diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Conviene comenzar por lo que sería normalmente la conclusión: La novela luminosa, el muy extenso libro póstumo de Mario Levrero (más de 500 páginas), es uno de los intentos más ambiciosos y paradójicamente logrados de lo que en otros tiempos se denominaba “literatura latinoamericana”. La etiqueta es necesaria para indicar hasta qué punto el libro rompe con el marco de la también denominada “literatura uruguaya” actual, y se instala entre otras obras inclasificables, como Museo de la novela de la Eterna del argentino Macedonio Fernández, Por los tiempos de Clemente Colling de Felisberto Hernández, o más cercanamente (en el tiempo y las intenciones) el Diario 1974-1983 de Ángel Rama, o más aún, La tentación del fracaso, el enorme diario del peruano Julio Ramón Ribeyro.
El volumen de Levrero continúa y amplía un ahondamiento de la “investigación de sí mismo” que ha sido siempre su obra, pero sobre todo a partir de un relato, “El diario de un canalla” (1991), y más aún de El discurso vacío (1996), considerada por muchos de sus lectores y parte de la crítica como su obra maestra. Los tres textos avanzan no solo en tamaño, sino también en un proceso de “abandono de sucesivas capas de ficción”, según lo definió su amigo Eduardo Abel Giménez. Las tres parecen narrar la “vida real” del autor.
El propio Levrero cuenta en La novela luminosa que había pensado incluir en este libro final “El diario de un canalla” y El discurso vacío, con lo que sus dimensiones habrían sido elefantiásicas. Se trata sin embargo de tres textos con tonalidades distintas: “El diario de un canalla” parte de un hecho aparentemente menor (un pájaro chico acosado por una tormenta) que culmina en una epifanía casi metafísica; El discurso vacío cuenta a la vez un intento de modificar la personalidad a través del ejercicio de la caligrafía, y la vida cotidiana en la ciudad de Colonia, junto a su mujer, el hijo de ella y el inolvidable perro Pongo. Culmina poco después de la muerte de la madre del autor/protagonista, precisamente en el día que habría sido su cumpleaños si estuviera viva. Ante su recuerdo siente que tiene la obligación de “aprender a vivir otra vez”, de “volver a la vida normal”. Como decide: “en este 78º aniversario, el homenaje que le debo a mi madre es el de mi salud.” La novela luminosa tiene numerosos puntos de contacto con esos textos anteriores. Por ejemplo en el cadáver muy visitado por sus compañeras de especie de esa paloma que es un eje central, y que justificadamente ocupa la tapa.
El retorno imposible
En La novela luminosa las paradojas abundan. Más de las tres cuartas partes están ocupadas por un “diario de la Beca” titulado “Prólogo”. La Beca se refiere a la que le otorgó la Guggenheim Foundation en el 2000, para terminar de escribir una “Novela luminosa” interrumpida más de 15 años antes. En realidad el supuesto diario termina por ser una auténtica novela a lo largo de un año casi exacto: de agosto del 2000 a agosto del 2001. Todo coincide con su persona: el departamento de la Ciudad Vieja donde vivía, su adicción a la computadora, sus diversos achaques físicos, la serie de mujeres (entre las que destaca Chl) que lo sacan a pasear, sus lecturas, sus talleres literarios. Sin embargo no es una autobiografía, ni sólo un diario.
A diferencia de otros diarios de escritores, este pierde buena parte de su dimensión si se lo lee salteado en vez de linealmente: hay núcleos poderosos que se van desarrollando en el tiempo, como en una novela. El título “Prólogo” suena a chiste formal (en eso se asemeja al Museo de la novela de la Eterna con sus incontables prólogos), pero se trata de un chiste en serio. Porque es el muy extenso preámbulo a “La novela luminosa”, que ocupa las cien páginas finales.
Sin embargo ese tramo supuestamente narrativo termina por ser inconcluso y heteróclito. De entrada Levrero anuncia en el “prólogo histórico” inicial que fracasó finalmente en la escritura de las “cosas luminosas”, porque no pueden escribirse. Lo que narra es una auténtica conversión religiosa, un proceso sospechado en momentos de parapsicología, metafísica o erotismo, que culminan en el cuento final: “Primera comunión”. Hay largos tramos en que el tono de la alegoría o la creencia directa se impone a la ambigüedad de la literatura. La paradoja central es que ese repetido anuncio de fracaso tanto existencial (no lograr el “retorno” a la emoción) como literario se muestra bastante falso. En un tramo específico, por ejemplo, el protagonista reconoce que siempre ha ido logrando lo que deseaba. Y en la experiencia del lector, el supuesto fracaso del libro en sí es un triunfo de lectura absorbente, y de zambullida en una vida a la vez sufriente y desopilante, que no deja de reflejar con nitidez los rasgos más elusivos o documentales de ese Montevideo que constituye la carne misma de lo narrado.
