diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Tal vez la definición más ajustada de las búsquedas poéticas de Juan Manuel Inchauspe la haya formulado otra escritora que, como él, explota desde sus comienzos los mismos procedimientos y que también se desentiende de los sitios de difusión y de consagración. En “A Manuel Inchauspe, en el hospicio”, Estela Figueroa apunta: “Las nuestras, mi amigo, / son obras pequeñas. / Escritas en la intimidad y como con vergüenza. / Nada de tonos altos. / Nos parecemos a la ciudad / donde vivimos”. El espacio próximo, o más bien, el íntimo, atraviesa la producción y también los circuitos, los recorridos por una ciudad de provincia que sólo en algunos momentos se confunde con Rosario. Esa Santa Fe que Inchauspe veía “bambolearse como una barcaza en la tormenta” es identificada con quienes escriben entre el descuido, la despreocupación, el abandono o el abatimiento: “Perdiste tus últimos poemas / y yo casi no escribo” dice Figueroa en La forastera, su último libro en el que refuerza la imagen de Inchauspe que ya había empezado a delinear en el prólogo a la Poesía completa que publica en 1994 por la Universidad Nacional del Litoral y que ahora redefine, rotunda, en la apertura de esta nueva edición que, por el mismo sello, llevaron adelante Francisco Bitar y Sergio Delgado. En “El destino de los papeles escritos” afirma: “No era vital, no era independiente, carecía de autoestima. No era Dylan Thomas, capaz de cantar en lo alto sus gloriosos poemas, o bromear entre amigos acerca de muchachas desnudas bajo la lluvia. Sólo era un hombre que anotaba palabras (nadando sobre un suspiro)”.
Cuando me encontré con Trabajo nocturno entre las manos pensé varias cosas. De todas las que recuerdo, interesan públicamente dos. La primera tiene forma de pregunta y podría resumirse así: ¿qué habilita este trabajo de archivo realizado por Delgado y Bitar. ¿Redefine lo que ya se sabe sobre la obra de Inchauspe? ¿Permite trazar nuevas conjeturas? La respuesta, sin duda, es afirmativa y no sólo por lo que el libro reúne. Y en este punto me enredo con la segunda cuestión. Dice Estela Figueroa en sus primeras páginas: “Considero que esta obra no se ha leído bien, que fue tapada y encarcelada por la teatralidad de la muerte de su autor, por el montaje de su vida. Es de esperar que se libere y encuentre buenos lectores”. Reeditar una obra agotada, completar la primera edición con buena parte de lo producido sobre Inchauspe (un estado de la cuestión casi completo sobre su poesía y también sobre su vida) desde 1994 hasta la fecha (muchos de esos textos también son objeto de colección: publicados en revistas o periódicos de “la zona” y no disponibles en la web, se habían convertido en fetiche de investigadores) y además incluir fotografías, notas, prosas, poemas inéditos y sus traducciones, supone decididamente un desafío para los lectores por venir ya que especialmente este nuevo material obliga a revisar hipótesis o a moderar el alcance de algunas conjeturas que, como en el escrito liminar de Figueroa, rondan sobre la poética de Inchauspe y también sobre su imagen de escritor (la desprendida de sus poemas que, a veces, se superpone y otras se eclipsa con la que poetas, periodistas y amigos han contribuido a construir). Mientras esperamos las relecturas, punteo algunas de las hipótesis más audaces sobre estas cuestiones que, a la vez, deparan en la tradición de la que Inchauspe participa y también, la que consolida.
