diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

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/  Osvaldo Aguirre

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Diseño

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Variaciones sobre un tiempo mesiánico
La Anunciación, María Negroni, Seix Barral, Buenos Aires, 2007.

Hay zonas de la Historia que son indecibles, incluso para una literatura que no se proponga decir nada. No es porque las habite el horror -no se trata aquí, quiero decir, de un sublime negativo. La dificultad para simbolizar esos episodios de la destrucción estriba más bien en que ellos se yerguen sobre un punto ciego de la comunidad que los ha construido. Son, por así decir, esporas persistentes de su desamparo. Cuando la literatura se practica como forma obstinada de la incertidumbre, sin embargo, ella puede interrogar esos hiatos mejor que nadie. Éste es el caso flagrante de La Anunciación de María Negroni, un relato que acecha el agujero indecible de la historia y deja que éste le dicte, uno por uno, sus silencios. Con un pliegue paradójico: La Anunciación convoca un momento en que la política precisamente aspiró a decirlo todo, de una sola vez. Se trata de los años ’70 en la Argentina, protagonizados inicialmente por el afán revolucionario y su invisible pero sofocante cinta de Moebius; y después, por la sangrienta aniquilación de ambos a manos del gobierno militar que tomó el poder una víspera del día de la Anunciación, el 24 de marzo de 1976.

La novela espía ese pasado desde un presente cercano al nuestro y a través de la rendija de una historia de amor, o viceversa. Es que la evocación de uno y otra forman para la narradora un solo circuito de pérdidas y obsesiones, que se precipitan sobre un nombre de guerra: Humboldt. Así se apoda el personaje al que la voz narrativa se dirige y se dedica. ¿En referencia a Wilhelm o a Alexander von Humboldt? Tal vez a ambos. Pero fue el hermano mayor, Wilhelm, quien descontento a la vez con los primeros efectos de la Revolución Francesa y con la pesada maquinaria de la burocracia prusiana, escribió una encendida defensa de las libertades individuales, intitulada Sobre los límites de la acción del Estado. Militante montonero, el Humboldt de La Anunciación camina así contra la ironía de su apodo. Para la narradora, por otra parte, él es el motivo y simultáneamente el obstáculo de una memoria que se sabe creada por y para cierto presente. El recuerdo de Humboldt anuda pasión amorosa y militancia revolucionaria, imbricación que más queda al descubierto cuando la narradora más se esfuerza en deslindarlas: “No es lo mismo”, dice en un momento, “una épica de la revolución que una épica del amor, que una guerra amorosa, que un amor de la guerra.” Concatenadas por la negación, las analogías no terminan allí. En rigor, La Anunciación coloca la pasión en el centro neurálgico de una serie, o más bien un círculo, de analogías y disyunciones.

Entre pasado y presente, entre Buenos Aires y Roma, los recuerdos del amor y la política se relatan escandidos por la intervención de otras voces y diálogos. Se trata, se diría, de los soplos diversos de una misma noche oscura del alma. Como si la novela nos propusiera: “Memoria es sólo aquélla que destituye definitivamente al yo, erosionándolo en la infinitud de sus rumores.” Es que a veces quienes dialogan son claramente balbuceos de una metafísica dislocada, como ‘mi Vida Privada,’ ‘el ansia,’ ‘la palabra casa,’ ‘lo desconocido,’ ‘el alma.’ Otras veces, se intercalan en la narración las cartas que ‘el Autor, autrement connu como el Emperador muy Noir’ le envía al ansia. Esta correspondencia también se declara hecha de retazos ajenos, de ‘prositas prestadas.’ Para mayor confirmación de una poética de la supresión del yo, una de las voces que se infiltra en el relato es la de un poeta llamado Vicente Huidobro. La narradora además conversa con el monje Athanasius Kircher, que en 1646 fundó un museo que contiene o duplica el mundo, y mucho tiempo después la intercepta en la Piazza Farnese para recordarle sus visitas a un departamento de la calle Uruguay en Buenos Aires. Allí vivió alguna vez su amiga Emma, la artista que, con desmesurada puntualidad y a contramano de las urgencias revolucionarias de sus allegados, copiaba toda pintura de la Anunciación que se cruzaba en su camino:
“Los copiaba con furia, con hambre, como si el hecho de no tener que encontrar una forma para sus obsesiones, la llevara directo al centro de lo inaudible: su ilusión era pintar un cuadro que, enteramente, no le perteneciera.”

