diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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“La cultura argentina es corta –anota Miguel Dalmaroni en el prólogo de su libro, recordando la conversación con un colega-, de modo que resulta inevitable que los críticos nos encontremos en algunas de sus esquinas y allí nos entorpezcamos tratando de darnos paso”. La frase, que en un principio opera como la anticipada excusa del autor por insistir sobre ciertos temas característicos del Centenario, ya trabajados pero no agotados por otros autores, termina siendo, en realidad, una de las claves con las cuales evaluar las innegables virtudes de su ensayo, Una república de las letras. Lugones, Rojas, Payró. Escritores argentinos y Estado. Porque si bien es cierto que la historia de las ideas y de la literatura se ha concentrado repetidas veces en el problema del nacionalismo cultural de principios de siglo XX, y que figuras como las de Lugones y Rojas han convocado a la asidua reflexión sobre el armado de una tradición nacional, también es cierto que Dalmaroni logra hacer de ese “encuentro en las mismas esquinas” una instancia productiva, en la cual las hipótesis novedosas no se entorpecen el paso con las anteriores, sino que, por el contrario, dialogan abiertamente con ellas y, como resultado, logran completarlas, corregirlas o renovarlas. Enunciar de manera tan explícita el miedo a la repetición o a la insistencia en ciertos temas podría parecer, al lector desconfiado, la escenificación de un puro gesto; pero nada más lejos de las intenciones de este libro: en la exhaustiva revisión de trabajos anteriores, no sólo se reconocen las deudas intelectuales, sino sobre todo, al tiempo que se diseña el marco del cual surge una nueva lectura sobre la relación entre intelectuales y Estado, se hace explícito, de manera honesta, el móvil que suele guiar a los investigadores cuando vuelven, una vez más, sobre temas que parecían cerrados: ¿qué hacer con aquello que aún hoy nos despierta la lectura de autores del pasado y que no ha hallado todavía su cabal enunciación crítica? ¿Cómo traducir críticamente el “fastidio”, la “risa” o la “interrogación” que aún hoy genera el reencuentro con un autor tan polémico como Lugones? ¿Cómo conjurar cierta manía académica actual –“tentación metafísica” la llama, convencido, Dalmaroni- que reduce todas las dimensiones de lo real a “texto” y cómo intentar, en cambio, un conocimiento del pasado material, del cual algunos textos que se analizan han sido, en efecto, una de las tantas prácticas históricas que definieron al período? Siguiendo de cerca éstas y otras inquietudes, Una república de la letras es el resultado de un lúcido análisis sobre el proceso de modernización de la literatura argentina y, al mismo tiempo, un feliz ejemplo de honestidad intelectual en su planteo, métodos y discusiones.
El objetivo central del libro es analizar las características específicas que adquirió el surgimiento de una literatura moderna en la Argentina, atendiendo a la simultaneidad de ese proceso con el de la modernización del Estado. En ese marco, el autor repara en aquellos escritores que, en simbiosis con su lugar de artistas, aspiraron al lugar de ideólogos a través de una relación particular con el Estado modernizador, desde el cual, a su vez, surgían claras políticas de cooptación de intelectuales para el diseño de una pedagogía patriótica y una modernización cultural. Para definir esta relación, Dalmaroni habla de una “alianza mutuamente funcional”, al verificar que, durante las dos primeras décadas del siglo, algunos escritores “desean, reclaman e imaginan su propia justificación social en términos de la funcionalidad que representan específicamente para el Estado modernizador, a cuyas demandas responden mientras imaginan que las diseñan”. En este sentido, ciertos literatos que se asumen como escritores profesionales, pero que, al mismo tiempo, se convierten en pedagogos del nacionalismo de Estado, son las figuras históricas que cumplen dos roles en simultáneo: contribuir a la consolidación de la literatura nacional atendiendo a la formación de un nuevo público, pero también, aspirar a que al menos parte de ese nuevo público se transforme en la “sociedad civil que hace falta para que el Estado modernizador llegue a ser el Estado de una sociedad efectivamente moderna.” En la conjunción de estas necesidades mutuas, esta figura histórica de escritor desmiente en parte aquellas lecturas que asocian la actividad artística a la pura autonomía, a la negatividad o a la refracción de la política estatal, presentes en trabajos que cita Dalmaroni, como los de Graciela Montaldo y Julio Ramos. Cada uno a su modo, los casos de Lugones, Rojas y –en menor medida- Payró le permiten al autor rastrear las tensiones de un campo literario en formación, donde las representaciones que circulaban de las “figuras de artista” de las metrópolis desarrolladas se ven relativizadas en su ingerencia histórica concreta si se atiende, en cambio, a un aspecto específicamente regional de la formación de ese campo: la certeza de ciertos escritores de ser los proveedores espirituales y discursivos de la Nación, y la esperanza de que la ansiada “autonomía” del campo literario llegara gracias a la paradójica alianza con ciertas políticas de Estado. En este sentido, a la tríada de escritores que aparecen en el título del libro, se suma, en buena parte de los capítulos, la inclusión de Joaquín V. González, quien, tanto desde su obra La tradición nacional (1888) como desde sus variados cargos de funcionario público, operó como un padrino intelectual de los jóvenes escritores y como el estratégico mediador entre cultura y política estatal.
