diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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La novela abstracta
La experiencia dramática, de Sergio Chejfec, Buenos Aires, Alfaguara, 2012.
 

Quienes describen un elemento ensayístico en la narrativa actual presuponen que el novelista sabe, antes de escribir, lo que es el ensayo, lo que es la narración. Las nociones sincréticas (novela-ensayo, prosa-poética, escritor-filósofo, crítico-escritor) no son metafísicas, son ultrametafísicas: pretenden nombrar la diferencia operando una síntesis de dos esencias. El arte se vuelve un voluntarismo: el escritor busca lo nuevo mezclando, como el chef, dos recetas distintas. Pero ya se sabe cuáles son los sabores: el plato solo consiste en combinarlos.

Quizás sea mejor pensar que la novela (la literatura), desde hace un tiempo, va en dirección al pensamiento. Esto significa que la narración reclama su derecho a despegarse de la “historia”, en todos los sentidos de la palabra. El narrador ya no presupone un mundo, interior o exterior: narrar se ha vuelto nada más (nada menos) que una exploración de los límites de la conciencia. La renuncia a la historia es en las novelas de Chejfec el olvido deliberado del problema de la temporalidad: en su reverso, pensar este límite lleva a sus narradores a examinar radicalmente el problema de la espacialidad. La historia, llevada a su extenuación, se ha vuelto imposible en la microscopía del instante, en la búsqueda del éxtasis temporal. Chejfec considera el problema agotado: sus narradores no cuentan una historia, ni siquiera imposible, sino que diseñan el espacio posible de lo que tendría (de lo que habría tenido) lugar (la referencia a Mallarmé es aquí cuidadosamente referida a Blanchot).

Esta vocación de la novela chejfequiana puede muy bien llamarse abstracta: no en el sentido en el que se opondría a una novela concreta, acaso realista, sino en el sentido de que este narrador avanza (la metáfora cinética es intencional) fijando rasgos pertinentes de lo real. Es abstracta porque no representa la realidad, pero tampoco declara modernamente la imposibilidad de representarla: al pensarla, al diseñar un esquema espacial, como el narrador borgiano, más bien la postula. El modelo de experimentación con la espacialidad pone a los “personajes” en movimiento: el narrador presupone un espacio no euclidiano, una física subatómica. La experimentación narrativa del siglo nos acostumbró al desquicio temporal que provocaba un narrador vuelto flujo de conciencia. El narrador de Chejfec no fluye: se constituye más bien en el diseño (el “mapa”) discontinuo de una serie de cortes. Esos cortes van dibujando un espacio abstracto, incompleto, múltiple. La novela se impone como “escena” (teatral), no fuera del tiempo, sino minimizando, o desconociendo, el factor tiempo: “no hace todavía un cuarto de hora que Félix deslizó la frase sobre la luz ribereña de la ciudad” nos dice el narrador en la página ciento veinte. La frase fue dicha ochenta páginas atrás. Esas ochenta páginas no son, prolija, saerianamente, “quince minutos”. El narrador hace cortes en el espacio del relato y eso es todo (o el espacio del relato se constituye en un cierto número de cortes, de interrupciones): podemos presuponer un tiempo cronológico o heterocrónico, una caminata de un día o más bien el espacio “caminata” como un montaje de momentos heterogéneos. Lo que se vuelve espeso, apremiante, real, es el espacio de lo pensado.

La experiencia dramática podría ser un título irónico, salvo que el narrador chejfequiano rara vez lo es. Lo teatral distrae aquí de toda referencia “melodramática”. Rose es actriz, Félix “actúa de sí mismo”. Las “acciones” del relato son una yuxtaposición de escenas pensadas, elaboradas, imaginadas: el mínimo de tiempo, el despliegue de una puesta opaca pero apremiante. La experiencia (declarada imposible por la modernidad) solo puede ser dramática en la medida en que se vislumbra como reviviscencia o como vivencia potencial: la “nadería de la personalidad” (cambio de nombres en El llamado de la especie, iniciales en Los planetas) hace del actor (o del extranjero), del yo-otro por antonomasia, el único sujeto de experiencia. El personaje de Chejfec es siempre un ente posible. Es, también, un ente relacional: como el actor en la escena, es menos cuerpo que función, menos sujeto que relación. Es el elemento de un conjunto y el espacio figura los límites de ese conjunto.

