diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
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Julio Schvartzman
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Diseño

Diego Colomba

Máscaras crepusculares
La forastera, Estela Figueroa, Ediciones Recovecos, Córdoba, 2007.

La morosidad con que Estela Figueroa ha publicado su obra poética, Máscaras sueltas (1985; edición italiana: Maschere Mobile, Florencia, 1987), A capella (1991) y la reciente La Forastera, condice sin duda con la falta de gestos grandilocuentes o declamatorios en su escritura. Nacida en la ciudad de Santa Fe en 1946, en la que se desempeña como tallerista y periodista cultural, esta poeta poco advertida por el público no especializado –no así por algunos pares y críticos que suelen destacar el valor de su poesía, como Martín Prieto que la incluyó Breve historia de la literatura argentina)-  exhibe en su última obra ese tono humilde y austero, desprovisto de alardes retóricos que perturben la impresión de sencillez que transmiten sus versos. Impresión que, como efecto de lectura, se emparenta con el mito de un habla que nombra al mundo en su justa medida, y del que en parte es deudor el intenso placer –una suerte de alegría musical- que provoca su obra. Una poética que, como el gomero, “no se pierde en dádivas de flores”, compensa su economía expresiva con un arduo juego de tensiones entre recurrencias léxicas, sintácticas y figurativas que nada tiene de “simple” ni de “natural”. Ese aire conversacional de sus textos, apoyado sobre todo en sus fraseos característicos y en un diccionario accesible, no responde a una pretensión mimético-costumbrista sino a la invención de una sutil inflexión oral del poema como dimensión imaginaria de la escritura, practicada “en la intimidad/ y como con vergüenza”, según reza esa suerte de arte poética titulado “A Manuel Inchauspe, en el hospicio”.
En “Principios de febrero”, primer poema del libro en el que además se condensan los rasgos más visibles de la obra, se demarca temporalmente una escena –los nombres de los meses, los momentos del día o las estaciones aparecen iterativamente en los poemas, con frecuencia desde sus mismos títulos-, mientras se evoca cierta dimensión sentenciosa de la poesía de Figueroa: hay ideas que recurren como preceptos (“Un hombre es bueno para una noche.”, “Luego hay que descansar.”), fugaces como las circunstancias –tal vez por ello no alcancen a poner en entredicho el ethos humilde antes aludido-, pero recuperables cíclicamente, como si su uso abrigara cierta sabiduría existencial: “El invierno llegó/ como llegan todas las estaciones.” Los versos avanzan lacónicos, sin tropos, hasta que “prenden” figurativamente por momentos, como explosiones imaginativas y sensuales detonadas por abundantes símiles y algunas metáforas -recursos que no se alejan tanto de la referencialidad cotidiana como lo harían las imágenes-: “la ciudad envuelta por la noche/ brotada toda/ como un lazo de amor”. Esos brotes figurativos refulgen, no por su osadía analógica, sino por su justa ubicación en un contexto de sobria elocuencia.
Este solo poema bastaría para manifestar la complejidad de actitudes y perspectivas líricas entramadas en el poemario a través del juego de hablantes y oyentes virtuales: distintos usos de la impersonalidad para no expresar a estos últimos como entidades gramaticales del discurso, el yo y el tú de una figura ficticia (“y yo –te dije-“), el nosotros de una colectividad humana (“Nos queda un mes para estarse en los patios”), el apóstrofe dirigido a parte de ella: “Mujeres: tendríamos/ que aprender de los gatos./ Cómo agradecen el tazón/ que rebosa de leche!” Juego al que se suma el yo del poeta en otros poemas del libro.