Para empezar, rodeo las tesis del libro con otra planteada por Aldo Oliva en 1986 en un panel integrado por Edgardo Russo, Arturo Carrera, Diana Bellessi, Tamara Kamenszain, Martín Prieto y Juan Martini durante el Primer Encuentro Nacional de Literatura y crítica organizado en Santa Fe por la Universidad Nacional del Litoral. Por esos derroteros que cruzan decisiones personales con condiciones de guarda y de publicación, esa tesis pudo recuperarse durante la visita a la biblioteca personal de Oliva asistida por sus hijos, Antonio y Ángel. Por ese “azar convertido en don” encontré en un cuaderno el esquema de su intervención en aquella mesa sobre “la nueva poesía argentina” (temática que revela la urgencia de los organizadores por analizar qué acontecía con la literatura y el arte en nuestro país después de la dictadura). En esos apuntes hay un listado de los poetas que, escribiendo desde Santa Fe, consolidan la “nueva poesía argentina”. Oliva anota los nombres de Juan Manuel Inchauspe, Marilyn Contardi y Estela Figueroa y agrega este comentario: “Creo que el mero criterio de generación poética no es un operador suficiente como para determinar y decidir cambios significativos en la función que cumple la lectura del texto poético”.
Si la convivencia temporal no es un criterio, cabe preguntarse entonces qué hace que cada uno de estos poetas merezca ser considerado parte de una constelación que renueva la poesía argentina. Más puntualmente para el caso de Inchauspe: ¿cuál es su singularidad poética? Notemos además que la mayor parte de la crítica ha rozado los mismos bordes al arriesgar sus respuestas. Las más importantes, recogidas en este libro.
En uno de los primeros textos críticos sobre su obra, Daniel García Helder asevera: “no se encuentra nada o se encuentra muy poco de aquello a lo que el menú del día de la poesía nos tiene acostumbrados”. Su caracterización por la negativa es precisa y rotunda: “Nada barroca ni objetivista, nada de condescendientes aliteraciones ni de orgullos paródicos, nada o muy poco de esbozos narrativos, nada de alusiones al psicoanálisis, nada de revivals arqueológicos y nada de toqueteos a la mitología contemporánea”. En continuidad con esta línea, Ricardo Herrera subraya esta falta en la que encuentra la fuerza de su poética. Una diferencia que bordea una moral de la escritura: “no hay en Inchauspe rastros de malignidad o sarcasmo”.
García Helder diferencia el “despojo” de la llaneza, la depuración de la simplicidad banal (“poética de la profundidad”, dirá varios años más tarde Bitar) y abre la conjetura sobre cómo Inchauspe se integra en una tradición, en una trama de dones y deudas de diferente genealogía.
Entre Gottfried Benn y René Char, entre Raúl Gustavo Aguirre y Juan L. Ortiz, Inchauspe compone sus versos y en ese mismo acto firma. Es decir, vuelve reconocible su letra sólo con su irrupción, apropiándose de la herencia. Entre Eliot y Montale (como quiere Herrera), entre el “fracaso” ante la imposibilidad de nombrar y el desafío que esa insatisfacción suscita, descubre su voz, y sus versos dejan testimonio de su búsqueda: la inscripción de su desencanto ante lo que estos pueden es una constante en su obra. “El fracaso como elemento eficaz de la escritura” y también como “punto de partida” es una de las marcas que Carlos Battilana encuentra en la tradición poética moderna de la que Inchauspe participa. Sus poemas hacen ostensible la grieta que separa lo que desea y lo que logra: “Lo que quiero decir / casi siempre me es escamoteado”, reconoce. También, y no sin paradojas, el fracaso aparece en su faz productiva. La lucha se convierte en moral y/o en poética: “Cuando a la ciega e imperiosa / necesidad de escribir algo se opone / la ausencia absoluta de la palabra / sé que estoy en el verdadero camino”. Sobre este punto se ha vuelto profusamente: “La breve obra de Juan Manuel Inchauspe es testimonio de un trabajo y de un combate”, “‘Combate’ y ‘trabajo’. La presa es el poema” decía Edgardo Russo en el prólogo a la primera edición de Trabajo nocturno. “Lucha con las palabras… ése es el tema reiterado innumerables veces en el conjunto más sólidamente armado” advertía Estela Figueroa en el prólogo a la anterior publicación de la Universidad Nacional del Litoral realizada bajo su cuidado. Tensión entre decir y no decir. Esas son las figuras que escoge Osvaldo Aguirre para dar cuenta de este dilema: “Decir … es dejar registro, poseer un dominio de las cosas y, sobre todo, es crear un orden: es ordenar el mundo para insertarse en él… No decir asume el sentido de una mutilación”.
