diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Matías Moscardi
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La eficiencia simbólica
Villa Celina, de Juan Diego Incardona. Ilustraciones de Daniel Santoro. Editorial La otra orilla, Buenos Aires, 2008.

 

 

I

Villa Celina  son veinte relatos numerados de Juan Diego Incardona y algunas ilustraciones de Daniel Santoro. Los cuentos y las ilustraciones pueden ser pensados –de hecho ya se ha hecho– como un viaje al conurbano bonaerense. Su narrador es hijo de una maestra y un tornero, y ya no vive allí.  Estos últimos datos tientan a ensayar otra aproximación.

II

De una hojeada el libro de Incardona se parece a Seres sobrenaturales de la Cultura Popular Argentina de Adolfo Colombres, con sus relatos y dibujos que tematizan bestias y duendes de un territorio difuso pero actual en la imaginación ilustrada. Es esta imaginación una muy turística.  De pibe vi a mi vieja correr hacia el fondo de casa para tirar unos huevos recién comprados al grito de “basilisco, basilisco”. Recién después de conocer el libro de Colombres se me apagó la desilusión que me agarré al contraponer la definición de “basilisco” leída en el Sopena y el relato que mi vieja ensayó para sus hijos aquella vez. En su lugar sobrevino una emoción que sólo más tarde trataría de aplacar toda vez que emergía. Es la emoción populista-ilustrada: la de leer en un libro (la naturaleza del ilustrado) lo que en el pueblo acaece a diario (el saber del nativo). Se podría decir que tengo mucho para decir sobre esa sensibilidad: mi pueblo natal es tan pequeño que cabe en cualquiera de esos palomares de ciudad. Mi abuela, tucumana de principios de siglo, insistía en que el duende de la siesta (está dibujado en el libro de Colombres) sólo se arredra frente a la mierda. Mi tío decía haber visto varias veces a un Familiar, el perro de los ingenios (también está en Colombres),  en la mismísima Laferrere, donde casi todos mis parientes maternos murieron o morirán. Pero se podría decir también que la apuesta por la entronización de esas experiencias –que la imaginación populista-ilustrada concibe como una comunión, como un reencuentro– reifica ambos registros de intelección y frente a la inabordable tarea simbiótica sólo puede cedernos el bestiario, la ímproba pedagogía del diccionario y el dibujo, la desabrida celebración del monstruo sin el miedo, del duende sin la mierda.

III

La cosa pueblerina está en el corazón del texto de Incardona. Si Villa Celina tratara al barrio bajo el signo del barrio citadino, de ese barrio con códigos reo-ilustrados, del barrio de la merienda y del baldío, estaría un paso más cerca del libro de Alejandro Dolina sobre Flores (otro libro de seres sobrenaturales, con dibujos y todo) y un paso más lejos de Adán Buenosayres. El problema con tratar la cosa magmática del pueblo es algo que todos los cientistas sociales populista-ilustrados reconocen: si se subraya el abolengo del interior (como lo hacía B. Verbitsky en Villa miseria también es América) el asunto se vuelve folklórico; si se insiste en el aguante, la falopa, los redonditos y los celulares, toda la cuestión huele a consumo. En fin, nada que García Canclini no haya dicho ya.  Los textos de Incardona no se salvan de caer en uno y otro polo, pero como esos vuelcos se celebran, habrá que ver en sus relatos todo un intento vitalista por sobrevivir a la contradicción. A cada paso podemos leer la inestabilidad a la que el narrador se somete para escapar de las imposturas del folklore colucciano y de la ironía airana: él es el hijo de la maestra y se le nota. El hijo de la maestra es el lugar del homenaje y la deferencia pero también de la distancia: dice “aplaudir” en lugar de “golpear las manos”; dice “medios de transporte”; dice “en el transcurso de mi vida”; habla de obreros como pinturas de Berni, de peleas como escenas dantescas; propone personajes que no saben pronunciar la palabra “impedir”; delinea de a tramos una pedagogía del pobring ( “como siempre, para que te den, tenés que dar algo a cambio”;  “el odio en un barrio, como en un pueblo, puede ser infinito”) con un programa de no se agota en el clientelismo y el intercambio shamánico sino que refiere cuestiones ligadas al lugar del narrador y explicita hipótesis que ligan la circulación de historias y las esquinas como lugares de ocio. Pero esa voz inestable al adherir a las tradiciones festejantes y nostálgicas del mundo paisano, del pago chico, se galvaniza de ternura y se distancia de la ironía post y del recato derechoso del landriscinismo.  Puede que haya un mapa de lectura para recibir a Villa Celina, una forma de interpretar estos relatos. Se concibe como una modulación politizada pero de ningún modo politizante. Una onda que empezó por desechar las metáforas edificantes de la geología marxista, continuó sacándose de encima a Deleuze y se detuvo en la contemplación desafiante de la iconografía peronista. ¡Basilisco, basilisco! Lo político está ahí, la literatura lo sacude. Así, a la clave de sentido que puede hacer de Villa Celina un elemento seriado, le basta con leer “unidad básica” o “cumbia” para saber que anida allí el guiño de los sumergidos. Hace falta muy poco para saber si hemos comprendido -parece sugerir la cifra-, y esa sapiencia puede decirse también cantando (o bailando).

IV

Hay muchas batallas en Villa Celina. Bandas, barrios, equipos combaten entre sí maravillosamente. Sin embargo esas gestas no son sino excusas para tratar epifanías, secretos y complicidades que fecundan el barrio. La violencia entonces corre el riesgo de ritualizarse, de decir algo que no dice (o que los subalternos no quieren decir). Villa Celina escapa de esa ilusión de hallar etnografías en letras de chamamé y cuartetos, de descubrir nihilismo en el basural, o existencialismo en el uso del gerundio. Pero al tratar la violencia como si fuese el camello borgiano (ese que supuestamente no figura en el Corán) si bien resulta fácil superar el umbral tilingo de la preocupación y la sorpresa, es harto complicado superar los límites del realismo. Es durísima la tarea de fundar el anti-antirrealismo. Pero si ese trabajo lo encara alguien que siempre se está yendo, como es el caso del narrador del libro de Incardona, puede generar sentidos nuevos que remuevan un poco más las aporías de la imaginación ilustrada. Entiendo que “Metales”, uno de los relatos más breves y menos jocosos de Villa Celina, puede servirnos como puerta de entrada al libro: en él se traza la vida social del cobre y la alpaca, el maná de los intercambios y las oraciones, los simbolismos de la masculinidad y la plusvalía. Así de vacía, de seca, de pelada es la mirada del que vuelve al barrio como el narrador de Villa Celina. La sensibilidad populista-ilustrada debería saber que hay algo destructor, sádico y contencioso en las evocaciones del hijo de la maestra y que todo puede volverse ominoso no sólo para tilingos sino también para guarangos. El lector deberá repensar que al considerar a este libro como un boleto para viajar al país matancero no sólo no se encuentre allí con Humpty Dumpty sino que además resulte larga e insultantemente ignorado. Lejos de la fascinación del turista, el hijo de la maestra escribe su nostalgia como una memoria de migrante sobre la que vale la pena recalar.

(Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2008/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646