diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Una nueva versión del colectivo

La fiesta de la narrativa, de Facundo Gorostiza, Federico Levín , Ignacio Molina, Lucas “Funes” Olivera y Ricardo Romero, Buenos Aires, Una ventana ediciones, 2010.  

El paso dado de escribir a ser escritor no es un movimiento ingenuo. La puesta en circulación de una obra y de un nombre de autor implica la construcción de una imagen que se definirá por distintas tensiones, idas y vueltas dentro del campo cultural en el que se inscribe. La conciencia del poder que cada persona que escribe tiene en relación a esa construcción de la imagen de escritor varía: se oculta o se expresa más o menos sinceramente. En el caso de El quinteto de la muerte (autor colectivo del libro que nos ocupa) aparece explícito casi a modo de manifiesto.

 La fiesta de la narrativa es un volumen compuesto de relatos y piezas musicales. Sus autores, cinco amigos: Facundo Gorostiza, Federico Levín, Ignacio Molina, Lucas “Funes” Oliveira y Ricardo Romero, quienes se autodenominan El quinteto de la muerte (excepto cuando Federico Levín escribe una carta a Fausto, el hijo de Ignacio Molina: entonces nombra al grupo como El quinteto de la vida).

Antes de los relatos y las partituras y a título de “Lo que somos” y “Lo que pasó” una voz colectiva explica la experiencia. Este quinteto de artistas tañe su música y lee sus obras en encuentros con público, a los que describen no como teatrales sino como festivos, aunque los recursos que usan se parecen bastante a una puesta en escena trasponiendo la dimensión única que atrapa a la literatura: provocan olores cocinando alimentos sobre una sartén caliente o muestran a un autor leyendo su obra empapado, porque sus personajes están bajo un diluvio.

El Quinteto está compuesto por cuatro escritores y un músico (Facundo Gorostiza), quien participa de la publicación con las partituras de sus composiciones. Esta decisión ha convertido mi lectura también en una experiencia necesariamente colectiva: yo no leo música, por lo que tuve que pedirle a un amigo con esas habilidades que lo hiciera para mí. Sólo así pude recorrer el libro entero, que se abre de este modo en sus posibilidades interpretativas, trascendiendo los límites materiales de la publicación.

Como agentes de una comunidad nunca construimos sentido desde el vacío ni el interior absoluto. En nuestros mecanismos de lectura e interpretación intervienen aspectos culturales que nos identifican y nos ubican en coordenadas más amplias que nuestra propia individualidad. Experiencias como la de este libro trabajan haciendo explícita y dándole forma concreta a la comunidad que implica la expresión artística. La imagen es una fiesta como lugar de encuentro de artistas y receptores, en la que la invitada de honor es ni más ni menos que la narrativa.

Aunque digan tener distintas estéticas, los relatos se parecen bastante, sobre todo a partir del narrador autobiográfico que analiza el mundo circundante atravesando con su singular mirada diferentes aspectos: un viaje cargado de personajes extraños, la familia, el nacimiento del primer hijo. Quizás el que se distancia es “El cartógrafo”, de Ricardo Romero, ubicado último en el orden de la antología. En este cuento se construye un espacio (La Ruta) literario, y una atmósfera en tensión con mujeres que son el sonido del viento.

 

Los relatos son antecedidos siempre por una partitura de Gorostiza: “Adiós, adiós”, “Mickey Munra y el círculo de arroz”, “Señora que baila” y “Marioneta Blanchard”. La primera historia se titula “Valle hermoso” y su autor es Oliveira. Un joven escritor narra la experiencia de un viaje por Córdoba junto a su novia Lunita. Se superponen en su construcción ciertos tópicos recurrentes: minuciosas descripciones localistas (“no pude pensar en otra cosa que en chinchulines con limón y vinagre”, “Cada tanto se filtra Luis Miguel o David Bisbal”); personajes o situaciones sorprendentes (“Supusimos que sería perrita porque no tenía miembro. Una suposición un tanto prejuiciosa, diría Cristina de la K.Y un poco equivocada, pensamos un rato después, cuando vimos que Cristina de la K -así la bautizamos- se montó a la perra medio bizca”); referencias y reflexiones respecto a temas del contexto del autor (“Y con el conflicto agrario y los cortes de ruta…”, “Me acordé de Colombia Vive, el documental sobre los últimos treinta años de vida política colombiana”, “¿Sabías que Lula tuvo que transar con el FMI antes de ser presidente?”); diálogos amorosos (“-Vos necesitás otra cosa papito. -¿Te parece? –Fijate. Para lo que necesites, guapo”). Una historia de pueblo oída como al pasar ocupa el pensamiento de este personaje-escritor que quiere, por un lado dar cuenta de ella en su literatura, y por otro averiguar más datos sobre eso que le contaron con un afán aparentemente justiciero. Los personajes se meten en sus sueños, los planos se confunden, y en una pesadilla en la que Lunita es de arena y se deshace, él se tira por la ventana para aparecer un cuadro más tarde inmóvil y con la cara sobre el cemento, pero ya no en el sueño. 

Las historias siguientes son de Levín y su título es “Lo desconocido es la parte de alguna mosca”. Son relatos breves con giros que los alejan del registro referencial introduciendo circunstancias inexplicables en escenarios cotidianos, como que en un bar el personaje se saque sus brazos y los cuelgue aquí o allá, o que a su hermana se le caiga la nariz mientras come un sándwich de miga. También en este caso puede reconocerse con facilidad el autor en el narrador. Entre el resto de los personajes suele aparecer la familia: el abuelo, los padres, su hermana, la mamá de un amigo. Un sesgo distintivo de estos textos es la apuesta a usar las palabras de un modo mayormente reconocible en otros géneros, con rima o ritmo poco comunes en la prosa:

“Un místico diría: `Estaré tomando vino, pero será blanco´.