¿Desde qué otras aristas se piensa la singularidad de su dicción? ¿Qué hace que sus versos “cuyo tema es la dolorosa dificultad de decir ‘algo’ frente a un mundo presentado como un bloque hostil” se diferencien de “la tonelada de poesía grave, sentimental… publicada, año tras año, por adolescentes de todas las edades para su personal y exclusiva satisfacción”? La pregunta es de Alejandro Rubio y tiene el tono implacable de las clínicas de poesía, sólo que aquí tenemos que vérnosla con un resultado, un trabajo inmodificable. Dice Rubio: “Ninguna máscara sacerdotal ni malditista, ningún maestro ilustre, ninguna aventura digna de ser contada, apenas una o dos referencias a su pareja y a sus hijos. La misma restricción en los motivos”. Inchauspe logra, después de Juan L. Ortiz y desde el Litoral, componer versos sobre el arte de componer versos, sobre la palabra, sobre los atardeceres, las plantas de la casa, los pájaros, la noche y la necesidad de no entregarse, de no abandonarse a la inercia, a la repetición anestesiada de lo mismo: “Yo no quiero valerme de palabras / que han sido quemadas, torcidas / en una violenta noche de circo”, admite.
Inchauspe cita a Raúl Gustavo Aguirre y pone en evidencia la oscilación entre lo que asfixia y lo que libera (aún cuando eso que libera sólo se hace presente por su ausencia): “‘El instante supremo en que salto o me pudro’”. Este verso condensa una tensión que recorre su poesía: la putrefacción, la muerte, lo que infecta y descompone se liga a la rutina, al trabajo no elegido, a las circulaciones vertiginosas que impone la ciudad (una maquinaria infernal de la que, con cierta dificultad, en contadas ocasiones, se logra escapar). Habla de una ciudad “perdida” o “vejada por un hollín que nadie puede precisar pero que nadie puede tolerar”; “de muros raspados y de palancas hábilmente distribuidas” que, más allá de las voluntades, “jamás cederán nada a nadie”. Una máquina que se traga a quienes desoyen los ritmos que sus cuerpos reclaman para adoptar los que ella les impone. Inchauspe abandona fugazmente la primera persona para escribir sobre “gentes que han debido abandonar su antigua casa, su casa grande de troncos cercana al río”: “solitarios que sólo reciben de la ciudad piedras heladas o recuerdos retrasados”.
A este orden “que siempre toma más de lo que da” opone “un movimiento de repliegue”. Uno propio, el que rige el espacio íntimo y que choca con las “inútiles utilidades de cada día”. La vida es, entonces, lo que se funda en esa zona de umbral que escapa a lo impuesto (más cerca del sobrevivir): “Y los días y las horas en esta ciudad / me circundan como el negro círculo / de un estanque sobre cuya lisa superficie / la muda y afiebrada rama de mi vida / consigue, a veces, oscilar...”. La vida acontece cuando se hace lugar a la productividad improductiva que, en algunas ocasiones, puede derivar en el poema: “suave la hora -en que ya cansado / pero terriblemente libre- enciendo / la lámpara que apagaré muy tarde”. Decisión en la que Carlos Battilana encuentra su apuesta política: “en las horas asignadas al descanso, alguien escribe, ejecuta una tarea que la cultura del capital sitúa como mero instrumento”. El poeta se entrega a esta práctica ajena a la lógica del intercambio y le dona su tiempo, el más preciado bien. Inchauspe da su tiempo a la escritura, a su rutina elegida, sabiendo del costo y más allá del resultado que, con toda certeza, será evaluado sin piedad: “La ceniza sobre la mesa, el lomo de los libros / y ese desorden de papeles como de algo / que fue nerviosamente buscado durante la noche”. Francisco Bitar vuelve sobre este escenario que imagina como “un espacio mítico donde lectura y escritura abren nuevas posibilidades de experiencia cuando el día queda viejo y ya no ofrece resistencia”.
