diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Matías Moscardi
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Matías Moscardi

Ritmos cardíacos / Formas de la inquietud
El hombre de overol y otros poemas, Fabián Casas, Ediciones Vox, Bahía Blanca, 2007.

 

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El hombre de overol y otros poemas es el último libro de Fabián Casas, publicado recientemente por la editorial VOX. El primer poema, “Solaris”, comienza con puntos suspensivos, como si el arranque del verso tuviera su impulso vital en otra parte. Precisamente, la lectura de El hombre de overol instala una relación necesaria y casi inevitable no sólo con la poética que Casas inaugura allá por los 90, sino también con su producción narrativa y ensayística. Ya veremos por qué.

 

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Decía que “Solaris” comienza con puntos suspensivos; y de esa suspensión pasamos al centro inicial, de un solo golpe: “…En medio de la calefacción del verano”. En Medio: no hay distancia entre lo pausado y el corazón del poema, es la velocidad natural que electrifica este libro. Porque entre los puntos suspensivos y el primer verso se cifra un mecanismo de armado textual: el salto de una zona de sentido a otra, la desconexión entre las estrofas, como si cada grupo de versos fuera el retazo de un pensamiento incompleto pero concentrado. Pasamos de los chicos que caminan trabados como cangrejos por las playas, a la muerte del punk, encarnada en el viejo Strummer, cantante de los Clash, que se sienta en un sillón y muere de manera improvisada a los 50 años. De ahí a los resultados de la última migración, a los países periféricos en donde “la gente afectada / se vuelve invisible”. Así respiran los poemas, agitados, nerviosos, y en la proximidad intermitente del aire que exhalan, el lector es el que tiene que desmontar relaciones: en este caso, entre lo que podría ser un verano marplatense, el ocaso final del punk y la invisibilidad de la gente afectada en los países periféricos.

 

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Los puntos suspensivos son también los ramalazos del recuerdo, de la experiencia; o una forma de expresar la materialidad con la que están hechos los textos: un colectivo corta el verso, una llamada telefónica hace que el poema, momentáneamente, termine. 

 

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La amenaza de lo que no se ve: una araña muerta implica otra araña viva. Como en el poema de Wallace Stevens, Casas percibe en lo visible una manifestación residual de lo invisible: una vieja limándose las uñas en la calle es un lapsus del mundo, la distancia que existe entre una familia y las estrellas.

 

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Desde Tuca, Casas se caracteriza por incorporar en el poema, de manera más o menos explícita, referencias que abren la lectura hacía un “lado B”, como variaciones de versos de Bukowski, citas textuales de Vallejo y William Carlos Williams, referencias en los títulos a Baudelaire, Montale, etc. En El hombre de overol encontramos una extensión interesante de este procedimiento. Si bien hay alusiones a la literatura (Li Po, Sax Rohmer, Yeats, Pessoa) esta vez lo incorporado, lo inmediatamente reconocible, es el cine: El ciudadano de Wells, Cabo de miedo, de Scorsese, algunas películas de terror y Solaris, la novela de Lem que Tarkovsky llevó a la pantalla en 1972. Además de ampliar la mixtura de los poemas, estas referencias permiten leer analógicamente: podemos pensar, por ejemplo, que las reflexiones paranoicas del primer poema se arman desde el título: el poeta está inmerso en su propio Solaris, un planeta con un océano enorme que lee la mente de sus habitantes. Y el poema es, precisamente, esa posibilidad, esa relación entre escritor-lector traducida como un efecto de persecución. También podemos pensar, en clave casi foucoultiana, que siempre habrá un Robert De Niro, vestido con una camisa hawaiana, que finge leer el diario frente a la puerta de casa. Quiero decir: las referencias completan aquello que los poemas no dicen. Volvemos: el poema es un invisible acontecimiento de lectura hecho visible.

 

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Entonces, hay una dinámica de lectura. Los ocho poemas de El hombre de overol se leen de una sentada pero su efecto viene después, cuando recordamos algún verso de esos que resuenan en los textos (“Escuchá: // Somos los muertos vivos. / Somos los muertos vivos”). Y cuando volvemos a releer el poema, ya no es ése el verso que escuchábamos, colgado como un balanceo sobre el oído, sino otro. Así, después de varios reenvíos, descubrimos que el poema en su totalidad es lo que golpea la lengua.

 

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Pero esa velocidad de lectura puede ser, también, un punto débil. Porque el lector puede pensar que faltan poemas; o al revés, que la economía del libro, en todo caso, podría ser aún más ajustada. Por ejemplo, poemas de paso como “Scania” o “Notas” que parecen quedarse a medio camino si los comparamos con el resto; o poemas que suenan a los clásicos, como es el caso de “Los Olímpicos”, que parece una versión de “Pogo” y de “Oda”; o “Están construyendo un edificio”, que recuerda esa experiencia narrada en “Despertarte”, de El salmón. En pocas palabras: la velocidad de lectura, la misma brevedad del conjunto, hace que esperemos cierta constancia pero también que pasemos de largo algunos desniveles.

 

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Trabajar desde el centro del relato para hacer circular algo extraño en la sangre de una anécdota que parece sencilla. En “La media hora de Elvis Presley” se narra un corte de luz que interrumpe la transmisión de un recital en vivo. Pero el relato está minado: “El cuarto de mis viejos y adentro nosotros”. El detalle espacial excede el desarrollo de la acción. Sobre todo por su sintaxis, que administra, por un lado, el cuarto matrimonial; y adentro, como en una mamushka, la familia entera, a presión, contenidos por media hora en esa arquitectura. Y el verso final: “El lenguaje tiene que haber surgido así” que pasa de la anécdota a la teoría con la misma velocidad que mencionábamos al comienzo. Porque el poema es también un “Ensayo bonsái”, lo cual permite trazar, como decíamos, una relación no sólo con el resto de la producción poética de Casas sino con su trabajo como narrador y ensayista. Podríamos decir que El hombre de overol es una síntesis de la figura de Casas como escritor. Y en especial el texto de Presley: un ensayo, que a la vez puede pensarse como un cuento breve, que en el libro funciona como poema. Y al revés: El hombre de overol permite leer los ensayos de Casas en clave poética, sin riesgos de cometer una operación de lectura forzada. Por el contrario, basta con leer “La repetición” o “La reacción”, publicados en el bolg Mal Elemento (www.malelemento.bolgspot.com), para encontrar líneas enteras que bien podrían funcionar como versos de poemas. El último libro de Casas abre, retroactivamente, la interpretación de los textos más allá de  cualquier corte genérico (poesía / novela / cuento / ensayo), como si todos fueran una sola escritura con diferentes ritmos cardíacos. Porque en última instancia es el ritmo lo que marca, en Casas, cierta inclinación formal por alguna tipología más o menos definida.    

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El hombre de overol es el que trabaja en el taller mecánico. Como ese verso del poema “Oda”: “el ruido metalúrgico / de los talleres literarios / no me deja dormir”. Porque en Casas encontramos siempre una cercanía entre la escritura y lo que podríamos llamar una materialidad de la experiencia. En el poema “Están construyendo un edificio” lo que interrumpe el sueño es el trabajo. Pero precisamente esa interrupción fastidiosa es lo que genera el poema, es lo que hace que el poeta despierte en medio de la noche y escriba. Aunque el edificio es, también, la escritura misma del poema, como dos formas diferentes de la inquietud. El hombre de overol podría leerse, entonces, como metáfora de una incomodidad, la del poema que “no arranca”, la dificultad como material de construcción.     

 

(Actualización diciembre 2007 - enero febrero marzo 2008/BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646