diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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1.
“Se dice que, entre los objetos expuestos en innumerables salas figuraban: un oráculo délfico, los principios generales de la mnemónica de Simónides, una gramática sánscrita, varias ciudades que no existen en los mapas, un tratado sobre mujeres y muñecas, un tabernáculo con una Anunciación Nocturna, el teatro de marionetas mecánicas de Hero de Alejandría –tan importante en las tragedias de Eurípides–, diez versiones del Apocalipsis, y varios espejos, todos eclécticos y perseverantes” (“Kircher, Athanasius”). Esta es una de las tantas colecciones -históricas, de autor- que aparecen en el libro de María Negroni, cuyos textos e ilustraciones replican el objeto del cual habla, esas series que exhiben todo el tiempo relaciones más o menos azarosas en las que se ve, con fascinación, tanto el gesto autobiográfico como el diagrama exacto de la figura del artista; las colecciones representan también, en este sentido, los modos del arte: “Al cine lo preceden muchos ‘espacios para ver’: los gabinetes de curiosidades, los museos de cera, los tableaux vivants, los teatros mnemónicos, las vidrieras, las vistas panorámicas, los peep-holes, las caminatas urbanas (flâneries, sightseeing, tours), los museos y, en general, todo espacio donde el espectador puede volverse, literalmente, un consumidor de imágenes” (“Cine”). La colección, siempre heterogénea y al borde del exceso imposible, es para Negroni un pequeño mundo en miniatura (la alusión al marco o la caja y al círculo es permanente, está en “la cámara de la memoria” con la que Lewis Carroll encerraba las figuras de las niñas, en los retratos, en las islas, en la pista cerrada de la écuyère, en los panoramas): “camafeos”, “concisos microcosmos”, “diminuta divina comedia”, “reservas de ensoñación”; entonces, este pequeño mundo cerrado se relaciona con la infancia que tendrá un lugar de privilegio a partir de los juguetes y, sobre todo, de las muñecas (también de los títeres, las marionetas, los/las autómatas y los maniquíes). Colección, arte e infancia son tres términos que Benjamin pensó en una misma estela y que abren los diferentes recorridos de María Negroni por colecciones reales, pero también por lo que ella lee como colecciones, por ejemplo las historias clínicas de mujeres que “coleccionaba” Freud, o “la inaudita enciclopedia de estilos que reunió James Joyce en el Finnegans Wake”.
2.
En el “Prólogo” de Pequeño mundo ilustrado, Negroni dice: “Este libro es autobiográfico” y da sus razones: una de ellas es que su germen estaba ya en una lista de palabras que escribió para Buenos Aires Tour (2004); otra es un recuerdo de infancia, la atracción por una enciclopedia, Lo sé todo, que muchos de nosotros leímos. La infancia y la colección ya aparecen reunidas en esta apertura y también la decisión de lanzarse “a coleccionar objetos, autores y personajes de una dimensión privada que acaso sea la mía”. Allí abre esta enciclopedia excéntrica, que se corre todo el tiempo de la idea de una orden racional, aquel que Negroni describe en la entrada “Taxonomías”, dedicada a Linneo. La arbitrariedad está en el modo de presentar cada apertura, porque algunas corresponden a nombres propios –“Athanasius Kircher”, “Kokoschka, Oskar”–, o a objetos –“Muñecas”, “Maniquíes”, “Títeres”, “Cajitas”, “Catálogos”, “Enciclopedia”, “Panoramas”–, pero otras modelan el enunciado caprichosamente: “Cartografía de la sombra: castillos”, “En el nombre del mundo: Henry Darger”, “Expedición a siempre: Sigmund Freud”, “Manifiesto de niños: hoteles” dicen algo más o menos críptico que ingresará en esa sección. Si en los primeros títulos mencionados podemos imaginar inmediatamente cuál es el tópico, no sucede lo mismo con el resto que tomarán cuerpo recién cuando accedamos a ciertos relatos como por ejemplo la historia de Darger, de ese mendigo que escribió más de nueve mil páginas, bajo el título Los reinos de lo irreal, ilustradas con las figuras de un ejército de niñas con sexo de varón que luchan contra el Mal; o la revelación de un dato de la infancia y la orfandad de Andersen que vivió toda su vida en hoteles.