Lo teatral es también la constitución de un sujeto espectador, que se desdobla porque se ve, que solo puede experimentarse contemplándose como otro. Pero, también, que se ve mirado: el otro, presente o postulado, me constituye en tanto me siento concernido (por otro o por algo). De Félix se dice que no ha tenido experiencias o, mejor, que piensa no haberlas tenido: es el extranjero, el actor de sí mismo, el que cuenta una vida imaginaria. También es el que pretende mantenerse en espectador. Por eso después de la única acción que realiza (la escena sexual en los edificios abandonados) se siente inmediatamente observado. De lo contrario permanece en la invisibilidad: no solo es el que ve, sino además el que ve la mirada de los otros, el que se deja “arrastrar” por el itinerario-actuación de Rose y, finalmente, el que se experimenta mirándose, “asistiendo a su propia presencia” en la obsesiva insistencia por duplicar sus itinerarios en mapas a veces también borgianos, tautológicos.

Todo en la novela, narrador o personajes (mantengamos la convención de separarlos con nitidez), son conjeturales, pero el ejercicio de la conjetura no requiere de ninguna comprobación. La conjetura es más bien el pensamiento de una realidad incomprobable pero posible, posible porque incomprobable. Esta posibilidad, como tal, se sustrae también a la contingencia de la temporalidad: la posibilidad es la conjetura de lo que puede ser, pero también de lo que pudo haber sido. No hay nostalgia (ni esperanza) en la consideración de esta posibilidad: la conjetura es más bien el revés de la facticidad y es tal vez más real que ella. Lo improbable del pasado y del futuro se vuelca positivamente en lo conjeturado, es decir, en lo pensando más que en lo vivido. Mejor aún: lo pensando es el único modo de lo vivido. La experiencia dramática es la de la “interpretación”: en la conjetura ya la realidad está atravesada, penetrada, por el pensamiento.

Solamente Macedonio Fernández ha encarado en Argentina la tarea de llevar adelante una novela abstracta. Pero su tentativa era negativa: conllevaba, o presuponía, el impulso destructivo de la vanguardia. En las novelas de Chejfec, no hay destrucción, sino diminutas y multifacéticas sustracciones. Conjeturalmente, entonces, hay quince minutos en los que dos personajes cruzan una ancha avenida dejando atrás la ciudad y penetrando en un arrabal industrial. El cruce tendría un fin práctico, un objetivo “escénico”, llevar a cabo el “acto” (así se lo nombra) clandestino. El suburbio industrial, con su canal como versión degradada de ese río que se vislumbra acompañando la gran ciudad, constituye la geografía de ese “intervalo” en donde el tiempo se manifiesta: condición de posibilidad de la escena, de la trama, del acto teatral. Rose no sabe cuál es la ciudad real y cuál es la secreta, cuál es el escenario y cuál es la cuarta pared que postula al espectador. Lo clandestino, lo borroso, lo inhóspito, adquieren espesor y consistencia. La ciudad (el pasado), detrás, va perdiendo nitidez, distinción.

La novela tienta entonces con una interpretación que vaya en pos de la historia, que se tome de ese breve movimiento, de ese cambio casi imperceptible, para colocar la escena, o las escenas, en un relato: tienta, entonces, con someter a prueba la conjetura. Pero quizás haya que abstenerse de ese movimiento. La postulación de la realidad, la abstracción de los espacios, la conjetura que suspende el acontecer temporizado, la interrupción como el verdadero juego del pensamiento (Rose y Félix, a menudo, interrumpen el discurso, operan un corte en el flujo pensamiento-habla), demandarían una lectura más vertical que horizontal, más espacial que temporal, más olvidadiza que memoriosa. De ahí que la narrativa de Chejfec implique necesariamente el problema de la lectura “literaria”. Se vería entonces que es imposible desprender lo narrativo de lo ensayístico, a menos que llenemos con una imagen plena lo que se nos presenta como un vacío, que no es otra cosa que ese “diseño abstracto” (que, como tal, no cabe ni en lo vacío ni en lo lleno). La narración es, más bien, el espacio en el que se despliega el pensamiento. También los entes hipotéticos que lo pueblan: no hay “hermetismo” en Félix y en Rose. Poseen, como las cosas, la oscuridad de lo que no se revela porque no se oculta. Piensan su vida como lo que pudo haber sido o lo que podrá ser. Ese vacío los constituye, los llena. La novela abstracta es la historia de los fragmentos que quedaron adheridos como núcleos opacos llenos de intensidad: carentes de sentido, dibujan una imagen (un mapa digital) de nuestra especie, un llamado. Como el libreto de teatro, son la marca verbal de lo experimentable.

 

 

(Actualización mayo-junio 2012/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646