No hay mejor evaluación del legado de un poeta que el que realizan otros poetas desde sus versos. Es en la reinscripción, y no sólo temática, donde se reinventa su herencia y también donde se conciben las figuras de escritor que, en distintos momentos, actores también diferentes van armando, más allá y más acá de las que el propio escritor ha delineado. En “Recuerdo de Juan Manuel Inchauspe” Concepción Bertone rememora los hechos cotidianos en los que dejaba su huella: “ese resto” que “afloraba en un gesto,/ en cierta forma de animar sobre el cuerpo/ algún rasgo del alma”. “Endulzabas el mate con miel pura” es el primer verso de un poema compuesto poco tiempo después de su muerte. Varios años más tarde, escribe otro en el que tres fotografías son el punto de partida de la escena que se inventa. El poema se detiene primero en una foto de “la cabeza de Juan”, del “medio cuerpo en blanco y negro”. Luego se demora en otra: en una mesa de bar, una cámara congela expresiones de Juan José Saer y de Juan Manuel Inchauspe, acercados también por esta poesía: “cerveza santafesina / en la mesa de la amistad tranquila, la mesa clara / de Saer y de Juan”. A estas se agrega una de Juan L. Ortiz tomada por Esteban Courtalón. En unos cuantos versos, los tres “Juan”: parte del linaje literario del Litoral (“nuestra ‘Dublín’”, como la llama Fabián Casas que enfatiza la comparación cuando agrega: “un caso excepcional en este país”). De la foto de Inchauspe, un detalle, un punctum (como nos ha enseñado Roland Barthes) hace escribir a Bertone: “Una luz en la pupila, un punto iluminado, un asunto / rodeado de pura luz en la oscuridad de sus ojos. Algo / como el alma que no sabemos, el fuego que no inventamos, / el veneno vencido con el mismo veneno”. La cura con lo mismo que mata; la calma en eso mismo que inquieta. La palabra, la poesía.
Es mucho tiempo después de su muerte que Estela Figueroa delinea una imagen desprendida del dolor provocado por la pérdida del amigo. Escribe un párrafo memorable en el que predomina la simplicidad, la figura absolutamente humana, es decir, alejada tanto de la santidad como del heroísmo, de la museificación como de la idolatría: “¿Qué es el bienestar’? Tener una casa –por más modesta que sea-, sentirse cómodo, protegido; estar satisfecho con el trabajo que se realiza por un sueldo; estar atento a los hijos si se los tiene; saber pedir ayuda cuando la salud flaquea; saber pelear por lo que nos corresponde; si es posible ocuparse de algún problema social. Todas estas cosas estuvieron después vedadas para él”. Y agrega un poco más adelante: “La depresión aguda unida a una pequeña lesión en el cerebro (nunca tratada) más la adicción al alcohol fueron la cárcel que construyó en torno a él, cárcel que lo mantuvo alejado de todo y lo convirtió finalmente en uno de los tantos linyeras que vagaban por la ciudad”.