Los diferentes usos de la impersonalidad a los que hacíamos referencia, junto con una singular sintaxis hecha de cláusulas o breves oraciones equivalentes a un verso -que parecen cortar el hilo discursivo-, contrarrestan de algún modo la edificación de un sujeto lírico sólido y bien delineado, que suele tratar además sobre sentimientos extremos: “No estalló una bomba./ No hubo un incendio.// Estalló la vida./ La vida se agotó como un fósforo.” En un contexto de palabras familiares, con las que se representan hechos o actividades hogareñas, rutinarias, que dejan entrever cierto dramatismo (“Se hace lo imprescindible/ regar las plantas/ dar de comer a los gatos/ ¿qué culpa tienen?”), una palabra destella sorpresivamente: “Al crepúsculo salgo a la calle/ en busca de cerveza”. El prosaísmo de las frases es interrumpido momentáneamente por el término anómalo, propio de un registro más sofisticado, que recurre en numerosos poemas para hacer referencia a esa hora incierta, límite, en la que la luz del amanecer o del atardecer extraña a esa suerte de yo romántico, si se piensa en el universo de intimidad que traza.
Figueroa, la forastera, con sus múltiples máscaras y personajes (la mujer, la entrada en años, la solitaria, la poeta, la sabia, la apasionada, la dolorida) traza un espacio enunciativo deliberadamente incierto. De alguna manera, uno de los poemas más figurativos como “Fin de año” repasa en un mismo texto las personificaciones de ese yo que se multiplica, atravesado por “pájaros de ámbar”, “de sangre””, “del olvido”, “de ceniza” y “de fuego”.
Decíamos una forastera: alguien que no puede coincidir definitivamente con el lugar donde está y que, como reza el poema homónimo, no pudo encontrar su casa, un espacio de estabilidad identitaria y emotiva, aunque no ajeno al deterioro y la destrucción –a causa del paso del tiempo o de la inundación-, ni a la soledad –por los amores perdidos, los amigos muertos o los hijos que se van. En este sentido, el arte de tapa parece reforzar la idea con una foto de la poeta cuyo rostro está movido, fuera de foco.
Los poemas de La Forastera se suceden como puestas en escena de un sujeto deseante y doliente. El deseo de la mujer suele manifestarse como una energía inagotable que se expande en busca de un objeto amoroso con el cual conciliarse, aunque sea fugazmente (“Sin habernos negado/ a estas pasiones/ que cada tanto/ asaltan”), o detrás de “alguna visión” en la cual arraigar (“como el arco iris que el niño mira absorto/ como la naranja traspasada de sol en el árbol/ como un ámbar en un pecho desnudo”). La potencia imaginativa es movida por ese deseo expansivo, dinámico y liberado, que se expresa a través de recurrentes alusiones al vuelo: “floto sobre los techos”, “y comienzo a volar en círculo/ sobre mi casa”. Si, por su parte, domina el dolor, la manifestación aguda de la tristeza y la melancolía (“Debemos soportar cuatro/ sufrimientos esenciales:/ el nacimiento/ la vejez/ la enfermedad/ y la muerte.”), doblega entonces con su fuerza la furia del deseo y de la fantasía, y al hacerlo la purifica, la sublimiza: “¡Cuánto le gustaría volver a verlos/ cuando eran jóvenes/ estaban sanos/ entre estrellas que volaban/ hacia un cielo de amor!”. El dolor comunica al sujeto con una armonía existencial perdida para siempre (“Cuando era chica/ todavía bailaban… (…) Fuimos muy desgraciados/ cuando mamá/ no quiso bailar más.”), que la poesía puede evocar de manera intermitente. La poesía de Figueroa es romántica porque el dolor y el deseo son los ejes de su imaginación, pero a la vez exhibe la imposibilidad de encarnar un personaje heroico (“Lloré en silencio./ Luego en voz alta/ pero sin lágrimas.// Grave error: ante los abandonos/ no hay que mendigar/ hay que mostrarse magnánimo”). De todos modos, y a pesar de que los “libros sagrados” ya no sirven de consuelo, la sencilla tragedia cotidiana que componen los poemas de La Forastera destila, asociado a su canto, cierto humor esperanzado: “Fijo mi mirada en las plantas: después de la inundación/ -confundidas-/ algunas intentan florecer.”

 

(Actualización agosto – septiembre – octubre - noviembre 2007/BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646