En ese arte de la repetición cuyo trazo busca apropiarse las infinitas variaciones de un mismo tema, se cifra el corazón político de la novela de Negroni. El gesto de Emma no hace más que sintetizar una de las obsesiones de la historia del arte, y de la historia a secas: la indagación interminable y casi compulsiva en una escena primaria de la cultura occidental. La figura es conocida, sencilla pero inasible, porque en ella se derrama el infinito en el número, la eternidad en el tiempo, “la inmensidad en la medida, el Creador en la criatura,” y así. El arcángel Gabriel, el que asiste en la presencia de Dios, se presenta ante la virgen María para anunciarle que concebirá y dará a luz a una criatura que será considerada hijo de Dios. En la novela, mientras Emma duplica la hendidura de esta escena en todas sus versiones plásticas, los rumores que interrumpen—es decir, construyen—el recuerdo de la narradora interrogan sus posibilidades.

El hallazgo más intenso de esas voces es que el arte y la política son barcos a los que un mismo soplo teológico puede hacer naufragar muy diversamente. Ya se ha dicho que la política tiene inevitablemente la estructura de una religión. Curiosamente, es ese mismo núcleo místico el que organiza tanto sus peligros más abismales como sus potenciales más felizmente transformadores. ¿Cuál es la diferencia entre unos y otros? ¿Cómo se habilita o se bloquea el pasaje de un lado al otro de ese nervio teológico de la política? ¿Cómo se propulsa el cambio sin aspirar a la totalidad? ¿Cómo se acaricia la plenitud sin activar las prisiones del dogma? Éste es el laberinto de preguntas que La Anunciación construye, y en el que se pierde con total lucidez. Intuyo que también sugiere algunas respuestas.

Una de ellas surge del contraste entre la espera mesiánica de la política y el impulso místico del arte. A la primera sin duda la acecha la trascendencia organizada. Así es precisamente como la narradora recuerda su juventud militante:
“Me convierto en esa cosa íntegra, recta, indestructible: el revolucionario, el escalón más alto de la especie humana. (...) La organización me absorbe por completo, me lo pide todo y, por lo mismo, me lo da todo (...). Me encanta la sensación de trascendencia que ese objetivo me presta.”

Esta saturación dogmática de la política se contrapone en la novela con el despojo y la entrega al vacío a los que propulsa la experiencia estética. Parecería que, a diferencia de ciertos modos de concebir y practicar la política, el arte reconoce que el recorrido místico gira en torno a un espacio disponible, y más aún, a una impensable oquedad. No es casual que un personaje llamado Vicente Huidobro se pasee por las páginas de este relato. Un poeta de igual nombre alguna vez describió a un “Creador, sin nombre, que es un simple hueco en el vacío, hermoso como un ombligo.” Otorgarse a esa ausencia es, según el monje Athanasius, tarea primordial del arte, y con suerte, de la vida. Tal vez habría que agregar que Lacan denominó goce femenino a ese modo de sintonía con lo Real -una idea que tampoco es ajena a esta novela.

María Negroni escribió -con deliciosa insistencia- sobre el género gótico y las estéticas del horror. Inventó también una genealogía lírica de las sagas islándicas, que es también una serie de poemas sobre el exilio y los mundos que el exilio crea. Escribió una novela sobre un exilio voluntario, el viaje de una mujer de la Edad Media en busca de y a la vez en fuga del amor. También un ensayo en que piensa la obra de Alejandra Pizarnik a partir de lo que ella llama su obra ‘de sombra’: esos textos que renuncian a la búsqueda romántica de absoluto -unio mystica moderna- para descender al fundamento obsceno del lenguaje. Para que el lenguaje, como dice alguien en La Anunciación, ‘deje ver la mugre, la baba, el pantano.’ Tengo la impresión de que cada uno de esos libros forma un hito del mapa en que se dibujaba, se esperaba, y se anunciaba sin preverse La Anunciación.

 

          

(Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2007/BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646