diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Organizar con la distorsión
Notas para un agitador, de V. V. Fisher, La Plata, Todas las fiestas de mañana, 2022.

Recientemente publicado por primera vez en Argentina por la editorial platense Todas las fiestas de mañana –la primera edición fue en Santiago de Chile en 2008–, es urgente volver a leer Notas para un agitador de V. V. Fisher. La relectura confirma una sospecha: decir algo articulado sobre este libro no es fácil. Los poemas van activando capas de sentido que se lanzan para distintas direcciones o que despiertan, más bien, variadas distorsiones. Quizás, entonces, haya que desarticular para oír las notas que hace sonar Notas.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  

Lo articulado, lo desarticulado, la articulación, la flexión: está tanto en la lengua –la gramática–, como en los cuerpos –la rodilla, el codo, la columna–. Flexionar, articular –o desarticular– es algo que se puede hacer con el cuerpo y con la lengua. ¿Flexionar el cuerpo o la lengua? Esta superposición, o bien, este equívoco recorre Notas para un agitador –prefiero llamarlo equívoco porque así es cómo el libro enseña a leer: “Hay que entender mal todo lo dicho”–. Si entender mal es una manera de escuchar las distorsiones, y si Notas escribe con los sentidos que se distorsionan en una palabra, esta es la manera de leerlo, entendiendo bien y mal a la vez para hacer aparecer esas dos o más capas que están ahí así una sobre otra o junto a otra articulando, friccionando.

La articulación, la flexión, de la gramática y la rodilla, lleva a pensar en otros textos en los que hay cuerpos y lengua con los que Notas podría armar una serie que pliega al siglo XIX sobre el XXI, entonces más que una serie una pinza en la que se encuentra con “El matadero” y “La refalosa”. Pero Fisher no hace bailar a nadie sobre su propia sangre (la sangre está en un envase y se calcula en un libro contable, según indica “Partitura diaria”), sino que el baile es, más bien, articulación de vértebras –entonces, más percusivo que menjunje–, usa a las vértebras como caja de ritmos. De la víscera a la vértebra, o sea lo óseo. 

La caja de ritmos lleva a otra superposición de capas o equívoco (es decir, a cómo hay que leer: mal) entre poesía y música. Las “notas” para un agitador, son notas ¿escritas o musicales?, ¿apuntes o pentagramas?, ¿poemas o partituras? 

¿La hoja o el piano? ¿Qué te tocó el cuerpo? ¿Qué te dobló la columna? ¿Qué te partió en dos? Al Agitador, lo sabemos desde el primer poema, fue un piano y no una hoja: “cuando era pequeño se le cayó un piano / en la nuca, desde ese día sus vértebras / suenan               cada vez que baila / […] pero si hubiera / caído una hoja / filosa sobre su nuca, ¿qué palabras / escribiría nunca? / […]”. Entre el cuerpo y la escritura, la música, de ahí que el verso sea, a la vez, un nervio estirado, la línea de un pentagrama y una cuerda (“Cada línea / es un nervio expandido y vibra / como la cuerda espesa de un contrabajo / en manos de un niño”). Si la música escribe, lo hace como sonido desde el cuerpo: “habla habla cada articulación / es una clavija los omóplatos dos / platillos […]”. O bien, para decirlo con más precisión, no desde el cuerpo sino desde el hueso que, sólido e indisoluble, suena: pura percusión ósea. Por eso, en todo el libro, más que el rojo sangre, el blanco óseo de huesos y tendones que en Fisher no se ven “hermosos bajo el sol” –como en La zanjita, de Juan Desiderio– sino “blanco como la espuma del mar”.

Pero la escritura, en Fisher, tiene un poder sobre el poder que te parte en dos. A la pregunta por qué te partió en dos le sigue la de qué partiste en dos. Partir en dos a lo que te partió en dos (el piano o la hoja) es lo que hace el poema: el verso corta la lengua, desarticula: la gramática y la rodilla (por eso, quizás, es que se ven los tendones). 

