diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En “Una carta sobre Kafka”*, Walter Benjamin cita un pasaje de Eddington sobre la imagen del mundo que tiene la física, señalando que no conocía ningún pasaje en literatura que pudiera mostrar en mayor grado el gesto kafkiano de la experiencia del mundo moderno. El fragmento era la narración del proceso de atravesar una puerta, y comenzaba de este modo:
“Estoy en el umbral de la puerta, a punto de entrar a mi cuarto. Lo cual es una empresa complicada. En primer lugar tengo que luchar contra la atmósfera que pesa con una fuerza de un kilogramo sobre cada centímetro cuadrado de mi cuerpo. Además debo procurar aterrizar sobre una tabla que gira alrededor del sol con una velocidad de 30 kilómetros por segundo; sólo un retraso de una fracción de segundo y la tabla se habrá alejado millas. Y semejante obra de arte de ser llevada a cabo mientras estoy colgado en un planeta en forma de bola, con la cabeza hacia fuera, hacia el espacio, a la par que por todos los poros de mi cuerpo sopla un viento etéreo a Dios sabe cuánta velocidad. Tampoco la tabla tiene sustancia firme…”
De la múltiples razones por las que la lectura de los cuentos de Martínez Estrada nos pueden conducir a pensar en la relación con Kafka, en la publicación que hace Interzona de un volumen con los relatos “Juan Florido, padre e hijo, minervistas” y “Marta Riquelme” se nos manifiesta una bastante aleatoria. La cita de Benjamin nos impacta por un detalle menor: el umbral. Hay algo de esa fascinación por el abismo que dilata el segundo en que debemos atravesar el límite de una (o de infinitas) puerta tras la cual el mundo aparece idéntico, y a la vez, desmesurado. Los relatos de los que hablamos se construyen en ese singular campo de fuerzas de los espacios liminares.
Martínez Estrada es un cuentista. Puede ser una afirmación discutible, como cualquier otra que no señale que es un ensayista que, además, escribe cuentos (o poesía, u obras de teatro). Al menos escribe cuentos entre 1945 y 1957, en los que ciertamente es posible leer elaboraciones que complementan sus poderosos ensayos, pero que también despliegan una poderosa fuerza de afirmación que excede aquellas indagaciones. Hay algo en los cuentos que bordea la laboriosa construcción de una racionalidad explicativa, y que frecuentemente nos conduce a Kafka. Esa es una línea de lectura que podría seguirse con varios de los cuentos de Martínez Estrada, desde “La inundación” en adelante. En los relatos que se publican en este volumen, además de la relación con Kafka, también podemos proponer la indagación de la lógica narrativa de un mundo singular, las posibilidades de la lectura alegórica, e incluso, en el caso particular de “Marta Riquelme”, la activación de una intertextualidad con el relato homónimo de Hudson. Pero en ese abanico de posibilidades, da la impresión de que aún nos retiene la fuerza magnética del umbral. De los relatos (cuentos largos, quizás nouvelles para ser más precisos) aún no hemos dicho nada, como si fuera imprescindible el ceremonial de presentación.
“Juan Florido, padre e hijo, minervistas” narra el día que precede a la última salida de Juan Florido padre, de su casa al cementerio. Con veinte años había completado su bachillerato en Sevilla, y con una experiencia de tres años en una imprenta, arriba al país. Trae solo una recomendación para el General Mitre del presidente de un centro masónico y un mínimo capital monetario. Viene con su mujer, Carmen, un frasco con su primer hijo que había muerto al nacer, tres prendas de un hermano torero muerto por un toro y un laúd del año 1600, también herencia familiar. Lo emplean inmediatamente como minervista en la Compañía Sudamericana de Billetes de Banco y alquila una habitación de un inmenso conventillo. En el primer párrafo del relato, que había iniciado con la fecha de la muerte del personaje, tres días antes de cumplir cuarenta años de su llegada desde España, se presenta el relato de una vida cuya peripecia ha sido reducida a la nada. “En seguida alquiló la habitación número 86 del Palacio Bisiesto, en el tercer cuerpo de la planta baja o platea, donde falleció. Desde esa época, la vida del matrimonio, y meses más tarde también la de Juan, transcurrió sin ninguna peripecia digna de recordar.” Lo abrupto del final de la primera oración anula los cuarenta años que median entre la llegada y la muerte, pero también anula toda posibilidad de pensar esos cuarenta años como el decurso de una vida. No hay ambigüedad en la posibilidad de señalar que el fallecimiento sucedió a la mudanza, aunque también hay cuatro décadas en ese espacio en el que una repetición inercial suspende el tiempo. Juan Florido, el minervista