Es, en efecto, una línea de continuidad y una obediente concreción de las propuestas de González en La tradición nacional lo que Dalmaroni lee en El imperio jesuítico (1904) de Leopoldo Lugones. Y a ello le suma los datos claves que enmarcaron su producción y que informan sobre los primeros vínculos entre Lugones y el roquismo: una escritura por encargo explícito de González, en aquel entonces ministro del interior del presidente Roca; la decisión de González de nombrar a Lugones Inspector General de Enseñanza Media, ese mismo año; la íntima amistad entre el joven poeta y el funcionario público, reforzada por su lazo de “hermandad” en la misma logia masónica, que se extiende hasta, por lo menos, 1913. Tanto en el análisis de esta temprana producción, como en los del desarrollo posterior de su obra ensayística, narrativa y poética, que ocupa la mayoría de los capítulos del libro, Dalmaroni logra corregir una imagen algo hiperbolizada y personalista que cierta crítica construye de Lugones, al hacer aparecer concretamente las iniciativas estatales que contribuyeron a su consagración, así como también la asunción del poeta de esas iniciativas (y de la ideología asociada) como propias: “Así, ciertas políticas educativas, laborales y electorales del Estado le han dado a Lugones motivos para creerse él mismo, en tanto poeta, una razón de Estado, y sostener entonces, de un modo regular, que la literatura lo era.” En esta línea de interpretación, uno de los mejores hallazgos del libro se encuentra, sin dudas, en la fina articulación que Dalmaroni traza entre el motivo narrativo del cuento “Izur” (de Las fuerzas extrañas, 1906) y las preocupaciones de la elite liberal respecto de la educación y los derechos civiles de las masas: un mono visto como “sujeto pedagógico” sobre quien se ensayan –y fracasan- modos de integración de las “especies indoctas”, a través de una relación de violencia y fuerte jerarquización cultural. Modos que, según Dalmaroni, serán corregidos luego en el ensayo El Payador (1913), cuando la pedagogía se intente no con la fuerza física, sino con la traducción poética, a cargo de un espíritu superior, de las verdades de la raza. En otro plano, encontramos un nuevo acierto en la lectura ideológica que Dalmaroni realiza del cuento “Los caballos de Abdera”: la pesadilla de la rebelión de las bestias, a quienes se han dado excesivos derechos, y la llegada de Hércules, versión heroica del poeta, para restablecer el orden social. La revisión de la obra de Lugones se completa, finalmente, con aquellos capítulos que logran operativas definiciones sobre su comportamiento de “artista”, sobre ese “Lugones compulsivo que con derecho puede ser aludido en las figuraciones conflagatorias, psiquiátricas, pasionales o maníacas con que solemos aproximarnos a la figura del artista como exabrupto de nuestra condición histórica”. El resultado de este largo recorrido “lugoniano” es el arribo a una imagen cabal de esta problemática figura, una imagen en la que Dalmaroni logra sintetizar eficazmente todas esas misceláneas esquirlas de las que parecen estar hechas la vida, las obras, las lecturas y las actitudes de Lugones.
En relación a la extensa atención que se dedica en el libro a la obra y acciones de Lugones, los casos de Ricardo Rojas y Roberto Payró se presentan de manera más acotada, aunque siempre en línea con la hipótesis global sobre la “alianza mutuamente funcional”. La herencia de González vuelve a ser detectada en Blasón del Plata (1910) de Rojas, al tiempo que Dalmaroni señala las características del pacto con políticas de Estado que entabló el autor y las vetas mesiánicas que impregnaron la construcción de su propia imagen: la del “escritor-educador como inventor del pueblo por el recurso a la literatura”. Por su parte, si bien Payró no ha ocupado un lugar comprable al de Rojas respecto del nacionalismo cultural, su inclusión en el libro se argumenta en base a las reflexiones sobre la situación del escritor que Payró dramatizó en El triunfo de los otros, particularmente, la enunciación de un deseo: que el mecenazgo del Estado allane el camino al artista para triunfar en el mercado. Finalmente, un breve apartado sobre el enigmático Emilio Becher termina de completar la presentación de estas diferentes versiones de artistas e intelectuales de comienzos de siglo XX. Podría decirse que, a diferencia de la productiva y variada exégesis que Dalmaroni logra al detenerse en Lugones, la presentación de estos otros tres casos adquiere su mayor valor y pertinencia en la “composición” de una panorama de esta joven república de las letras, donde se observan otras respuestas frente al problema del lugar del escritor ante el Estado.
Conciente, al parecer, de que toda intervención sobre el pasado cultural argentino tiende sus puentes, de una forma u otra, con el presente, Dalmaroni elige terminar su libro con una Coda final que se detiene, oblicuamente, en tres escritores argentinos cuyas elecciones estéticas parecen estar en las antípodas de lo estudiado en el libro. Mientras en Ranqueles, de Mansilla, Dalmaroni detecta el juego oscilante del artista a “ser el otro”, en la literatura de Saer y Aira ve dos proyectos estéticos radicalmente ajenos a cualquier afirmatividad estatal, aunque –según la mirada más impregnada de una “ética” del arte que asume Dalmaroni en esta parte- se trate también de dos proyectos estéticos que se repelen como polos opuestos, y que despiertan en el crítico una valoración también polar. Saer, el “último de nuestros grandes escritores modernistas”, posee una moral puramente artística que, con coherencia, ha suspendido su obra en la constante interrogación sobre cómo adherir radicalmente al “materialismo filosófico menos complaciente y al modernismo estético más negativista”. Aira, en cambio, gustoso de los gestos menos serios de las vanguardias, es igualmente ajeno a cualquier noción de Estado, pero también a todo lo que no sea su “yo” de artista, un yo “ya no sólo loco, ni apenas niño sino, […] hasta tonto, opa”. Único momento en que Dalmaroni no avanza más sobre sus lúcidas observaciones, su Coda nos deja, de todas maneras, la certeza de que aunque la literatura argentina siga siendo corta, y muchos se agolpen en sus “esquinas”, todavía es posible seguir reflexionando sobre qué “hace” la literatura en el presente y, también, sobre cómo impacta en nuestra sensibilidad.
(Actualización diciembre 2006 - enero febrero marzo 2007/BazarAmericano)