Leo: “El arte es una fuga –dijo el rabino de Praga / hay que inventar lo que somos / cuando el otoño imanta / la palabra nunca / y entonces eso habla / como un agua virgen habla / como una música abierta / y nos enseña a morir”. O bien, leo: “algo llega / o habrá venido siempre / como una irrealidad que el agua inventa / (...) así / la noche de tu cuerpo / no es tu cuerpo / es apenas la urgencia de escuchar / eso que canta / en lo amarillo del otoño / como país de lo invisible”. Eso es lo que aparece en el hiato entre el ser y el no ser, eso, que canta. Eso que canta en el poema es aquello que no puede ser nombrado sino como enigma, y consiste en la resolución latente, por vía de lo imaginario, de la invención –componentes del amor, de la poesía, de todos los apetitos desatados en la experiencia de los límites- de lo que redime el término mortal. Su paradoja es que en ella el yo se subsume y pierde su individualidad y es sustituido por el canto o la disolución de la persona. Pero cuando eso canta, cuando eso habla, algo se redime, algo prosigue, algo continúa, precioso, en la eternidad del instante. “ningún oro / ningún reino / salvo éste / que surge en el instante / en que se pierde”. Por ello el tiempo se busca así en el no tiempo, por ello el amor es una especie de muerte, por ello ese canto nos enseña a morir. Entre la voz y la contravoz, entre la luz y la sombra, eso habla, definitivo en el poema, eso que sólo el poema puede nombrar sin decir qué es y se despliega en su propia inmanencia, en su formulado enigma, como una fuga.
Si todas las artes aspiran a la condición de la música, el poema apunta en sus ritmos, en su dicción, hasta en su inanidad sonora, a la fuga del inconcluso Deseo hacia su redención verbal en elusivas armonías. Porque lo inexpresable -dice el poema de María Negroni- eso, eso mismo es también una música. Arte y fuga construye, con las huellas de una experiencia dolorosa en la tenue sombra de un amor, con el amarillo de otoños idos, con espectros de vastas ciudades o diminutos domingos lluviosos o cansados desiertos, con la noche muda y la muerte elocuente, con refranes y réplicas y citas, una serie de poemas para “inventar lo que somos”: nombrar aquella triste música de la humanidad con la piadosa ironía de un canto del todo irreal.
*Aaron Copland, Cómo escuchar música, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica / Biblioteca Actual, 1989.
** Kurt Pahlen, Nueva síntesis del saber musical, Buenos Aires, Emecé, 1989.
(Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2006/ BazarAmericano)