Lo miramos: las moscas de la pared duermen sus sueños diminutos.

Los nenes –concluye.

Los nenes toman vino blanco”

“Fausto” de Ignacio Molina, narra escenas del nacimiento de su hijo, desde que llevó a parir a su mujer embarazada hasta que el pequeño Fausto tenía dos o tres años. Él llama “crónica” a esta suerte de diario de padre primerizo que intercala entre sus testimonios la carta (ya mencionada) de Levín. Expresa  reflexiones sobre hacerse adulto y ser padre, y a través de ellas juicios y opiniones de la sociedad y sus costumbres: “Todos los días, a la hora en que en las casas suena la música de Telenoche, yo camino con mi hijo por la calle. Él a veces va a upa, otras a caballito y otras a pie.”  Hay, al igual que en los relatos anteriores, un recorrido entre descripciones localistas que definen un ambiente a partir de referencias a la cotidianeidad del autor (marcas comerciales, objetos, hábitos) y personajes pintorescos. La autorreferencialidad a su tarea de escritor aparece en este caso en relación a la recepción de su obra: hay un personaje que ha leído su libro, y lo comenta: “Interesantísimo. Te felicito… Retrata muy bien la juventud de hoy…”

Como anticipé, “El cartógrafo”, de Ricardo Romero, el último de los relatos, resulta el más literario en términos de construcción. Si bien el narrador es también una primera persona autorreferencial, en este caso la mediación de la literatura hace de él un personaje. El cuento es más equilibrado, la atmósfera propuesta está mejor lograda, se construye una distancia que, a mi juicio, juega a favor de la literatura. En otras palabras, el autor se corre a sí mismo del primer plano para poner en él un personaje que lo representa. No deja de haber, sin embargo, una galería de personajes previsibles que aparecen también acá como “pintorescos”: la prostituta linda que odia a los hombres pero ama al único que no le presta atención; “Rómulo”, el dueño de un taller mecánico llamado “Roma”, que vive con un perro llamado… “Remo”.

            Los escritores de este libro se sienten (aunque dudan) escritores jóvenes. Creo que lo son. En los cuentos abundan marcas de juventud: el lenguaje vulgar que quema y es liberado impulsivamente, el acento sobre “lo literario”, giros fantásticos en historias realistas plagadas de referencias.

Menos en el último caso que en los anteriores, estos autores proponen una lectura del mundo a partir del sí mismo literario que construyen, que hace sistema con el sí mismo definido en la presentación. Casi una bandera izada sobre los despojos de una sociedad que dicen alienada, irreflexiva, competitiva y ventajera, sobre la que ellos y su propuesta se levantarían como lo distinto, como lo mejor.

Dentro de “Lo que somos” se definen desde la diferencia de lo que yo llamaría “lo que hay”: no los une “una estética literaria, ni temáticas ni estilos similares”, se paran  “no desde la altura y la distancia”, combaten “cualquier modo de solemnidad”, trabajan por “la caída de la pose y el cinismo”. El cimiento de esta experiencia es una sólida amistad que, al igual que la experiencia artística misma, es presentada como una apuesta de máxima:

             “En una sociedad fragmentada, desarticulada, donde las relaciones personales suelen estar mediadas por el poder o la funcionalidad económica, la ilusión de la comunicación total y global margina y aísla más que lo que reúne. La amistad es una decisión arriesgada, incluso un poco anacrónica. Y en un campo cultural en el que priman la casta y las jerarquías, el lobby y el tráfico de influencias, donde no se necesita al otro más que para reafirmar el ego personal, y donde el discurso público es sólo una forma de posicionar el nombre propio, la amistad es una aventura política.”

Como definición, el autoelogio de una propuesta que, según sus propias expresiones, no puede definirse pero se eleva por sobre ese otro mundo que es sordo y es mudo, pensado desde el estereotipo y el prejuicio al que necesariamente lleva la generalización. Tomando como ejemplo la cita hecha del texto de Molina, mientras él camina con su hijo por las noches, en las casas (¿todas?) suena Telenoche. Él y su hijo se descubren por oposición a un mundo homogéneo. Paralelamente, El quinteto de la muerte da como certera la existencia de un campo cultural al que desdeñan pero en el que necesaria y ambiguamente este libro y esta reseña se inscriben.

Es probable que, del mismo modo que un guión de cine o una obra de teatro no dan cuenta sino vagamente de la película o del espectáculo, este volumen refleje sólo tangencialmente su verdadera propuesta: las fiestas de la narrativa, esos encuentros en los que las estrellas son las historias, y no sus autores. Sería interesante poder leer estos textos en ese contexto festivo para el que fueron pensados. En lo que respecta a esta publicación, es una convocatoria esquiva. La división propuesta entre lo bueno y lo malo me resulta algo fundamentalista y me deja seguramente mal parada. Tal vez por eso, aunque el título del libro me invita a una fiesta, en la tapa hay una botella de vino con cinco copas (¿dónde está la mía?). Entonces, no puedo apropiarme del todo de esta experiencia. Me queda: la certeza de que alguien lo está intentando, de que yo lo intento en consecuencia, de que, en definitiva, algo está pasando.

 

(Actualización octubre-noviembre 2010/BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646