Próximo a esta figuración, y prácticamente apenas conocida la noticia de la muerte del poeta, Rogelio Alaniz había escrito: “Nos conocimos tomando vino tinto una noche de invierno de 1973. Lo mejor de Ezra Pound y Drummond de Andrade (Drummond, decía él) lo descubrí entonces… No era un maestro ni se proponía serlo; vivía el hecho poético en la intimidad, intentando hallarle un sentido a ciertas cosas que lo preocuparon siempre. ¿El destino de un poeta? El destino de un poeta”. Casi hacia el final, y acercándose a esta figura que Figueroa puede descubrir más de veinte años después, había escrito: “Murió de frío o de soledad o de tristeza o porque tenía que morirse, eso ya no importa. Tampoco importa si lo suyo fue una elección, una fatalidad o un accidente. Se murió y basta, y al igual que mi amiga, lo recordaré como un príncipe, patético príncipe de cuarenta y cinco kilos, sucio, desdentado y alcohólico, incapaz de pagar la cuenta de la luz o de lavarse una camisa, humillado y despreciado por muchos, pero capaz de levantarse antes del alba a escribir que ‘hubo un tiempo en que soñaba cantar / en medio de aguas agitadas y negras / pero una noche mi rostro se desarticuló / y cayó sobre la tierra hecho mil pedazos’”.
Esta misma oscilación se observa en “Manuel, solo de toda soledad”, firmado por Marilyn Contardi que abre el escrito con el contrapunto entre un recuerdo y lo que una foto, ahora también incluida en esta edición ampliada, revela: “Si miro ahora por la ventana, alcanzo a ver un viejo tronco caído que sirve de banco en el borde del jardín, allí se sentaba algunas veces Manuel cuando venía; puedo imaginarlo, verlo, un poco tapado por las hojas de las cascadas, con la cabeza baja, como ensimismado, con esa fragilidad que lo hacía parecer expuesto como pocos a la ‘intemperie sin fin’. Como contrapartida, en una fotografía que lo muestra en primer plano, mirando algo que está a su derecha, fuera del marco de la foto, como casi no ha girado la cabeza, son los ojos los que miran de reojo para ver. Esa mirada unida a su sonrisa, le da una expresión de vivacidad, de alerta, casi de socarrona comprensión”. Estos enlaces que unen extremos sólo equidistantes en apariencia la llevan a leer en sus traducciones de Manuel Bandeira “la hermandad con su propia Weltanschauung, la simpatía por los rezagados” y, a la vez, la inminencia de su única seguridad, “la de su persistente entrega a la poesía”.
Entre el mito y la desacralización, entre el afecto y el desapego, van apareciendo otras imágenes: la del tejedor de versos decididamente “en contra de quienes ‘bajan a la plaza pública para lucirse’” (Carlos Morán); la del hombre “de entrecasa” que deliberadamente busca deshacer “la condición de ‘poeta maldito’ en que una mitología local lo encasilla” (Pablo Barbagallo); la del artista que siempre tenía “tiempos distintos para todo” (Roberto Aguirre Molina); la del poeta ajeno a cualquier mandato que no viniera de su interior y que por lo tanto “no cantó ni para su ciudad ni para nadie” ni apeló a los grandes nombres ni a las reflexiones metapoéticas (“Agotó un procedimiento hasta el hartazgo y logró una combinación adecuada en un puñado de poemas compactos y perdurables. Es un buen récord”, afirma, entre el balance lacónico y la ironía, Oscar Taborda); la de “un Valéry oscuro, encerrado en un cuarto de algún lugar del Litoral” que escribió “una obra espléndidamente monótona” (Fabián Casas).
Este racconto incompleto sólo intenta dejar entrever algo de lo que el libro hace. Las fotografías, la trascripción de sus epigramas encontrados en papeles dispersos, sus traducciones, sus breves y escasos textos en prosa potencian la revisión de las conjeturas sobre su vida, sobre su obra: ¿cuánto dicen de sí y cuánto más de su obra los poetas sobre los que balbucea fragmentos de un ensayo in-completo o los que traduce? ¿Por qué vuelve insistentemente sobre algunos pasajes que parecieran estar leyendo en muy diferentes autores la misma obsesión o variantes de un dolor (propio) muy ostensible? Como en un espejo (sobre el que, ahora sabemos, Inchauspe ha escrito: “los años han ido acumulándose / unos tras otros, todos / y a través de los espejos / una vaga sensación de vejez”) se definen las imágenes de sí y de su obra (siempre aparentemente las mismas y a la vez, siempre otras según el detalle sobre el que cada lector haga foco). En su texto sobre las Elegías de Duino escribe: “El hombre está solo frente a un mundo que tiende a devorarlo”. Huella de la batalla que lo ha desvelado durante toda su vida, en una hoja suelta se lee: “El poeta no busca las palabras; sale al encuentro de ellas y aquí está la fuente de la verdadera poesía”. Dibujando un bucle extraño que actúa su poética del despojo, un mandato de Pound: “‘No decir con cuatro palabras lo que puede ser dicho con una’”. Sobre la obra de su amigo, el dibujante Federico Aymá, apunta: “En la obra de los auténticos creadores hay una coherencia, una unidad de lenguaje que revela una lucha persistente y tenaz”.