Hace unas semanas estuve en el Festival Rural de Poesía de Lobos. Ya había caído la noche cuando alguien leyó un verso que decía algo así: “muchos saben copiar y pegar pero pocos cortar y pegar”. Cortar y pegar, escribir en verso y –para seguir con el universo musical– dar en la tecla, o bien, cortar el verso y golpear la página, ese es el poder del poema en Notas. De ahí que el agitador, cuando firma, no garabatea con birome sino que “Firma dando el puño, embebido contra la hoja”. No hay firma ni tampoco nombre, sino clave (clave de sol, clave de fa): el nombre, “mi nombre” –dice un verso– “es un modo de organizar escalas”, esto es, de relacionar las notas. Notas que suenan con el golpe: del martillo sobre la cuerda, en el caso del piano, del verso sobre la lengua, en los poemas. Golpes precedidos por el corte: el tiempo no pulsado en la música, el blanco de la página en el poemario impreso. Relacionar notas es, en ambos casos, relacionar relaciones: en la música, las notas son relaciones de frecuencias; en la escritura, de letras, de palabras. Cómo organizar notas, o bien, “la organización de elementos sonoros”, es lo que hace un idioma, una lengua. 

Fisher organiza, ya lo dije, con la distorsión. Escribe e incluye la distorsión en la palabra. O también, si las notas son notas, toma un modelo orquestal o coral para trabajar con las palabras: muchas notas o muchas voces suenan a la vez. Así nos hace escuchar el politonalismo de la lengua, como dice esa suerte de poética (y partitura potencial o partitura abierta, gráfico de un ecualizador, los pads de una máquina de ritmos, la partitura midi de un sintetizador) que es “Equalizer”: “Escucha un sonido múltiple desde los oídos a los lados de la lengua”. Porque lo importante de la palabra, enseña Fisher, no es lo que dice ni quien la dice sino dónde resuena. La palabra, para que algo pueda decir, tiene que re-sonar, que sería: sonar dos veces, sonar mucho, sonar torcida, para eso, aplicar el pedal de distorsión, coralizarla, orquestarla. Escribir un poema como “Partitura diaria” (es decir: notas y notas) para escuchar a la economía en el músculo: que el gasto diario, además del dinero, es el del cuerpo, que cerrar la operación es tanto coser un cuerpo como saldar una cuenta. Meter la música –en este último caso, la ópera– entre el cuerpo y la lengua para ver al sistema en el sistema nervioso central, para desdoblar el pliegue de un poder que actúa directamente sobre el sistema nervioso, inoculando afectos. Aquí, como en otros poemas, el corte de verso es la coartada para modular el sintagma y amplificar la distorsión, los sentidos en disputa en la palabra.

Distorsión, en el diccionario, tiene tres sentidos: 1. Deformación de un sonido, una imagen o una señal. 2. Acción de interpertar hechos deformándolos de modo intencionado. 3. Esguince: Torcedura de una articulación. Distensión o estiramiento violento que se produce en las partes blandas que rodean la articulación de un hueso a causa de un movimiento brusco o forzado. Entonces: deformación de sonidos (“ladrar-al-dígito”), interpretaciones torcidas (“entender mal todo lo dicho”) y fricción entre lo blando y lo duro de un cuerpo (“una redonda es un coágulo de sangre que al pasar por su nuca suena”), precisamente, tres de las operaciones de Notas para un agitador.

¿Y qué hay adentro de la pinza que pliega al XIX y al XXI (en la que la guitarra de Fierro se convierte en piano: “Lamento / que el episodio haya sido con un piano / y no con una herramienta / similar donde / no golpeadas / rasguñadas las cuerdas mueven”? ¿Qué le pasa a Notas con el siglo XX? Aquí la respuesta: “Hacemos honor al que nos dice / lo que no queremos oír, mortales”. Al que, en su reescritura del himno nacional argentino, nos dice: “—oíd: el ruido de lo roto en el trono de la identidad”. ¿Qué vínculo podría haber entre el agitador y el solicitante descolocado o el saboteador arrepentido de Las patas en la fuente, ese otro poema de Leónidas Lamborghini? El agitador, sabemos, no muestra arrepentimiento con palabras, baila con las vértebras y no sobre su sangre. ¿Qué pasa si leemos al agitador en contrapunto con el solicitante? El agitador dice: “nunca quise ser un revolucionario profesional”, el solicitante dice: “la revolución no se detiene nunca”, el agitador dice: “remueva con martillo la dureza y cultive la arena aunque nadie coseche nunca”, el solicitante dice: “la tierra para quien la trabaja se inclina”. Pero al agitador le dicen: “Quisiste cambiar todo”.

¿Qué queda de ese deseo de revolución, con qué se articula? Lo que sabemos, a partir de Notas, es que no es con ningún órgano representativo porque “los órganos representativos terminan por corromper”, que tampoco puede ser una profesión, que no es nada conocido, ni nada visto. Su acción es, más bien, la de hacer vibrar el “espejo de un reflejo atento, eso” para que entonces no se vea –¿lo representado por el “órgano representativo”? – sino se escuche por la rima y el ritmo que, efectivamente, ponen a la lengua en vibración.