atormentado por una cefalea que progresivamente le quita todo interés por la vida, tiene un hijo, Juan Florido también, que trabaja como minervista desde sus quince años, soportando los mismos dolores de cabeza que su padre. Más allá de que hubiera fundado un centro masónico, en el que gozaron de un cierto respeto de parte de sus compañeros, al menos durante un tiempo, los Florido, padre e hijo, fueron recluyéndose poco a poco al encierro en la rutina de ir al trabajo, y en la pieza que alquilaban. “Los vecinos que no simpatizaban con ellos por su carácter hermético y su injustificada arrogancia, les llamaban los sonámbulos, y este mote se había difundido entre los habitantes de las casas a todo lo largo del itinerario que recorrían seis días a la semana padre e hijo, invierno y verano. Ahora el padre estaba muerto…”. Ahora, dice el narrador, el padre estaba siendo velado tras la puerta de la habitación del conventillo en la que multiplicaba sus inútiles rutinas y rituales mínimos como un modo de simular la existencia. Pasar la puerta de la habitación de una vez, habiéndose muerto antes. Cotejar por primera vez el estado de orden en torno de un cadáver del interior con el caos bullicioso y anárquico del resto del conventillo. La tensión entre la muerte y la barbarie se dirime, sin posibilidad de síntesis, en el umbral de esa habitación 86. Las casi cincuenta páginas que siguen a esta situación están en relación con la entrada del conventillo al universo cerrado de la habitación y con la salida del cadáver para el entierro. El cuerpo que se pudre llama la atención de los vecinos, que distinguen el olor entre los vahos de fritangas, mientras doña Carmen y su hijo permiten el ingreso de un vecino de las zonas más pobres del conventillo. El cadáver se cubre, entonces, de palabras y de despojos. El vecino, cuyo nombre varía de acuerdo con la semana, ingresa la miseria que rodea a los Florido con sus historias que se multiplican a medida que se multiplican los pedidos: la ropa, una bebida, dinero. Carmen y Juan Florido se deshacen del feto junto con el cuerpo, mientras alisan los billetes que habían acumulado en esos cuarenta años de encierro. Durante un día completo, hasta que llega el carro fúnebre (que como no podía ser de otra manera, es un carro para niños en el que apenas entra el cajón), la insignificancia de ese mundo inerte se revela en el lento proceso de deshacerse de todos los objetos inútiles que habían conservado durante años. No es sólo el feto, sino las prendas reservadas para las cada vez menos frecuentes reuniones del centro masónico (los zapatos y una galera). Y no son solo objetos, son el pudor y el cuidado de una intimidad hueca la que se van cuando los vecinos se asoman a esa puerta, cuando los despojan de alguna nimiedad, cuando los ven en plena humillación de usar un pantalón mojado con aceite o llevar el cajón de un hombre en el carro fúnebre de niños. Cuando Juan Florido parte, lo más erguido que puede, bajo los cientos de miradas y comentarios de la turba del conventillo, mientras su madre queda “en el patio, con las manos cruzadas sobre el vientre, mirando con sus ojos cansados y sin lágrimas”.
Hay dos cuentos de Kafka, dos pequeñas parábolas, en las que los umbrales muestran complementariamente su infinitud y su infranqueabilidad. En una de ellas, se propone si un mensajero tuviera que partir para avisar que el emperador está por morir, su esfuerzo sería inútil, ya que cada puerta del palacio que atraviesa no hará más que conducirlo a otras, que seguirán en la ciudad y se multiplicarán hasta el infinito. En la otra, un hombre espera frente a un umbral custodiado por un guardia que no le franquea nunca el paso, y que cuando lo ve muriendo le dice que esa puerta era solo para él, y que ya que no la usó, se cerraría para siempre.
“Marta Riquelme” es el relato de un prólogo. Para ser más preciso: es el relato de un albacea que debe prologar una obra imposible de publicar. Se trata de las memorias de casi dos mil páginas que había escrito una joven entre su temprana adolescencia y los veinticuatro años. El narrador, cuyo nombre es Martínez Estrada, señala que había invertido tres años de trabajo en el orden, clasificación, compaginación e interpretación de una miríada de páginas sin numerar y, en muchos casos, sin continuidad lógico–narrativa. En el inicio del relato, sabemos que esos manuscritos se perdieron en algún lugar camino a la edición, el narrador comenta, explica y cuenta lo que hay en esas memorias. Para ser más precisos, mientras narra cómo fue su trabajo, reinventa a partir de recuerdos (señalados con mayor preocupación por el valor de los episodios aislados que por el relato en sí) una historia abierta a múltiples lecturas.