3.
Sin embargo, si bien se trata de una colección excéntrica que refiere colecciones excéntricas de otros, y si bien se presentan sus elementos de manera arbitraria, las colecciones elegidas por Negroni están conectadas fuertemente. Algunas de ellas son el soporte de un conjunto, de un ordenamiento que suele estar acosado por el desborde y, entonces, por la falta (que son dos caras de lo mismo). Este es el caso de “Bibliotecas”, “Enciclopedias”, “Catálogo”, “Gabinetes de curiosidades”, “Exposiciones universales”, e incluso “Cajitas”. Otras llevan el nombre de lo coleccionado y arman, sin dudas, una serie, “Muñecas”, “Maniquíes”, “Marionetas”, “Títeres: George Sand y Paul Klee”. Aquí aparece una de las obsesiones, incluso más allá de las entradas específicas. Entonces, leeremos que Balzac tenía una colección de muñecas diminutas con las que jugaba y a las que les cambiaba la ropa (“Micrografías del deseo: Honoré de Balzac”), o que Kokoschka, abandonado por Alma Maller se hizo fabricar una muñeca que la replicaba, así como el diseñador Lester Gaba se paseaba con su maniquí de cristal, o Descartes, una vez muerta su hija ilegítima, Francine, habría conseguido una autómata igual a ella “con la cual dormía, estudiaba, se iba de viaje” (“Kokoschka, Oskar”). Las muñecas, los títeres y las marionetas están dispersas por todos lados. En la entrada “Rilke, Rainer María”, leemos que la madre del poeta alemán le cambió el nombre, diciéndole hasta sus ocho años, Sophie, y que Rilke tenía una colección de muñecas con las que jugaba, y en “Hel versus María” se indaga la relación entre “la Autómata Dominatrix” y la Virgen en Metrópolis de Fritz Lang. La colección, de este modo, permite leer biografías –muchas veces perturbadas– y también períodos históricos o culturales. De tal modo que La Encicopedia de Diderot y D´Alembert será en el siglo XVIII “una verdadera máquina de guerra al servicio del Iluminismo”, la ciudad que concibió el arquitecto holandés Constant en 1956, “una ciudad pensada para una vida ‘nómade’”, las historias clínicas de Freud, “un repertorio de la realidad esencial del fuero interno”, y Hell, la obra visual de los hermanos Chapman, “una verdadera miniatura de lo abyecto”.
4.
Sobre el final de Pequeño mundo ilustrado, en “Verba mundi: colecciones”, leemos: “Mi colección ideal contendría, al menos, siete ítems: los juguetes de Alexander Calder, el sueño eterno de Islandia, las femmes fatales de los films noirs, Arthur Rimbaud, la frase ‘mi mamá me mima’, Sissí, la emperatriz, y todos los caminos conducen a Roma”. El primer impulso sería pensar que María Negroni cierra el libro con su propia colección (a la que agrega luego una lista de colecciones personales, es decir que todo vuelve a abrirse); sin embargo, caeríamos en una trampa porque las colecciones desplegadas hasta el momento son también la autobiografía de la poeta, su autobiografía intelectual, ya que aparecen los tópicos abordados en otros libros, como Museo negro (1999) y Galería fantástica (2009), aquellos que tienen que ver con el gótico y lo fantástico, y ahora se relacionarán más claramente con la ciencia ficción; pero también aparecen las películas que vio la autora, los libros que leyó. Negroni es, en este recorrido por colecciones de otros, la que establece un orden, arma un pequeño mundo y, como se percibe en la escritura, es poeta y lectora crítica. La colección es artística no porque sus elementos sean objetos de arte, sino como práctica. Porque se trata de la oscilación entre la falta (Dalmaroni, en la contratapa, lee el libro como una antropología artística de la falta) y el exceso, entre lo que se tiene y lo que se escapa, como la escritura del poema, “una cacería incansable y fallida”, dirá la autora. Todas las colecciones conducen a Negroni, porque el círculo de la colección se expande, pero nunca puede romperse.
(Actualización mayo-junio 2012/ BazarAmericano)