Los recaudos son claros: a cada uno de los seres reales que figuran se les pidió permiso. Y una nota preliminar aclara, salteándose a la torera los probables problemas legales: “Las personas e instituciones que se sientan afectadas o lesionadas por opiniones expresadas en este libro deberán comprender que esas opiniones no son otra cosa que desvaríos de una mente senil.” La plenitud del volumen desmiente esa senilidad. Hace sospechar además en la partida final la probabilidad de que (como la del “Flaco” y gran amigo que fallece en México), sea una muerte aceptada como parte del precio de una libertad muy elegida, y de un camino cumplido a fondo.
Damas y trayectos
Una prueba de que no es aconsejable tomar el diario/prólogo como equivalente de la vida real de Jorge Varlotta, es que las menciones a su actividad más sostenida y positiva (para los demás) de esos años finales -los talleres literarios- aparecen apenas cuando se acercan, o cuando terminaron. Como lo reconoce en uno de sus aforismos pendulares, contradictorios y compartibles: “Trabajar me hace mal. Aunque en otro sentido me hace bien.”
En cambio la historia de amor central engancha y avanza a través de la relación esquiva y compleja con Chl, a quien se le otorgan todas las virtudes imaginables, pero con una condición aceptada a regañadientes: sexo no hay, aunque hubo (ese período feliz queda fuera de la escritura, después de El discurso vacío y antes de La novela luminosa). Allí avanza un romanticismo también compuesto de elementos contradictorios: una intensidad idolátrica digna del romanticismo alemán más clásico (la mujer inalcanzable y cercana a la vez), y una división postmoderna o moderna entre el sexo y el cariño. Con un componente sólidamente montevideano: Chl es una sistemática proveedora de kilos de milanesas o “guisotes”, que alimentan en el sentido básico de la palabra a nuestro protagonista. Uno de los fragmentos poderosos entre los castos amantes tiene que ver con un bar, con un gesto obsceno y con una fusión explosiva de la represión y la risa, a la altura de la escena más célebre de la película Cuando Harry conoció a Sally.
A Chl se suman I, F y otras mujeres que recorren con él las calles de Montevideo, y en especial sus librerías. De todas ellas se da al fin el nombre real, menos de Chl, ideal, diosa, pináculo de bondad. Es fascinante el modo en que el texto recoge, sin embargo, en un “escape” del estilo de representación más repetido de lo femenino, una mujer paradójicamente real, por física y poética.
El órgano más poderoso de Levrero suele ser el cerebro. Como él mismo define: “la mente es como una dentadura que necesita masticar todo el tiempo”. En esa masticación termina por descubrir lo inesperado. Lo hace cuando elige “visitar con la mente mi viejo apartamento de la calle Soriano, y apenas había comenzado a visualizar algunas habitaciones, apareció ZZ (una joven compañera de hace algunos años). La tenía casi completamente borrada, de modo muy sospechoso.” Lo que sigue es la inolvidable descripción, única y breve, del modo en que esa mujer atendía al personaje, convaleciente de una operación de vesícula, sirviéndole el desayuno con “un bailecito acrobático (...) una extraña danza, maravillosa, que soy incapaz de describir.” La bandeja entera parecía a punto de irse al demonio, pero la joven dama la “depositaba gentilmente (...) sobre mis piernas”. A la mente masticadora le cuesta aceptar esa felicidad a secas, sin agregados, y la atribuye al Inconsciente. La muchacha recibe además una doble ZZ como nombre, quizás por relegamiento al final del alfabeto por parte del Superyó. Su poética pirueta es un momento luminoso que logra ser expresado plenamente.
En los trayectos, el protagonista y sus damas recorren un Montevideo actual, muy cercano, totalmente reconocible no solo en sus lugares sino en su idiosincrasia y realidades. La violencia callejera, los trámites pesadillescos (memorable gestión ante UTE y para sacar el documento de identidad), y sobre todo en las librerías de saldo o de viejo, que reciben un homenaje cabal. Con un librero de la calle Policía Vieja establece una relación equilibrada, exacta, basada en una comprensión mutua profunda de lo que es ser “buen pobre”. Él le avisa sin saberlo, telepatía mediante, cuando recibe nuevos títulos policiales de la serie Rastros.
