diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Las nuevas relaciones peligrosas
Los daños materiales, de Matilde Sánchez, Buenos Aires, Alfaguara, 2010.
La geometría que una relación de amantes dibuja no es, como a veces se cree, la del sospechoso triángulo. Vértice hay nada más que uno: el punto donde confluyen dos líneas prístinas, que, vaya paradoja, hace posible las relaciones paralelas. El vínculo entre el amante y la pareja del amado constituye una línea imaginaria, esa que se dibuja fragmentada y con mucho esmero sobre una hoja que no quiere dañarse. Una línea que late en los implicados como pura posibilidad. Y a veces como deseo de que esos fragmentos se unan y el triángulo se forme de una vez por todas. Bien se sabe: los triángulos, como las mariposas, viven muy poco. Exhiben todo su fulgor apenas unos instantes; pronto la figura se recluye en el archivo de la geometría sentimental. Sin pan y sin la torta, suele ser el final anunciado.
La habilidad de Víctor, “mi Vic”, el vértice de la relación de la novela Los daños materiales de Matilde Sánchez, no consiste en evitar que se conforme el triángulo, sino en deslizarse por las líneas de la relación con un desparpajo sospechoso; audacia y caradurez en grado cero, como si no le importaran mucho las cosas, como si quisiera acabar realmente con todo. Pero, claro, acabar con la pareja, habiendo una relación de amantes, es acabar también con la constitución de amante. Lo que Víctor no sabe es que su amante no se enamoró de él sino que apenas se volvió “adicta a su constancia”. Lo sospecha hasta el pastor más novato: las adicciones solo pueden causar daño.
La narradora conoce más bien poco de ese Víctor Dayan. Sólo que trabaja en una fundación benéfica de carácter nuboso, que tiene mujer e hijo y una cultura vasta y superficial al mismo tiempo, adquirida en solapas, pero a veces de una meticulosidad que solo un paranoico es capaz de advertir. Es que, precisamente, la amante sabe que quien traiciona una vez traiciona siempre, pero también sabe que ella no es Roma, que no pagaba a los traidores. Los amantes no se aman, se padecen, pareciera ser el corolario.
“Mi materia será una cárcel de palabras, de la que no podrá escapar el gorila.”, escribe nomás de entrada la narradora de una novela que también es una carta abierta (“atención incautas”, advierte), material para un documental dirigido por un psicoanalista o “lo que más les guste”. Claro que las mismas palabras que constituyen las rejas para neutralizar al amante tienen la intención de liberarla de su adicción, es decir, de restituirla como sujeto.
Las humillaciones a las que ella es sometida y cuya aceptación parece causar un placer no confesado, la acusación constante de que su Víctor tiene más amor por su propio miembro que por cualquier mujer, la persistencia en la tortuosidad del vínculo, la sospecha constante de que Víctor exhibe signos clarísimos de que ella es una amante más de una lista insoportable (a una amante no se la engaña con la esposa sino con otra amante), da cuenta del grado de soledad existencial que parece ser el sino de nuestra época. Soledad extrema ya que ni siquiera existe la angustia por ella. Por eso la novela da cuenta de estas tensiones sin ningún sobrepeso, sino, antes bien, liberándose de cualquier pretensión de dar cuenta de una metafísica de las costumbres. Una suerte de Último tango, en tonos mayores y soleados. El relato, entonces, es también una posible lectura de un estado de ánimo general que encuentra en los brillitos up! con que los usuarios escriben en facebook, en los emoticones diseñados para los diez estados de ánimo que permiten los cientos de ciberamigos, su expresión más ajustada.
La intensa densidad que va adquiriendo la relación –que se describe muchas veces como suplicio, cuyas relaciones sexuales son comparadas con violaciones–, y de la que se sospecha que puede terminar en cualquier y trágica parte, es corroída por la acidez de un humor preciso, como lo son también las descripciones de ciertos encuentros carnales.
Pareciera, entonces, que la amante se ha liberado por fin de todo, que se ha quitado a su Víctor de encima. Sin embargo, hay demasiado rencor para admitir algo así. La confianza ciega en que la literatura sana, libera y exorcisa es puesta en duda. Después de todo, en un momento, parafraseando a Ariosto, la narradora escribe que la luna se traga las falsas promesas de los amantes y trascartón pregunta: “¿No será que el hombre está allí, con los perros siberianos lanzados al espacio y los astronautas que nunca alunizaron?”
(Actualización octubre-noviembre 2010/BazarAmericano)