diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El progresismo argentino está compuesto por cinco entrevistas que Jorge Halperín realizó en torno a la idea progresista (Carlos Altamirano, Atilio Borón, José Pablo Feinmann, Felipe Pigna, Luis Alberto Romero).
El título del libro supone, tal vez, demasiadas cosas. Por ejemplo, que existe una especificidad en la versión nativa del progresismo. Supone, además, que puede datarse una continuidad de esa fuerza desde el pasado hasta la actualidad. Si sólo operásemos con el primer postulado, los argumentos podrían aceptarse rápidamente por aquello de la contextualidad. Pero la pretensión de que el progresismo argentino tiene su historia multiplica la pregunta del primer supuesto para cada uno de los momentos que los entrevistados consideran. Jorge Halperín, el entrevistador, parece conocer los distintos modos de vencer los reparos que los intelectuales entrevistados podrían formularle a la idea de argumentar en favor de la existencia de una línea histórica del progresismo nativo (un ejemplo de ese dominio de la entrevista es la ausencia del término “progresista” en el reportaje a Atilio Borón, quien, además, sólo lo menciona una vez y en clave peyorativa). Contra toda idea de linealidad, de unidireccionalidad, Halperín opera con la teoría del “salto” (“ahora practiquemos un nuevo salto histórico…” le dice a Luis Alberto Romero para dejar de hablar de las campañas contra el indio y ocuparse de Yrigoyen y la Semana Trágica). No es, con todo, un salto como el del caballo en ajedrez, sino uno menos épico: ir de momento en momento, arañando comparaciones y especulaciones en torno a una serie de estadios del progresismo. Algunos de los entrevistados se vieron forzados a distinguir modos de pensar el pasado y el presente. José Pablo Feinmann, por ejemplo, le dice “no podemos plantearlo en términos tan esquemáticos”, pero luego en referencia a otro momento histórico revisitado “eso es típico de la izquierda: tener la ideología y no tener al pueblo”. Si fuera un verso sería estupendo, pero como sentencia (cuatro conceptos como cosas y el verbo de la propiedad ) puede considerarse una condensación de la cifra que permite unificar la política de las preguntas esquemáticas y la estrategia de las respuestas “políticas”. En efecto, el modelo estadual que impregna muchas de las páginas de este libro de entrevistas –el modelo, hay que repetirlo, es lineal, aunque la propuesta halperiniana de recorrerlo no lo es– parece atacar el lugar del pasado (inscripto en el marbete “historia argentina”, con esa pátina de unicidad que lo torna sacro) no como uno donde la razón progresista se porte astutamente, sino como otro en donde aquellos (hombres en su mayoría) progresistas del pasado sufren la ponzoña situacional: y eso es lo que hace una lectura “política” del pasado: hallar progresistas allí donde las proclamas del presente político no encontrarían sino obstáculos a su razón. De tal modo, Felipe Pigna responde a la pregunta acerca de si se puede hablar en clave de progresistas y retrógrados cuando se habla de unitarios y federales, diciendo que sí, que se puede y se debe porque la historia es, de alguna manera, progresiva. Y esa idea es dadora de ese acento moderno que la izquierda aún no logra hasta el momento considerar: ese que le haga pronunciar mejor el concepto de ciudadano. Si en las respuestas de Luis Alberto Romero, el ejercicio del salto halperiniano es considerado a partir de pensar “como si estuviéramos en una película” (lo que de todos modos no apaga la incomodidad del historiador por las fuertes presiones que el cuestionario le impone al pasado), en las respuestas de Pigna la fórmula es teatral: Sarmiento quiere derramar (y el tiempo verbal cuenta) la idea del farmer, y la Sociedad Rural le dice “Un momentito señor; esto no va”. He allí a un progresista y a un organismo retrógrado (de maniquea representación): no es casualidad que de la antinomia sólo se recupere el término progresista y no el de retrógrado: enumerar a los “malos” echaría a perder la cosecha, obligaría al intercambio denso entre panteones.
Alguna vez Horacio González entrevió que en el enfrentamiento entre los historiadores profesionales vs. los vulgarizadores o vs. los revisionistas, los primeros hacían gala de un “monolingüismo ritual”. Es probable que ese sea el principal obstáculo para entablar diálogos sobre la idea progresista: los intentos por arribar a un relato unívoco en el que las preguntas del presente no violenten el pasado. Pero también es probable que ese diálogo pretendido no pueda construirse desde el bastión de, llamémosle así, el último progresista. Las preocupaciones de ese ser sumido en su bonhomía se expresan bien en la reapropiación que Carlos Altamirano hace del término –en la actualidad, argumenta, la consigna pertenece a una izquierda democrática, que no monopoliza la representación del pueblo– , y en su incipiente definición: el progresismo como conciencia de la crisis que afecta a la noción. Que esta última consideración se parezca y mucho a decir que un progresista es aquél que persiste como tal aún si el concepto está en crisis, hace que las expectativas de hallar en El progresismo argentino un texto “dialógico” dejen lugar a las certezas de que en él pueden leerse algunos diálogos que conservan, felizmente, su impronta periodística.
(Actualización agosto - septiembre- octubre - noviembre 2007/BazarAmericano)