Teoría y práctica
Como ocurría en El discurso vacío hay también aquí docenas de observaciones o teorías estéticas sobre aspectos del arte de escribir de Mario Levrero, y de sus opiniones sobre cosas tan diversas como la música clásica, el tango, la ópera y la escultura. En aquel libro había un fragmento minucioso y conmovedor sobre el peso estético de las ruinas con las que se mezcla la vegetación, al estilo de los camiones de la pampa herrumbrados e inútiles –y por lo tanto “artísticos”- de Juan José Saer en El río sin orillas. Otro pasaje registra con sutileza el modo en que el oído registra conversaciones despojadas del sentido estricto, componentes futuros de collages o texturas que forman e informan su literatura. De uno de esos cielos montevideanos increíbles de nubes negras y dramatismo, que parecen de Disney, apunta: “hay algo en la realidad que, cuando parece irreal, fascina”. En el aspecto musical un tema de Julio de Caro oído por la radio lo dispara hacia la esencia del tango: “una especie de nostalgia por algo desconocido, una nostalgia para llorar a gritos.”
Pero tal vez el bloque temático más impresionante, que se mezcla de manera inextricable con el resto (es un componente, por ejemplo, de la ruptura a medias con Chl) tiene que ver con la computadora. Auténtica droga descubierta en un momento de aislamiento en casa de un amigo mientras busca departamento, la búsqueda y bajadas de programas por Internet, el sistema enloquecedor de premios y recompensas, y el empecinamiento en jugar jueguitos (heredado de una adicción anterior por “las maquinitas”), le devoran gran parte del tiempo que querría dedicar a su “retorno”, y le despedazan con sistemática regularidad sus horarios de sueño.
A contrapelo
Hombre de rabietas y opiniones tajantes o hasta panfletarias, el protagonista articula a veces con agudeza sus convicciones antisentimentales o políticas. Su doctora (que es además su ex) le deja un mensaje: “Decía algo sobre los medicamentos, pero también hablaba de los pensamientos que me había dejado. Me corrió un frío por la espalda. Fui a la puerta, abrí, y ahí afuera estaba eso, una bolsa blanca de nailon con tres macetas tres macetas tres con plantas y flores. Maldiciendo las saqué a la intemperie, al balcón. Allí agonizarán y morirán. Me parece horrible que se trate de ese modo a seres vivientes y sensibles. Debería regalarle a mi doctora una docena de monos, para que tenga que cuidarlos.”
En el complejo entretejido entre sociedad, economía y clases sociales puede citarse un fragmento sobre la computadora y sus bemoles, también opuesto a lo políticamente correcto: “Ciertamente el mundo de la computadora ya fue invadido por los abyectos, y cuanto más se abaratan costos, tanto más crece la abyección. No porque los pobres sean necesariamente abyectos (que a menudo sí lo son, a veces tanto como los ricos), sino porque los vivarachos usarán las maravillas tecnológicas para embrutecer más a los pobres, a esos pobres de los ranchitos de lata con antena de televisión. Y de paso se embrutecen ellos también, quiero decir ‘los poderosos’. Siempre fueron brutos, en algún sentido, y ahora lo serán más, gracias a la tecnología. Internet saldrá definitivamente de la esfera de la cultura donde nació, y será manejada por comerciantes y estadistas. (...) Nostalgia de lo que pudo haber sido una raza, o un país. Ah, la gente...”
Círculo triple
En una aguda observación sobre El discurso vacío Juan Ignacio Fernández lo definía también como “autoayuda”. La novela luminosa despliega aun más ese plano, mezclado a tantos otros que la constituyen en libro impar. Este texto, monumental y ágil a la vez, está plenamente capacitado para emprender la cabalgata fuera de fronteras, fuera de límites de los géneros. En buena medida es la descripción múltiple y disfrutable de un combate personal. Una vez terminado sigue y sigue, no sólo en el cerebro y los sentidos del lector, sino también en la relectura. Para demostrar, como tantas otras veces, que el combate de vivir continúa, con sus luces y sus sombras.
*Esta nota salió publicada en El País Cultural Nº 828, del 16 de septiembre de 2005, Montevideo (Uruguay).
(Actualización abril - mayo - junio - julio 2006/BazarAmericano)