El personaje central de la nouvelle es Marta Riquelme, lo que conocemos de ella es ambiguo e inquietante. La joven que despliega esas caóticas Memorias que exceden las dos mil páginas, que carecen de paginación, a las que le faltan páginas o presentan páginas duplicadas o triplicadas es a la vez la protagonista de un caótico relato familiar y la obsesión del editor que necesita interpretar lo que quiere publicar. Cuerpo (en la letra, en la historia pasional) y fantasma (que sobrevuela la desmesurada historia de la casa familiar, que amenaza la racionalidad y las posibilidades del equipo que descifra e manuscrito) Marta Riquelme hegemoniza múltiples relatos que se construyen a su alrededor. Hay un relato familiar: Marta Riquelme hilvana la historia de los Riquelme Andrada, habitantes por generaciones de una casa llamada el Magnolio, en la localidad de Bolívar. La mención no es casual, el espacio de una casa caótica, sumamente grande y llena de habitaciones, en la que se mencionan cruces de relaciones más o menos perversas. En un singular hacinamiento, en la casa se suceden casos de incesto y suicidio, disputas entre hermanas, deudas de juego, problemas económicos. Marta está en medio de todos esos acontecimientos que forman las casi dos mil páginas como si fuera un centro de gravedad: el ordenamiento cronológico es imposible, lo mejor que se puede hacer es pensar lo determinante que puede ser la joven en esos acontecimientos. Cualquier intento, ya no de evaluar moralmente el accionar del personaje, sino de comprender siquiera qué pasó, excede las limitaciones del prólogo. Hay una historia familiar, pero sólo podemos vislumbrar algunos de sus sucesos más interesantes. Marta trataba de robarles los novios a sus hermanas, “desde niña era una diablesa”. Una de ellas, Margarita, se mata cuando Mario, que se había enamorado de ella, también se enamora de Marta. Pero no sabemos mucho más que eso, y allí surge con potencia un punto de alto interés narrativo. Hay una historia de amor incestuoso con su tío, Antonio. Inicialmente se lo presenta como un canalla y un violador de menores, aunque finalmente nos enteramos de una historia de amor con Marta que continúa más allá del Magnolio. Allí hay un núcleo narrativo aún más poderoso. Pero no hay manera de encontrar el desenlace de la historia. “Lo que sigue es sencillamente estupendo”, nos avisa el narrador. Y nada más. Hay una historia familiar, dijimos, ramificada y perdida junto con los papeles que el editor busca en su memoria. Y hay, también, un relato de esa búsqueda, en la memoria y en la letra, de los secretos que esa escritura desmesurada oculta. Hasta la condición de Marta se desdibuja en un uso excéntrico, indebido, del lenguaje para una mujer. Más aún, según el narrador, Marta “ni siquiera era una escritora”, aunque no sólo la búsqueda de los papeles perdidos sino el ejercicio de desciframiento (que se hacía, por momentos, jugando al ajedrez), anticipan una escritura poderosa, si fuera posible pasar el umbral del prólogo. Pero no es posible. Encerrados en la propiedad familiar, se encriptan también una lectura de América y una tradición literaria. La condensación de los ensayos de Martínez Estrada acerca de una América fundada como campamento se puede leer, de soslayo, en la reconstrucción de lo que son los Riquelme Andrada: en medio de la pampa, en una finca colonial, varios núcleos familiares que incluyen hasta los abogados que trabajan para ellos, viven entre litigios de campos, deudas y discusiones de herencias mal avenidas, entregados a la usura, sin otra moral que la del latifundio y la pertenencia a la tierra. En ese sentido, es posible una lectura alegórica, que traduzca punto a punto las tesis ensayísticas de Martínez Estrada. Sin embargo, quizás lo más interesante sea que en el interior de la historia, a diferencia de los ensayos, aquellas afirmaciones rotundas se sostengan con debilidad en las ambiguas interpretaciones de algunas frases. Y a su vez, la nouvelle anticipa la lectura que publicará una década después El mundo maravilloso Guilermo E. Hudson. Y en este punto, no sólo hace resonar en su relato la lectura de un cuento de este escritor, sino que se inscribe en una tradición compleja que trabajosamente viene construyendo en su obra. En el caso particular de “Marta Riquelme”, además, se inscribe en la línea de las escrituras preliminares, de los prólogos que supieron perfeccionar, entre otros, Macedonio Fernández y Jorge Luis Borges. Y volvemos al prólogo, al umbral de un universo que puede intuirse tras las páginas de las Memorias, que una vez perdidas se vuelven infinitas.
En una carta de Kafka a Milena, el escritor checo confiesa: “hay para mí un abismo que no puedo salvar, al parecer porque no lo quiero. Allá, del otro lado, es algo de la noche, en todos sentidos y de un modo absoluto, una cuestión nocturna; aquí está el mundo, lo poseo, ¿y tengo que saltar al otro lado para tomar posesión de él una vez más?”.
Martínez Estrada escribió cuentos en un período de su vida que apenas excede una década, que coincide mayoritariamente con el período de fascinación con Kafka, y con el encierro que le supuso el peronismo. Su escritura y su razonamiento desbocados tuvieron como resultado, en este mismo período, voluminosos ensayos. Vemos en el volumen que contiene estas nouvelles la posibilidad de pensar, como un par complementario, estas puestas en escritura de la experiencia que suponen ciertos umbrales infranqueables, estas manifestaciones narrativas de un escritor para el que el mundo americano y su propia escritura son abismos inevitables.
* Walter Benjamin¸ Imaginación y sociedad. Iluminaciones I. Taurus, Madrid, 1980
(Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2007/BazarAmericano)