Y entonces, ahí sí, la respuesta: “agitar lo imposible, de nuevo”, como afirma el agitador en el anteúltimo poema, Coda, otra suerte de poética y manifiesto: “Moverme, vibrar abotonado a todo”. Esto es lo que hay a la hora de hablar de revolución, una coda, ese suplemento después del final, porque ya no hay final (en la revolución, la toma del poder) sino agitación permanente de lo imposible.

Notas, publicado por primera vez en 2008, se ubica en un punto de articulación –o de distorsión– entre la despolitización de los 90 y la repolitización y la militancia de entrados los 2000. La pregunta por qué imágenes políticas tenemos o teníamos es sintomática de aquellos años y supo hacerse presente en diferentes prosas y poemas. La revolución de zombis de la novela Berazachussets (2006) de Leandro Ávalos Blacha, por ejemplo, da cuenta de que el retorno de significantes políticos no ocurre sin una pregunta por su condición de posibilidad, demandando, entonces, una torsión, un reinventarse para reaparecer, como el de una revolución que suspende la toma del poder porque, quizás, haya que interrogar ese concepto de poder. Ni la revolución ni la resistencia que, enseña Notas, copia y pega: “resisto como perno / ajustado a campanillas oxidadas / de tanto repetir sin renovar, tan tan” (43). La agitación, ahí, para poner en entredicho figuras de resistencia vinculadas a programas y postulados (una resistencia “de guerrilla”, “virilizada”, “masculina” –de cierta imagen de lo masculino– como la que parece encarnar el agitador cuando dice “agito mi vientre de varón para tener a la lucha por hija”). Y, hablando de guerrilla, ¿qué queda de la lucha armada? La música es la estrategia para hablar una lengua que ya no habla: la masa es la masa sonora, el ataque es el ataque de las notas, detonar es de-tonar (variar el tono), entonar es atentar, hacer música y pasar-la-bomba. ¿Hay sujeto revolucionario o cuerpo que suena? Lo mío es el baile, dice el agitador.

Si la lengua es cuerpo y la sangre del cuerpo se mide en el asiento con el sueldo, y si la operación es del cuerpo y económica, si se cierra un cuerpo o una cuenta, si la ópera permite escuchar los dos a la vez, y si la economía, la política y, con el tiempo, la historia se inscribe en los cuerpos, ¿se puede usar al cuerpo para entender? ¿Qué sabe un cuerpo? ¿Puede hablar contra sí mismo?, ¿cómo pronuncia (o se pronuncia)? “No saber pronunciar el cuerpo en contra del cuerpo es lo mismo que ser mudo”, dice un verso y otro parece responder: “El movimiento continuo de la lengua algo podrá decir”. La gimnasia, entonces, de la lengua: la cantidad de flexiones que hagas. O el paso de baile que le inventes. 

Porque el agitador tampoco “entona baladas de protesta”. Entonces, ¿cuál es la forma musical de la protesta? ¿Una balada? ¿Una sonata? ¿Una canción? ¿Es una que sepamos todos, una que articula las voces en melodía común? En todo caso, es una que canta “contra la música de siempre” y que sabe que la afinación “es un deseo inalcanzable”. Aquí sería clave leer a Notas en tándem con el poema “No cantamos con un cancionero hecho pelota” de Paula Peyseré (2007) y a contrapelo –en disonancia con– el pop, la melodía y la transparencia de la palabra que predominó en una zona de la poesía que se escribió en Argentina durante esa primera década de los 2000. En este punto, quizás valga la pena preguntar: ¿cómo duda la poesía del consenso? Con la distorsión de la palabra (pues no hay consenso sobre su sentido). Cantar y distorsionar o “cantar no acatar”, torcer el código, “ladrar-al-dígito”. La reedición y primera publicación en Argentina de Notas para un agitador relanza todas estas preguntas para las que, probablemente haya nuevas respuestas.

Pero Notas, finalmente, no muestra un sociolecto ni hablas singulares, usa el horizonte semántico musical para escapar a la época, a un vocabulario fechado, a la jerga propia, al grupo de pertenencia, a referentes cercanos, al mundo propio, a la anécdota del yo, a los consumos en común. La época está como problema. Es más poesía de operación que de exhibición del habla. Más cortar y pegar que copiar y pegar. Más de usar el verso para dar en la tecla, es decir, el diente, entonces: de poner la lengua en el hueso y –aquí hablo con Fisher– abrochar un sonido entre dos vértebras. 

 

 

(Actualización mayo – julio 2023/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646