En esta misma dirección, los poemas que traduce inscriben su poética y su moral bajo el señuelo de otra voz: “sólo es verdaderamente vivo, lo que ya sufrió” (Bandeira); “estoy harto del lirismo comedido, / del lirismo que se porta bien / del lirismo funcionario público con libro de asistencia / expediente protocolo y manifestaciones de aprecio al Sr. Director” (Bandeira); “Así querría yo mi último poema / que fuese tierno diciendo las cosas más simples y menos intencionales” (Bandeira); “Este incesante morir / que encuentro en tus versos / es tu vida, poeta, / y por él te comunicas / con el mundo en que te deshaces” (Carlos Drummond de Andrade).
El listado de lo que este libro alberga, se sabe, es parcial. Como toda reseña, la paciencia del lector es el límite para la escritura. Y el deseo de generar un envío más que agotar en el parafraseo, una premisa.
Baste entonces, para finalizar, otro giro sobre el comienzo. En su conferencia de 1986 Aldo Oliva despunta una caracterización de la poética de Inchauspe que veinte años después completa Osvaldo Aguirre en su ensayo “La tradición de los marginales”. Aguirre destartala el concepto de “marginalidad” ya desde esa suerte de promesa que inventa con su título al situar lo “marginal” en una “tradición”. En el desarrollo vuelve sobre las obras de Inchauspe y de Oliva que, aclara “permanecieron desconocidas durante mucho tiempo y que al emerger aportaron prácticas sobre la lengua y el arte poético”. Emergencia promovida desde Diario de poesía, desde los Festivales rosarinos y desde otras intervenciones (recordemos que este libro que estoy reseñando se publica “en adhesión al XVIII Festival de Poesía de Rosario celebrado en el año 2010 en homenaje a Juan Manuel Inchauspe”).
Inchauspe, Figueroa, Contardi. Nombres que han empezado a circular y a instalarse muy a pesar de las posiciones que Inchauspe, Figueroa y Contardi tienen o han tenido sobre la publicación y la difusión de sus textos. Recordemos lo que Inchauspe le decía a Jorge Isaías en la carta que le enviara el 4 de noviembre de 1984 (incluida como prólogo a los poemas reunidos en Crónica gringa): “los libros que se leen rápidamente se olvidan rápidamente. Tus trabajos en cambio proponen una lectura lenta y atenta.”. “Dejar descansar” los poemas, las lecturas, los escritos. Enigmática expresión que alude a un tiempo aún más misterioso. Extraña e insondable forma de la demora exigida por una moral de la escritura que se impone a la obra que, no obstante, puesta a circular, tiene derivas insospechadas.
“Nosotros sabemos que el poema es un objeto hecho de palabras trabajadas a lo largo del tiempo”. Ese tiempo que, como quería Benn, termina privilegiando la unidad en la forma que, para Inchauspe, es la condensación de la “experiencia poética”. Este libro que acaba de salir a la calle interpela a revisar lo hecho a partir de lo dicho sobre esa experiencia que lleva la marca-Inchauspe.
(Actualización diciembre 2010-enero 2011/ BazarAmericano)